Cerámica romana, Museo John Hopkins, Baltimore, Maryland |
La edad
infantil se consideraba en la época romana un simple paso a la etapa en la que
se entraba a una vida de servicio a la sociedad.
Comenzaba en
el momento del parto, cuando la partera que había asistido a la madre en el
alumbramiento depositaba al recién nacido en el suelo para que el padre, que
ostentaba en solitario la patria potestad, o un representante decidiera aceptar
al bebé como legítimo y lo reconociera como su hijo. Si era un niño, éste era
levantado y mostrado a los presentes, si era niña podía simplemente dar la
orden de que se la alimentase.
Si el padre
no reconocía al niño, bien por su origen bastardo, por deformidad, por tener un
número excesivo de hijas o por carecer
de medios para su sustento, se abandonaba en un basurero para dejarlo morir de
hambre o para que fuera recogido por alguien que quisiese hacer cargo de él o
para ser criado como esclavo. Esta práctica era seguida por todas las clases
sociales y correspondía al derecho sobre la vida y la muerte de los hijos que
la Ley de las Doce Tablas otorgaba al padre.
“Destruimos los fetos monstruosos, también a nuestros
hijos, si nacen enfermos o con malformaciones, los ahogamos; pero no es la ira, sino
la razón, la que separa a los inútiles de los elementos sanos.” (Seneca,
De Ira, I, XV, 2)
Los padres
que eran pobres y no abandonaban a sus hijos los consideraban como una
inversión para el futuro, cuando serían un apoyo para la vejez y podrían
aportar un ingreso económico.
En una carta
de la época de Tiberio encontrada en Oxirrinco, el egipcio Hilarión, un padre
preocupado por el próximo parto de su esposa, le escribe en estos términos:
“Te pido y te ruego que cuides del niño y, si recibo
pronto mi paga, te la enviaré. Si tienes el niño antes de mi regreso y es
varón, déjalo vivir; si es una niña, exponla” (Papiro de Oxirrinco, 744)
Niña en bronce, Museo Getty, Estados Unidos |
La propia
fundación de Roma se asocia al nacimiento de unos niños y su posterior
abandono. Rómulo y Remo, fruto del amor adulterino o ilícito de la vestal Rea
Silvia con Marte fueron expuestos precisamente para ocultar el desliz de la
joven. Condenados a morir ahogados, los amamantó
una loba, y los recogió el pastor Fáustulo.
Algunos
emperadores impulsaron decretos para eliminar
esta costumbre considerándola un infanticidio y estableciendo ciertas
penas para los culpables, pero no fue hasta el año 374 d. C. que los
emperadores Valente y Graciano dictaron pena de muerte para los responsables de
tal práctica.
El niño, una
vez aceptado, era llevado al lararium para ser presentado a los
dioses como nuevo miembro del hogar. Hasta el día en que el
recién nacido era dado un nombre se le denominaba pupus, y pupa si era
niña. Entretanto se empezaba la celebración por el natalicio colgando coronas u
hojas de laurel en las jambas de las puertas para anunciarlo a todos:
“Levantemos largos palcos por estrechos callejones,
adórnense las jambas y la puerta con laurel crecido, para que desde su cuna con
dosel y taraceas una noble criatura te recuerde, Léntulo, las facciones de
Euríalo el mirmilón.” (Juvenal, Sátiras, VI)
Pintura de Guglielmo Zocchi |
Entre las familias acomodadas y ricas
el niño era alimentado por una nodriza, una esclava o una mujer contratada,
aunque los médicos de la época recomendaban a las madres alimentar a sus
propios hijos. Los primeros días se daba a los niños un poco de miel con agua,
por que se consideraba que el primer calostro no era bueno para el bebé. En los
casos que no se podía amamantar al recién nacido se le alimentaba con un
recipiente de cerámica o vidrio (guttus),
provisto de una parte ancha donde se recogía la leche y un extremo alargado y
en punta perforada para facilitar la salida de leche hacia la boca del niño,
antecedente del moderno biberón.
Antiguo biberón romano, Museo Británico |
A los recién nacidos se les lavaba y se les
envolvía en mantas sujetadas con vendas que evitaban que los niños se arañaran
y sufrieran golpes. Los niños alimentados por esclavas se criaban como hermanos
de leche de los hijos de sus nodrizas. Los nacidos libres se llamaban liberi y los esclavos criados en casa verna.
“Habiéndole nacido un hijo, nada había para él de mayor
importancia, como no fuese algún negocio público, que el hallarse presente
cuando la mujer lavaba y fajaba al niño. Ésta lo criaba con su propia leche, y aun muchas veces,
poniéndose al pecho los niños de sus esclavos, preparaba así para su propio
hijo la benevolencia y amor que produce el ser hermanos de leche.”
(Plutarco, Catón, III, 20)
Mosaico de Nacimiento de Alejandro, Baalbeck, Líbano, foto de Gloria Rodríguez Leal |
Para
entretener a los recién nacidos y que empezasen a desarrollar sus capacidades
sensoriales se elaboraban sonajeros o crepitacula,
unos objetos de madera, cerámica o metal en los que se metían piedrecitas o
semillas secas para que sonaran al moverlos y atrajesen su atención.
Sonajero de bronce, Museo de Tarragona, foto de Samuel López |
Los niños
eran a veces atendidos por un esclavo que se ocupaba de cuidarle y dirigirle en
sus tareas cotidianas y de acompañarle cuando salía a la calle. Este esclavo al
igual que la nodriza podía permanecer junto al niño hasta su edad adulta,
recibiendo el cariño de su pupilo o quizás siendo una molestia para él si se
entrometía demasiado en su vida.
“Fuiste, Caridemo, el mecedor de mi cuna y el guardián y compañero asiduo de mi infancia. Ya se ennegrecen los paños del barbero con la barba que me corta y mi chica se queja porque se pincha con mis labios. Pero para ti no he crecido.” (Marcial, Epigramas, XI, 39)
Las enfermedades y accidentes que podían afectar a los más
pequeños y débiles eran una preocupación para la familia con un recién nacido
en el hogar, por lo que los romanos, supersticiosos por naturaleza invocaban a
una gran cantidad de deidades protectoras que velaban por cada una de las
actividades cotidianas en las que el bebé se veía envuelto.
Pintura de Guglielmo Zocchi |
Vitumnus le daba vida al niño en el momento de nacer, Vaticanus le enseñaba a iniciar el
llanto, Rumina le cuidaba cuando era
amamantado, Cunina le mecía en la
cuna, Fabulinus y Locutius le
enseñaban a hablar y Statilinus le
ayudaba a mantenerse en pie… y así con todo lo que iniciaba el niño.
Esa misma influencia de la superstición llevaba a los
miembros de la familia a realizar ciertas prácticas que creían podrían proteger
la vida del recién nacido del mal de ojo.
“Mira cómo una abuela o una tía
materna llena de supersticiones levanta de su cuna a un niño y con el dedo
infame y saliva lustral empieza por purificarle la frente y los húmedos labios,
pues es experta en conjuros contra el aojamiento. Luego sacude al lactante con
sus manos, y su voto ferviente osa
empujar la frágil esperanza hacia los latifundios de Licino y los grandes
palacios de Craso: «Que el rey y la reina le deseen como yerno, que las jóvenes
se lo arrebaten, que allí donde haya pisado nazcan rosas». Pero yo estos votos,
no se los confío a una nodriza. ¡Niégaselos, Júpiter, aunque te los haga
vestida de blanco!” (Persio, Sátiras, II)
El dies lustricus era el día en que el niño
se honraba públicamente con ofrendas a los dioses, se le presentaba oficialmente
a los Lares para recibirle como nuevo miembro de la familia y de la sociedad,
se le obsequiaba con regalos y el padre ofrecía
un banquete para los invitados. Se
esperaba unos días tras el nacimiento para ver si el recién nacido salía
adelante y no había que lamentar su pérdida.
“¿Por qué a los
niños varones les dan nombre a los nueve días y a las niñas a los ocho?
¿Acaso el hecho de que a las niñas se les dé primero
tiene por motivo su naturaleza? Pues lo femenino crece, madura y llega a su
perfección antes que lo masculino.
De los días toman los que siguen al séptimo; pues el
séptimo es peligroso para los recién nacidos, entre otras razones, también por
la del cordón umbilical. Pues en la mayoría de los casos se separan el séptimo día, y hasta que queda
libre, el recién nacido se asemeja más a una planta que a un niño.”
(Plutarco, Cuestiones Romanas, 102)
En ese día,
el octavo para las niñas y el noveno para los niños, se les otorgaba su praenomen, nombre con el que serían conocidos en su entorno, y se les colocaba la
bulla al cuello, una cápsula o saquito conteniendo amuletos que les protegerían
durante su infancia. Las niñas podían lucir un objeto en forma de media luna llamado lunula con la misma función protectora.
Niño con bulla, Museos Vaticanos, foto de Samuel López |
“Pero- ¡oh el más preclaro de los jóvenes! Te dirijo un
reproche nada fácil y hasta me irrito, en tanto en cuanto pueden irritarse a aquellos que se
quieren: ¿he merecido yo conocer una nueva tan gozosa por lo que cuenta el vulgo? Y,
cuando profería sus berridos tu tercer hijo, no vino a darme cuenta sin demora
una noticia escrita a toda prisa para invitarme a encender en mis aras fuegos
festivos, a engalanar mi lira, a coronar mis puertas, a sacar una jarra
ennegrecida por el humo de Alba y a marcar con un canto esta jornada, en lugar
de, tardío y perezoso, cantar hoy, al final, mi buen deseo? Es culpa tuya, y
tuya la vergüenza.
Mas no debo alargar por más tiempo mis reproches: he aquí
que te rodea la multitud alegre de los tuyos y a su padre defiende. ¿A quién no
vencerás con tales huestes?” (Estacio, Silvas, IV, 8)
Se invocaban
en estas ceremonias a los dioses para que protegiesen al niño y se rogaba por la familia para que
proporcionasen al niño las directrices que le permitiese un próspero futuro en el que pudiese servir a Roma según
la función que cada uno tenía asignada: las niñas como honradas matronas y los
niños como ciudadanos ejemplares al servicio del Estado.
“Guardad, patrios penates, con sus vástagos, a esta familia: formen parte de aquellos que prestando su voz y sus recuerdos, sostengan nuestra urbe, agobiada del paso de los años y de sus avatares numerosos, y la conserven con su verde nombre.”
Que su padre les muestre su talante amble y su abuelo su generosa esplendidez, y uno y otro su amor por la belleza de la virtud. Sin duda sus recursos y su cuna permiten a la niña, en sus primeras nupcias, trasponer unas puertas patricias, y a sus hermanos en el umbral apenas de sus años viriles, a poco que los guarde la deidad, favorable a los buenos, del invencible César, trasponer los umbrales del Senado romuleo.” (Estacio, Silvas, IV, 8)
Pintura de Guglielmo Zocchi |
Además de la
bulla a los niños se les podía poner una cadenita con colgantes que
representaban distintas figuras hechas de metal y que sonaban al golpearse
entre sí, además de ser un talismán contra los maleficios. Este objeto se
llamaba crepundia y servía para
identificar al niño en caso de pérdida, secuestro o exposición, ya que algunos
de los colgantes podían indicar el nombre del bebé o el de uno o ambos padres.
Hay unos dijes. …
DÉ.— ¿Cómo son? ve describiéndolos en detalle.
PA.— Hay primero una espadita de oro con una inscripción.
DÉ.— Di, pues, qué es lo que pone la inscripción.
PA.— El nombre de mi padre. Después, al lado, hay un
hacha pequeña de doble filo, también de oro y con inscripción; ahí en el hacha,
va el nombre de mi madre.
DÉ.— Un momento.
Di en la espada cuál es el nombre de tu padre.
PA.— Démones. …
DÉ.— Di ahora cuál es el nombre de tu madre que está aquí
en el hachita.
PA.— Dedálide. …
PA.— Después hay una pequeña hoz de plata y dos manitas entrelazadas y una cerdita. …
PA.— También hay una bolita de oro que me regaló mi padre
un día de mi cumpleaños.
DÉ.— Ella es, seguro. No puedo contenerme de abrazarla.
Hija mía, salud: yo soy tu padre, yo
soy Démones, y Dedálide, tu madre, está ahí dentro, en casa.
PA.— ¡Salud, padre, que no esperaba volver a ver!
DÉ.— ¡Salud, hija,
qué alegría poder abrazarte!
(Plauto, La
Maroma)
Crepundia, Museo John Hopkins, Baltimore, Maryland |
Para el pater familias preocupado por su
honor la mayor prueba de la legitimidad
de su descendencia era que sus hijos se pareciesen a él. El parecido físico y
moral al padre daba testimonio de la castidad de la madre, pero esa ideología
tan conservadora se criticaba en la literatura satírica.
“Quiero que un Torcuato pequeñito, desde el regazo de su
madre alargando sus tiernas manos, dulce ría a su padre con su labio
entreabierto; que sea semejante a su padre, Manlio, y fácilmente por todos los
ajenos sea reconocido, y el pudor de su madre indique en su rostro”. (Catulo, Poemas, LXI)
La obsesión por
el parecido con el padre delataba el
miedo al adulterio porque debía ser una práctica habitual, al menos en algunos
estamentos sociales.
Pintura de Guglielmo Zocchi |
El periodo
de la infancia, que se prolongaba hasta más o menos la caída de los primeros
dientes, era considerado como una etapa
difícil y triste en la que el niño nada más nacer era abandonado en un mundo
lleno de peligros tras haber estado protegido en el vientre de la madre, por lo
que lo primero que hacía era ponerse a llorar.
“Y también aquí, el niño, como marinero echado a tierra
por olas implacables, se queda tirado
en el suelo, desnudo y sin habla, necesitado de toda
ayuda para vivir, en cuanto en las orillas de la luz a empellones la naturaleza
lo descarga del vientre materno, y llena la estancia de tristes lamentos, lo
propio de uno al que en la vida le queda por recorrer un trecho tan largo de
males.” (Lucrecio, De Rerum Natura, 222)
De acuerdo a
los médicos de la antigüedad los niños pequeños eran propensos a tener accesos
de ira, por lo que sus mentes, todavía moldeables, debían acostumbrarse a
obedecer y conformarse y si protestaban debían ser reprendidos e, incluso,
golpeados. Galeno recomendaba que se les bañara antes del desayuno. Los
primeros alimentos sólidos eran cereales o pan mojados en miel, agua o vino. Para
el dolor de dientes, cuando los pequeños los están echando, uno de los momentos
más dolorosos de la infancia, Plinio tiene varias recetas:
“Las encías frotadas con leche de cabra y sesos de liebre
hacen denticiones más fáciles” (Historia natural, XXVIII, 259).
Los malos
cuidados, la nutrición inadecuada, las infecciones y, también, la poca exposición al sol
provocaban una alta mortalidad entre los niños durante sus primeros meses de
vida, por tanto muchos padres intentaban no encariñarse demasiado con sus hijos
recién nacidos. Algunos mostraban indiferencia ante la frecuencia de su pérdida o extremaban sus atenciones con
el objeto de evitar lo irremediable.
Retrato infantil, El Fayum |
En el caso
de la muerte de los niños de días o pocos meses los enterramientos se producían
sin que apenas se enterase nadie y a unas horas en las que pasaban
inadvertidos, además de no dedicar ningún epitafio a su recuerdo, porque se
pensaba que por su corta edad no habían entrado a formar parte de la sociedad.
En el caso
de niños que ya habían superado un año estos suponían una alegría para la familia,
pero una pena al morir para sus padres que
se reflejaba en los recordatorios que se pueden encontrar en las obras literarias
y en las inscripciones funerarias que les dedicaban a sus pequeños.
El escritor
Quintiliano expresa su tristeza ante la pérdida de uno de sus hijos:
Escultura romana, County Art Museum, Los Angeles |
Los niños hasta la edad de siete años permanecían al cuidado
de la madre y los sirvientes, dedicados al juego y a aprender a relacionarse
con los suyos. A partir de esa edad los niños pasaban a ser tutelados por el
padre, quien se encargaba de enseñarles sus primeras nociones y les
adoctrinaban sobre las costumbres y tradiciones familiares y sociales. Se
aconsejaba poner grandes esperanzas
sobre los hijos porque así los padres se esforzarían en su educación.
Detalle de mosaico de la caza, Villa del Casale, Piazza Armerina, Sicilia |
“Cuando ya empezaba a
comprender, él mismo (Catón) se encargó de enseñarle las primeras letras,
aunque tenía un esclavo llamado Quilón, bien educado y que enseñaba a muchos
niños; porque no quería que a su hijo, como escribe él mismo, le reprendiese o
le tirase de las orejas un esclavo, si lento en aprender, ni tampoco quería
agradecer a un esclavo tal enseñanza. Por tanto, él mismo le enseñaba las
letras, le daba a conocer las leyes y le hacía practicar la gimnasia,
adiestrándole, no sólo a tirar con el arco, a manejar las armas y a llevar un
caballo, sino también a pegar con el puño, a soportar el calor y el frío y a
vencer nadando contra las corrientes y
los remolinos de los ríos. Dice, además, que le escribió la historia de su
propia mano, y con letras grandes, para que el hijo pudiera aprovecharse de los
medios de su casa para el uso de la vida, de los hechos de la antigüedad y de
los de su patria.” (Plutarco, Vida de Catón, III, 20)
Durante la infancia se intentaba potenciar la obediencia a
la autoridad del padre y el cariño y respeto por la madre que debía prolongarse
hasta la edad adulta. Como muchos niños quedaban huérfanos de madre por la
muerte en los partos y de padre por las guerras ese respeto se derivaba a veces
a las nodrizas y esclavos encargados de su crianza y educación, aunque el
futuro de esos huérfanos a veces era motivo de preocupación para el entorno de
los niños.
“¡Qué triste y cruel ha sido el
destino de las hermanas Helvidias! Ambas murieron como consecuencia de sus
partos, ambas después de haber dado a luz una hija. Estoy abatido por el dolor,
y sin embargo, no creo que mi sentimiento sea exagerado… Me preocupa vivamente
la suerte de esas niñas que han quedado huérfanas de sus madres nada más
nacer.” (Plinio, Epístolas, IV, 21)
Los niños se consideraban los herederos naturales del patrimonio de la familia y transmisores de
la virtud heredada de los antepasados. La familia atendía su educación para que
posteriormente pudiera servir al Estado con su carrera política o militar o con
su trabajo en el sector agrícola y artesanal. Tanto los ricos como los pobres
esperaban que sus descendientes se encargasen de prepararles un enterramiento y
ritual funerario digno y por ello en las lápidas se encuentra a menudo la
dolorida queja de unos padres que han enterrado a unos hijos que debían haberse
ocupado de sus tumbas:
“Y quienes debían preparar la
sepultura de sus padres, esos han muerto y se ornan con las imágenes que han
elegido sus dolidos padres.”
Pintura de Oliver Rhys |
Pero con el tiempo y el olvido de las viejas tradiciones las
quejas se derivaban hacia las consecuencias que una vida demasiado cómoda podía
suponer para los niños en su vida adulta y existía la creencia de que
permanecer mucho tiempo bajo el cuidado de la madre podía enternecer o afeminar
el espíritu de los niños varones, por lo que se recomendaba evitar los mimos,
los regalos y los lujos para acostumbrar a los pequeños a las dificultades de la
vida. La idea era que las malas costumbres se aprendían en casa durante la
niñez y se mostraban en los actos
públicos durante la edad adulta.
“¡Ojalá
no corrompiéramos nosotros las costumbres de nuestros hijos! Desde el principio
hacemos muelle la infancia con regalos. Aquella educación afeminada, que
llamamos condescendencia, debilita el alma y el cuerpo. ¿Qué mal deseo no
tendrá cuando grande, el que no sabe aún andar y se ve ya vestido de púrpura?
Aún no comienza a hablar, y ya entiende lo que es gala y pide vestido de grana.
Les enseñamos el buen gusto del paladar antes de enseñarlos a hablar. Crecen en
sillas de manos, y si tocan en tierra, por ambos lados hay criados que los
levanten en los brazos. Si prorrumpen en alguna desenvoltura mostramos contento
de ello. Aprobamos con nuestra risa, y aun besándolos, varias expresiones que
se les sueltan, que aun en medio de la licencia de Alejandría serían
intolerables. No es extraño:
nosotros se las enseñamos y a nosotros nos las oyeron.” (Quintiliano, Inst. Oratoria, I, 2,
1)
Mosaico romano, Museo Palacio de Estambul |
De la
infancia se pasaba a una etapa en la que los niños se denominaban pueri, puer el niño y puella la
niña. Si durante la anterior edad el niño (infans),
de hasta siete años, no era responsable
de sus acciones, al puer se le
consideraba capaz de ir tomando poco a poco responsabilidades hasta asumir las
del matrimonio con doce años las niñas y catorce los niños, como edades
legales.
Niña romana, Museo Nacional Romano, Palazzo Massimo, Roma, foto de Samuel López |
Las niñas a
partir de los diez u once años se dedicaban junto con las madres a realizar las
tareas propias de las matronas, que deberían desempeñar tras su casamiento,
como aprender a hilar y tejer y dirigir a los esclavos en sus tareas
domésticas. Todavía en época cristiana
San Jeronimo en su carta 107 a Leta da consejos de cómo educar a su hija entre
los que incluye la dedicación a tareas propias de su sexo, como saber utilizar
el huso y la rueca.
Se intentaba
que las niñas aprendiesen desde muy temprano a comportarse como lo hacía una
mujer casada y se valoraba que adquiriese las virtudes propias de una matrona
digna de la más alta consideración. Cuando llegaba el momento de su matrimonio,
si este se realizaba cuando aún era una adolescente, alrededor de los doce a
catorce años, abandonaba sus juguetes y los presentaba como ofrenda a los lares.
La sociedad sabía apreciar la educación que los padres proporcionaban a las
hijas resaltando las cualidades que la llevarían a conseguir un buen
casamiento.
Retrato de niña, El Fayum |
Plinio expresa
la pena que le produce la muerte de la jovencísima hija de un amigo cuando iba a
casarse y exalta las virtudes que la caracterizaban:
“No había cumplido aún trece años y ya mostraba la
sabiduría de una anciana y la dignidad de una madre de familia, al mismo tiempo que conservaba, no obstante, la dulzura
de una niña y el pudor propio de una joven virgen. ¡Qué muerte tan cruel y
prematura! ¡Y aún más desgraciado que la propia muerte fue el momento en el que
ésta le sobrevino! Estaba ya comprometida con un excelente joven, se había
elegido ya la fecha de la boda, los familiares y amigos habíamos sido ya
invitados. ¡En qué tristeza se trocó esa alegría! (Plinio, Epístolas, V, 16)
Algunos de
los niños nacidos de padres esclavos en la domus
de un noble patricio o un adinerado miembro de la sociedad se criaban como los propios hijos del dominus y algunos gozaban de un
trato y cariño especial.
“Aún están
recientes las cenizas de Eroción, a quien la dura ley de los peores hados
arrebató en su sexto invierno, pero no cumplido, a ella que era mi ternura, mi
gozo, mis delicias. Y mi amigo Peto me prohíbe estar triste y, al par que se da
golpes de pecho y se mesa los cabellos, me dice: “¿No te da vergüenza de llorar
así la muerte de una esclavita, nacida en tu casa?” (Marcial, Epigramas, V,
37)
Los niños
varones de clase alta podían acompañar a sus padres cuando salían a cumplir con sus obligaciones
sociales en el foro, la basílica o el senado, e, incluso, a visitar patronos o
clientes, para aprender a tener en
cuenta los valores propios de su clase social.
“¿Ves cómo el pequeño Régulo, con tres años todavía no
cumplidos, elogia también él a su padre al oírlo y deja el regazo materno
cuando ve a su progenitor y entiende como suyas las alabanzas a su padre? Al
nene le gusta ya el clamor y el tribunal de los centunviros y la gente apiñada haciendo
corro y la basílica Julia.” (Marcial, Epigramas, VI, 38)
Joven romano, Museo Metropolitan, Nueva York |
Tanto los
niños como las niñas asistían a las fiestas religiosas públicas y participaban en
los ritos domésticos celebrados ante el lararium.
Los niños comían con los padres en las cenas familiares y en casos de
banquetes o celebraciones a veces se sentaban a los pies de los lechos de los
padres en el triclinium, siguiendo
una tradición que venía desde antiguo.
“Sus hijos asistían a todas sus comidas, y con ellos, los
nobles jóvenes de ambos sexos, según antigua costumbre, comían sentados al pie
de los lechos.” (Suetonio, Claudio, XXXII)
Los niños y
niñas vestían la toga praetexta hasta
que los primeros empezaban a vestir la toga
virilis en su mayoría de edad alrededor de los diecisiete años. Las niñas
lo hacían hasta el momento de su matrimonio en que cambiaban sus vestidos por
los de la mujer casada.
“Cuando estuve recientemente en mi ciudad natal, acudió a
presentarme sus respetos el hijo de uno de mis paisanos, vestido con la toga praetexta. Le pregunté si estaba
estudiando. Me respondió que sí.” (Plinio, Epístolas, IV, 13)
Los hijos de los artesanos aprendían el oficio familiar y ayudaban en el negocio y los hijos de los campesinos trabajaban en el campo para contribuir a la economía de la familia.
Los hijos de los artesanos aprendían el oficio familiar y ayudaban en el negocio y los hijos de los campesinos trabajaban en el campo para contribuir a la economía de la familia.
En el siglo I
d. C. surgieron en Roma fundaciones benéficas dedicadas a proporcionar
alimentos a niños y niñas de familias
pobres. Tuvieron su punto culminante en el siglo II y empezó a decaer en el III
d. C. para desaparecer en el IV con la creación de otras fundaciones
cristianas.
En cuanto al
modo de funcionamiento de las fundaciones alimentarias (alimenta) habría que hacer
una distinción entre las privadas y las públicas, como la de Trajano, que son
las mejor documentadas. En éstas el
emperador entregaba de su patrimonio, parece ser que del Tesoro, unos préstamos
en metálico al 5% o 6% anual –su cantidad podría depender de cada ciudad- a
propietarios de tierras que entregaban en garantía hipotecaria éstas, para que
con los intereses que se ingresaban directamente en la caja de la ciudad, se
distribuyeran, periódicamente, alimentos
o dinero a los niños y niñas de la localidad, hasta los 18 años para los
varones y los 14 años para las niñas. Estas ayudas se destinaban a los niños
nacidos libres y principalmente eran los varones los destinatarios
mayoritarios.
La
distribución de estos alimentos parece haber debido al intento de fomentar la
estancia de las familias campesinas en el campo en vez de emigrar a la ciudad,
y al pensamiento ético de los dirigentes de ser reconocidos y agradecidos por sus
compatriotas, ya que serían así
eternamente recordados por su labor solidaria. El que los varones fueran más
beneficiados respondía con toda
probabilidad a la necesidad de los
emperadores de aumentar la población para poder tener soldados que reclutar para
las continuas campañas bélicas que emprendían.
“Fueron casi cinco mil niños, nacidos libres, padres
conscriptos, a los que buscó, encontró e incluyó en la lista de los
beneficiarios de la munificencia pública la liberalidad de nuestro Príncipe.
Estos a los que el Estado cría a sus propias expensas se convierten en su más
firme sostén en tiempo de guerra y en su ornamento más preciado en la paz, y
aprenden, así a amar la patria, y no sólo como su patria, sino también como su
nodriza.” (Plinio, Panegírico de
Trajano, XXVIII)
Relieve con reparto de alimentos de Trajano, Museo de la Civilización Romana |
La beneficencia privada que intentaba ayudar
económicamente a los niños más desfavorecidos también estaba implantada en la
sociedad romana. Se hacían aportaciones a comunidades o municipios para que
repartieran alimentos a los niños necesitados buscando quizás un reconocimiento
social en vida, o bien se destinaba una parte del legado testamentario a la
distribución de dinero entre los niños de un lugar durante unos días o tiempo
determinado.
Plinio el
Joven aconseja a un amigo como legar una cantidad de dinero a los residentes de
su municipio al igual que él hizo con los niños y niñas nacidos de padres
libres del mismo municipio.
“Me pides
mi opinión sobre la mejor manera de conseguir que también después de tu muerte
los habitantes de nuestro querido municipio continúen disponiendo de una suma
de dinero como la que tú ahora les has donado para la celebración de banquetes
públicos… No encuentro, ciertamente, nada más adecuado que lo que yo mismo
hice: con el deseo de asegurar los quinientos mil sestercios que había
prometido destinar a la alimentación de los niños y niñas de nuestro municipio
nacidos de padres libres, mediante una venta ficticia por esa cantidad cedí al
agente del tesoro municipal uno de mis terrenos allí valorado en mucho más que
ese dinero, y seguidamente lo arrendé por una suma anual de treinta mil
sestercios.” (Plinio, Epístolas, VII, 18)
Niño, Museo de Trípoli, Líbano Foto de Sebastiá Giralt |
Algunos
niños nacidos libres eran introducidos en el mercado laboral mediante un
contrato de aprendizaje en el que el propietario de un taller o negocio firmaba
junto a los padres o tutores del niño o niña un contrato por el que el menor
trabajará y aprenderá el oficio del patrón a cambio de un salario y la
manutención.
“ En el año 13 d. C.
en Tebtynis, nomo de Arsinoite, provincia de Egypto:
Orsenouphis (también llamado) Psosneus, hijo de Kalales,
tejedor, reconozco que estoy en la obligación de enseñar a Helena, la esclava
de Herakleon, hijo de Eirenoios, el oficio de tejedora, como yo lo conozco,
durante dos años y seis meses a partir de Phamouthi del presente año de César,
para que Helena sea alimentada y vestida durante el tiempo dicho. Yo daré una
túnica de ocho dracmas de plata. Y si no la enseño, o se considera que no sabe
lo que se le ha enseñado, se le enseñará a mi costa. Herodes, hijo de Herodes,
lo escribió porque se lo pidió ya que no sabe escribir; (de otra mano) Yo, Herakleon,
hijo de Eirenaios ha dejado como aprendiza la mencionada esclava como se citó
anteriormente.” ( Papiro de Oxirrinco, Apis record: Michigan. Apis.3178)
Niño con cucullus, Museo Nacional Romano, Foto Carole Raddato |
Los campesinos optaban en caso de necesidad por vender a sus hijos a algún señor de la
ciudad para evitarles la miseria y las fatigosas tareas del campo, además de
recibir ellos algún dinero para subsistir. Casiodoro describe la feria de San
Cipriano en Lucania donde los padres vendían a sus hijos en el mercado.
“Allí de pie estaban los chicos
y chicas con los atributos propios de su sexo y edad, para los que su libertad
y no cautividad impone el precio. Son vendidos por sus padres por una buena
razón, ya que ellos mismos ganan se benefician de su servidumbre. Porque no se
puede dudar de que ganan incluso como esclavos, al pasar de los esfuerzos de
los campos al servicio en la ciudad.” (Casiodoro, Variae, VIII, 33)
De los papiros de Oxirrinco también se conoce la existencia
de instituciones (gymnasia) que acogían a jóvenes procedentes de las
élites urbanas en las que aprendían a convertirse en buenos ciudadanos al
tiempo que conservaban los valores de su grupo social. El entrenamiento en
actividades deportivas y la enseñanza de los principios de la educación
grecorromana les ayudaban a perpetuar su identidad social y mostrar su aptitud
para convertirse en ciudadanos ejemplares cuando llegasen a adultos. Las
relaciones establecidas durante su estancia en el gymnasium podrían ayudarles a tener éxito en sus carreras
profesionales.
Los juguetes
de los niños romanos se hacían de distintos materiales, cerámica, madera, tela
y otros y algunos estaban hechos de forma tosca y otros finamente elaborados
según el nivel social de sus propietarios.
Muñeca articulada,Museo Arqueológico de Tarragona |
Los niños
tenían juguetes relacionados con las actividades que deberían desempeñar en el
futuro, como armas, carros o animales como el caballo. Las niñas jugaban con
muñecas de trapo o articuladas hechas en
terracota o marfil, además de con cacharros en miniatura a imitación de los
usados en la cocina o comedores.
“Para que acabe con rapidez sus tareas recompénsala con un ramito de
flores, una pieza de bisutería o una bonita muñeca.” (San Jerónimo,
Epístolas, 128)
Los niños de
ambos sexos usaban para su diversión aros que empujaban con una vara, yo-yos, peonzas,
o carritos atados a animales. Juegos con más actividad como hacer carreras,
tirar la pelota o el escondite parecen haber formado parte de los momentos de
ocio de estos niños. Incluso imitar a los adultos con juegos de guerra y saltar
y hacer acrobacias sobre los toros hacían las delicias de los niños y jóvenes
romanos.
“Mira cómo salta estos chiquillos sobre unos mansos
novillos y cómo un toro se complace dócilmente con su carga. Éste se cuelga de la
punta de los cuernos, aquél corretea por sus lomos y blande sus armas de cabeza
a cola del buey.” (Marcial, Epigramas, V, 31)
Detalle de mosaico, Villa del Casale, Piazza Armerina, Sicilia |
Los animales
como ponies, perros y aves de colores o parlanchinas formaban parte de los
entretenimientos de los niños ricos.
Plinio
relata como al morir un jovencito su padre manda quemar todos los animales de
su propiedad en la pira funeraria de su hijo.
“El joven poseía muchos caballitos galos tanto de tiro
como de silla; poseía también perros, grandes y pequeños; poseía ruiseñores,
papagayos y mirlos. A todos estos animales Régulo los ha hecho sacrificar
alrededor de la pira funeraria.” (Plinio, Epístolas, IV, 2)
Aunque no
eran juegos específicamente infantiles el de las nueces, las tabas y los juegos
de mesa servían para entretener a los más pequeños.
“Al niño, triste ya por dejar sus nueces, vuelve a llamarlo
el maestro chillón…” (Marcial, Epigramas, V, 84)
Relieve de niños jugando con nueces, Museos Vaticanos |
Los juegos de los niños en las ciudades se desarrollaban en el ámbito doméstico, principalmente los atrios y jardines, o por las calles.
Los niños que jugaban en la calle no estaban exentos de riesgos que podían ser peligrosos.
"Que el atrio gira y alrededor corren las columnas, hasta tal
punto es así que lo creen los niños, cuando dejan de dar
vueltas, que apenas se creen entonces que el
edificio entero no se les caerá encima". (Lucrecio, De Rerum Natura 4,401)
Cerca de las Cien columnas, por donde unas esculturas de fieras adornan el paseo de los plátanos, llama la atención una osa. Jugando con ella, el hermoso Hilas le tocaba sus fauces abiertas e introducía en la boca su tiernecita mano. Pero en el interior del muerto bronce se escondía una rabiosa víbora, con un alma peor que la de la fiera. No advirtió el niño que era una trampa hasta que sintió la mordedura y murió. ¡Qué pena que no era una osa de verdad! (Marcial, Epig. III, 19)
En algunos
hogares acomodados el dominus tenía
un niño esclavo favorito el puer
delicatus, que podía haberse criado en la casa, y al que, gracias a su belleza y sus gracias, podía tratar como alguien a quien mimar y
permitir un comportamiento atrevido y libre, que no se autorizaba a los propios
hijos. Se le mimaba y se le hacía regalos y
también podía conseguir la manumisión. Podía dedicarse al servicio de los banquetes, como
copero y hacer compañía al señor. Algunos eran destinados a satisfacer
sexualmente a su dueño y solo cuando se
convertían en adultos abandonaban esta función. Este tipo de relación estaba
implantada en la sociedad y el límite se encontraba en los niños nacidos
libres, porque la ley los hacía intocables sexualmente, aunque algunos podían verse
tentado por algún adulto, para lo que se les sometía a vigilancia por parte de
padres o cuidadores.
Retrato de Eustyches, Museo Metropolitan, Nueva York |
Algunos
señores lamentaban enormemente la pérdida de estos pueri dedicándoles elegías y epitafios de los que han quedado variados ejemplos.
“Aquel conocido liberto de Mélior, que murió entre el
dolor de Roma entera, breve deleite de su querido patrón, Glaucias, yace
inhumado bajo esta losa en un sepulcro junto a la vía Flaminia. Casto por sus
costumbres, íntegro por su pudor, rápido de ingenio, afortunado por su
hermosura. A sus doce mieses recién cumplidas, apenas añadía el muchacho un
solo año. Caminante que lloras estas pérdidas, ojalá no llores nada.”
(Marcial, Epig., VI, 28)
Bibliografía:
Children´s play as social ritual, chapter 4, Cornelia B. Horn, Late
Ancient Christianity, Virginia Burns (ed), Google Libros.
Children in the Roman Empire:
Outsiders Within,
Christian Laes, Google Libros.
Historia
de la Infancia. Itinerarios educativos, Paloma Pernil Alarcón, Aurora
Gutiérrez Gutiérrez, Google Libros.
Vida
religiosa en la Antigua Roma, Xavier Espluga, Mónica Miró i Vinaixa, Google
Libros.
Morir ante
suum diem, Alberto Sevilla Conde, Niños en la Antigüedad: estudio sobre la
infancia en el Mediterráneo antiguo. Daniel Justel Vicente (ed.), Google
Libros.
La casa
romana, Pedro A. Fernández Vega, Akal ediciones.
La infancia en Roma.“Mientras viví, jugué” Rosario López Gregoris, Las
edades del hombre, Rosa Hernández Crespo y Adolfo J. Domínguez Monedero ( eds).
servicios.educarm.es/templates/portal/ficheros/websDinamicas/134/Aetateshominis.pdf
paidesblog.wordpress.com/2014/11/25/being-a-girl-in-roman-oxyrhynchos/
paidesblog.wordpress.com/2014/11/08/its-worth-a-stay-at-the-gymnasium/
http://local.droit.ulg.ac.be/sa/rida/file/2010/22.Tamayo.pdf,
'Alimenta', una institución a caballo entre la munificencia y la propaganda, José Ángel Tamayo Errazquin