El vínculo matrimonial fue la institución jurídica y social que otorgó a las mujeres el estatus de materfamilias. A través del mismo se establecían y creaban alianzas sociales, políticas y económicas entre diferentes familias.
El dominio bajo el
que se sometían las mujeres al casarse era conocido como manus, que daba al marido todos los derechos sobre su esposa, quien dependía del estatus del marido y quedaba bajo su potestad si este era paterfamilias.
Los casamientos los decidía el pater familias por motivos políticos o económicos, sin que los
deseos de los contrayentes se tuvieran en cuenta. El novio y la novia apenas se
conocían antes del matrimonio y el futuro esposo solía ser bastante mayor que
su esposa en muchos de los enlaces de conveniencia. Es por ello que los
matrimonios no siempre disfrutaban de una feliz convivencia y permanecían unidos solo mientras las
circunstancias sociales lo requirieran.
“Cualquier animal, cualquier
esclavo, ropa, o útil de cocina, lo probamos antes de comprarlo, solo a la
esposa no se le puede examinar para que no disguste al novio antes de llevarla
a casa. Si tiene mal gusto, si es tonta, deforme, o le huele el aliento, o
tiene cualquier otro defecto, solo después de la boda llegamos a conocerlo.”
(Séneca)
Familia Romana, Alma-Tadema |
La importancia social de la mater estaba fundamentada no solo en su papel de procrear hijos
para su marido, sino también en formar a los niños, futuros cives, en los deberes cívicos y los
valores romanos: pietas, fides, gravitas, virtus, frugalitas. Las
niñas eran instruidas en las labores propias del hogar: bordar, hilar, preparar
la lana y actividades afines con su futura función de materfamilias.
Las jóvenes usualmente contraían matrimonio entre los doce y
dieciocho años, por esta razón debían prepararse desde edad temprana para
llegar a ser compañeras de su esposo y administradoras del hogar, cuidar los
bienes y velar por el buen funcionamiento de la domus.
La mujer romana pasaba de la autoridad paterna a la de su
marido al contraer matrimonio. Aunque no tenía los mismos derechos que los
varones, podía salir de casa para hacer visitas, asistir a actos públicos y
espectáculos y participar en banquetes. Como madre se ocupaba de los hijos
varones hasta los siete años, cuando pasaban a ser educados en su casa con la
supervisión del padre o asistían a escuelas. Las hijas de las familias nobles
recibían lecciones junto a sus hermanos varones. Las madres de familias ricas
que no deseaban amamantar a sus hijos recién nacidos tenían una esclava que lo
hacía en su lugar y que se convertía en su nodriza o contrataban una mujer
durante el tiempo necesario.
Plinio el Joven relata la muerte de Minicia Marcella, en
vísperas de su boda. La joven poseía todas las virtudes necesarias para
convertirse en una materfamilias.
"No había cumplido aún trece años
y ya mostraba la sabiduría de una anciana y la dignidad de una madre de familia,
al tiempo que conservaba, no obstante, la dulzura de una niña y el pudor propio
de una joven virgen." (Plinio, V, 16)
Un epitafio del siglo II a.C. de la época de los Gracos
señala las virtudes femeninas ideales:
“Extranjero, no tengo mucho que
decirte. Esta es la tumba no hermosa de una mujer que fue hermosa. Sus padres
la llamaron Claudia. Amó a su marido con todo su corazón. Dio a luz dos hijos.
Uno lo deja en la tierra, al otro lo ha enterrado. Amable en el hablar, honesta
en su comportamiento, guardó la casa, hiló la lana…” (C.I.L. Berlín)
El estatus de una mujer dependía de su filiación como hija,
esposa o madre de un cives romano. La
posición social y la dignidad de una matrona estaban íntimamente ligadas a su compañero. Si el
varón era respetado en la sociedad, su consorte podría tener una consideración
similar.
Aunque existió la posibilidad de la separación de la vida en
común por el divorcio, la máxima aspiración de los latinos con respecto a sus
mujeres fue la perpetuación de la fidelidad en la unión matrimonial.
Se consideraba algo virtuoso en una mujer que se casara una
sola vez.
"Claudia Rufina, aunque sea
oriunda de los cerúleos britanos, ¡qué alma de la raza latina tiene! ¡Qué hermosura de porte! Romana pueden pensar
que es las matronas itálicas, las áticas, que es suya. Demos gracias a los
dioses porque, fecunda, le ha dado hijos a su virtuoso marido y porque espera
tener yernos y nueras, siendo una niña. ¡Ojalá quieran los dioses que sea ella
feliz con su único marido y que sea feliz siempre con sus tres hijos!"
(Marcial, XI, 53)
El riesgo de una infidelidad que hiciera peligrar el honor y
la legitimidad de la estirpe sucesoria conllevaba
en muchos hogares la preocupación del pater
familias por proporcionar esclavos y criados que acompañaran a las mujeres
en sus salidas. La confirmación de una infidelidad podía llevar al repudio de
la esposa, pero no era causa de divorcio si el infiel era el marido.
Sira: “¡Pobres mujeres! ¡Qué
dura es la ley a la que viven sometidas, y cuánto más injusta que la que se
aplica a sus maridos! Porque, si un marido tiene una amiga a escondidas de su
mujer y ésta se entera, nada le ocurre al marido. Pero si una mujer sale de
casa a escondidas del marido, éste la lleva a juicio y la repudia. Si la mujer
que es honrada se conforma con un solo marido, ¿por qué no ha de conformarse el
marido con una sola mujer? (Plauto, Mercator)
El amor entre los contrayentes no era un aspecto a
considerar entre los nobles romanos, pero hay pruebas de que algunos llegaban a
alcanzar el amor o por lo menos la armonía conyugal. Plinio El Joven alaba las
condiciones de su mujer Calpurnia, que la hace una esposa ideal:
“Es una mujer de una aguda
inteligencia y una extraordinaria moderación, y me ama, lo que es una buena
prueba de su honestidad. A todas estas cualidades hay que añadir su interés por
la literatura, que ha nacido en ella por su afecto hacia mí… Todo ello me lleva
a tener la más firme esperanza de que nuestra concordia durará siempre y será
mayor de día en día, pues no ama en mí mi juventud o mi belleza física,
atractivos que poco a poco se marchitan y envejecen, sino mi gloria.”
(Plinio, Ep. IV, 19)
Este amor entre los esposos podía llevar al rechazo del
divorcio a pesar de la falta de los hijos, aunque la procreación y la
perpetuación de la familia era el objetivo principal del matrimonio. En la
célebre Laudatio Turiae, elogio de un
noble a su difunta esposa, éste rechaza el divorcio que ella le propone ante la
imposibilidad de tener hijos:
“Para ti, realmente, ¿qué feliz
recuerdo cuando intentaste serme de utilidad, para que al no poder tener hijos
contigo, pudiera por lo menos obtener la fecundidad que no esperabas de ti con
el matrimonio con otra mujer?
Plutarco justifica la infidelidad masculina como un
comportamiento respetuoso hacia la esposa, siguiendo la mentalidad de la época
en la que a la mujer se le exigía un comportamiento virtuoso dentro del
matrimonio legalmente contraído.
“Por tanto, si algún hombre en
su vida particular, licencioso y disoluto en relación con los placeres, comete
alguna falta con alguna concubina o sirvienta joven, conviene que su mujer no
se enoje ni irrite, considerando que su marido, porque siente respeto por ella,
hace partícipe a la otra de su embriaguez, libertinaje y desenfreno”.
(Coniug. Praec. 16)
El pudor sexual en la
alcoba matrimonial recaía en la mujer a la que se le vetaba la iniciativa en el
acercamiento sexual, pues se consideraba socialmente inadmisible.
"Sin guardar, Lesbia, y abiertas
siempre tus puertas, pecas y no ocultas tus devaneos y te causa más placer un
mirón que un adúltero y no te son gratos los goces, si se quedan ocultos algunos". (Marcial,
I, 34)
La consideración positiva de la educación femenina muestra
una sociedad patriarcal, donde la instrucción de las mujeres patricias fue
apreciada y considerada importante para preparar a las jóvenes en su función de
madres.
“… se consagró a la educación
con cuidado escrupuloso; halló a los mejores preceptores que había disponibles
y ejerció sobre ellos una profunda influencia, pues era una mujer bien educada,
excelente en el habla y conversación, y de una gran fortaleza de carácter.”
(Plutarco, Vidas Paralelas, T. Graco I)
Numerosas mujeres de clase alta en Roma, aun careciendo
incluso de derechos políticos y con los derechos civiles bajo la tutela del hombre, lograron obtener y gozar de
ciertos niveles de influencia, aunque fuese indirectamente, en la vida pública,
y alcanzaron una independencia económica que les permitió cierto grado de
liberación y de privilegio. Pero con la
adquisición de mayor libertad durante el Imperio, algunos autores empezaron a
asociar a las mujeres educadas con la moral licenciosa, el libertinaje sexual y
la ostentación.
Museo Arqueológico de Nápoles |
Las mujeres de la aristocracia romana no tenían la misma distinción de
vestuario que sus maridos y excepto por alguna variación de color y tejido, el
estilo de los vestidos femeninos era relativamente simple e invariable, así que
tenían que incidir en los complejos estilos de peinado y en las joyas para
sobresalir entre otras mujeres.
Las mujeres llevaban una cinta delgada para sujetar el pecho (strophium) y la túnica interior (subucula), una camisa, con o sin mangas,
que bajaba hasta la rodilla.
Tras su matrimonio la mujer romana completaba su atuendo con la stola, especie de camisa rectangular,
abierta en los dos lados superiores; los extremos abiertos se sujetaban a los
hombros por medio de broches y fíbulas. Debajo del pecho se sujetaba al cuerpo
por medio de un cinturón (zona). A
veces se decoraba con una cenefa bordada unida al pie del traje, llamada instita.
A finales de la
República todas las mujeres casadas según la ley romana
tenían derecho a llevarla, lo que proclamaba su respetabilidad y adhesión a las
tradiciones.
Las mujeres respetables se cubrían con un largo manto, la palla, encima de su túnica y stola cuando salían a la calle. Esta se
confeccionaba principalmente de lana, aunque para el verano el lino, el algodón
y la seda se utilizaron también. Envolvía el cuerpo desde los hombros a las
rodillas, aunque podía caer hasta los tobillos. Se llevaba por encima de la
cabeza como un velo; alrededor del cuerpo, echado por los hombros como un chal,
o incluso alrededor de las caderas. No se abrochaba y se podía sujetar con la
mano.
Mujer con palla, Museo Nacional Roma |
Con la llegada del Imperio y la conquista de nuevos territorios se
facilitó la entrada de telas y tintes hasta el momento desconocidos que
proporcionaron gran variedad a la vestimenta de las matronas romanas y que en
algunos casos alcanzaban precios desorbitados.
Su uso no era siempre bien visto en la sociedad romana.
“Veo vestidos de seda, si pueden llamarse vestidos a
unos tejidos en los que no hay nada que pueda proteger el cuerpo, ni siquiera
el pudor. Una vez puestos, una mujer jurará, sin que se le pueda dar crédito,
que no está desnuda. Eso es lo que hacemos traer de oscuros países, con
inmensos gastos, para que nuestras mujeres no enseñen más de sí mismas en sus
habitaciones, que en público, ni siquiera ante sus amantes.” (Séneca,
De Benef. VII,9)
La matrona romana dedicaba gran parte del día a su adorno personal,
tenía esclavas que la maquillaban y peinaban, la ayudaban a vestirse y le
preparaban las joyas y complementos que iba a ponerse cada día. Collares,
pendientes, brazaletes y anillos se adornaban con piedras preciosas y perlas.
Tocador de Matrona romana, Juan Jiménez Martín |
Para adornar el cabello se
recurría a diademas de oro y gemas,
redecillas tejidas con hilos de oro o perlas, coronas con flores y hojas
entrelazadas y cintas de color púrpura.
Las críticas de los escritores
romanos al uso excesivo de joyas, afeites y vestidos caros por parte de las
matronas romanas fue constante y aumentó con la llegada de los valores
cristianos. Durante la república y el Imperio se decretaron leyes para evitar
el abuso del lujo, aunque algunas se abolieron o no llegaron a cumplirse.
“Pues
como si la mano del Señor le hubiera dado un rostro imperfecto y necesitara
perfeccionarlo, se ciñe la frente con diademas de margaritas y rodea su cuello
con sartas de pedrería, o cuelga de sus orejas las pesadas esmeraldas.
Entreteje las perlas con sus sedosos cabellos y moldea su peinada cabellera con
cadenitas de oro.” (Prudencio, Hamartigenia)
Las ricas mujeres romanas llevaban la mappa, un pañuelo para limpiarse el polvo o el sudor de la cara. El
flabellum, abanico de plumas,
aliviaba del calor. Para protegerse del sol salían de casa con una sombrilla.
Era costumbre sostener una bola de ámbar en la mano para proporcionar un olor
agradable.
La fiesta de las Matronalia, el 1 de Marzo, se convirtió
en una celebración femenina, popular, que integraba elementos profanos y
religiosos. Los primeros se desarrollaban en la domus, mientras los segundos lo hacían en el templo de la diosa, es
decir en un lugar público.
La fiesta comenzaba con un acto social y familiar en la
propia vivienda, en la que la dueña era honrada por su esposo, con lo que se
pretendía una exaltación del matrimonio; la matrona también dirigía a su marido
palabras de agradecimiento. Como mater familias recibía regalos de sus
parientes y amigos, convirtiéndose en la protagonista de la jornada en el seno
de su hogar. La actividad continuaba con
un banquete, en el que se modificaba el orden social, ya que la matrona servía
la comida a sus esclavos y esclavas, al igual que el pater lo hacía durante las Saturnalia.
Juno, Petit Palais, París |
Este acto privado se acompañaba de una celebración pública,
consistente en visitas al templo de la diosa Juno Lucina a quien se realizaban
ofrendas, que consistían en guirnaldas de flores, leche y miel. A la diosa se
le pedía protección en el parto y se invocaban virtudes tales como el pudor y
la castidad.
“Traed flores a la diosa; con
plantas floridas se regocija esta diosa; ceñid vuestra cabeza con flores
tiernas. Decid: “Tú, Lucina, nos diste la luz.” Decid: “Atiende tú las
plegarias de la parturienta.” Y toda la que se halle embarazada, suéltese el
pelo y rece para que ella resuelva su parto sin dolor.” (Ovidio, Fastos,
III)
Bibliografía:
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