domingo, 30 de octubre de 2016

Magister et Grammaticus, escuela y maestros en Roma antigua



Relieve con escena de escuela romana, Rheinisches Landesmuseum Trier,
foto Shakko/Wikipedia

La educación, como parte de la cultura y la civilización romana, sufre la misma evolución que Roma y su imperio a lo largo de su historia, y se ve afectada por la helenización que afecta a todo el mundo romano a partir del siglo III a. C., y por el hecho de que el sistema educativo romano se mantiene estrechamente relacionado con la política del Estado.
La educación en Roma se desarrollaba en los primeros tiempos en el ámbito privado y que, como tal, debía ser afrontada dentro de cada familia. No había, por parte del Estado, ninguna organización ni reglamentación por lo que la educación que debían recibir los niños y los jóvenes estaba desvinculada de la administración. Hacia finales de la República se quejaba Cicerón de esa falta de organización en la educación que no establecía las diferentes etapas ni las funciones de los diferentes maestros.
Sin embargo, el escritor Apuleyo, ya en el siglo II d.C. describe de forma poética las tres etapas en las que se dividía la enseñanza en el Imperio y que continuaría hasta su desintegración.

“La copa de las Musas, cuantas más veces se apura y cuanto más puro es su vino, tanto más ayuda a la sabiduría del alma. La primera copa, la que nos brinda el maestro de escuela, nos saca de la ignorancia; la segunda, la del gramático, nos provee de conocimientos; la tercera, la del rétor, nos proporciona las armas de la elocuencia.” (Apuleyo, Florida, XX, 3)


Mujer leyendo, Pompeya


Desde los primeros tiempos la madre era la maestra en casa hasta que el niño cumplía los siete años; ella era la encargada de la educación de los hijos.  Durante la República, ella era la responsable de dirigir y corregir al niño, en los juegos, en los descansos o en los estudios, teniendo siempre muy presente que, en el futuro, el niño convertido en adulto debería cumplir con honradez sus deberes cívicos. Esta educación transmitida por la madre a su hijo es eminentemente moral, con defensa de los ideales de familia y patria y respeto a la ley.

“Pero antes hablaré de la severa disciplina de nuestros antepasados sobre el modo de educar a los hijos y formarles el corazón. En primer lugar, desde el principio, el hijo que le daba a cada uno su casta madre, no en la choza de una alquilada nodriza, sino en el seno, y entre los brazos de la buena madre, era educado, cuya principal loa era saber cuidar de su casa y mirar por sus hijo… Asi sabemos que se gobernaban en su educación Cornelia, madre de los Gracos; Aurelia, de César y Atia, de Augusto; cuya enseñanza y severidad tenían por mira, el que el natural de cada uno, sencillo y puro, y no viciado con ninguna maldad, recibiese en lo íntimo de su ánimo las artes liberales, y que ya se inclinase a la milicia, ya a la jurisprudencia, ya al estudio de la elocuencia, sólo en esto se ocupase, y todo entero lo aprendiese.” (Tácito, Diálogo de los oradores, 28)


Cornelia y sus hijos, Pintura de Joseph Benoit, Suvée

A partir de los siete años, los niños, pasaban al control paterno y era el padre el que enseñaba a su hijo los fundamentos de la religión, la moral y la ley. Las niñas quedaban bajo el control de la madre con quien aprendían las labores de la casa, el hilado y el tejido de la lana, no obstante, algunas recibían educación en las escuelas y las que pertenecían a las clases ricas o acomodadas tenían maestros en casa, al igual que los hijos varones, con quienes aprendían las mismas materias, convirtiéndose algunas en mujeres eruditas y protectoras de las artes y las letras.

“Te estoy escribiendo esta carta en medio de una gran aflicción: la hija menor de nuestro querido amigo Fundano ha fallecido… ¡Como amaba a sus nodrizas, a sus pedagogos, a sus maestros, a cada uno de acuerdo con su tarea! iCon qué inteligencia, con qué interés se aplicaba a la lectura de sus libros.” (Plinio, Epis. V, 16)


Retrato de una niña, Museo de Arte de Viena

El paterfamilias romano asume con esmero el papel de educador, buscando en el niño la salud física, el desarrollo del intelecto y la firmeza moral, con la pretensión de hacer un hombre que supiera desenvolverse en la vida, manteniendo un carácter sobrio y templado, con fuertes principios morales, y respetuoso con la religión.

“…debo desear y esforzarme dentro de mis posibilidades para que tu hijo sea semejante a su abuelo. Crecerá semejante a todos ellos solamente si ha recibido desde el principio una buena educación, que dependerá en gran medida de quien vaya a ser su maestro. Hasta ahora su edad infantil le ha retenido a vuestro lado, ha tenido maestros en el hogar, donde los errores tienen poca o ninguna cabida.” (Plinio, Epis. III, 3)

La educación en casa era un privilegio de las clases más ricas y conservadoras de la República, que querían consolidar y perpetuar determinados privilegios socio-políticos y económicos de la clase gobernante y que se mantendría durante los primeros tiempos del Principado. Ante la falta de un pater familias que se hiciera cargo de la educación de los niños, esta se confiaba a parientes o amigos mayores que se guiaban por su experiencia.

“Desde tiempo inmemorial estaba establecida la costumbre de que aprendiésemos de nuestros mayores no solo escuchando, sino también observando experiencias que luego nosotros mismos debíamos practicar y en su momento transmitir a nuestros jóvenes… Todos tenían a su padre coma maestro, y si alguien no tenía padre, algún miembro ilustre de su familia de edad avanzada ejercía el papel de tal.” (Plinio, Epis. VIII, 14)


Detalle de un sarcófago con maestro y alumno

Por la profunda helenización de la aristocracia romana las familias de la nobleza utilizaron preceptores griegos para la educación de sus hijos.
Livio Andrónico de origen griego, fue hecho esclavo en Tarento en el año 272 a. C, y llevado a Roma, y como era costumbre en la época, fue preceptor de los hijos de la gens Livia. Después de ser manumitido, abrió una escuela y se dedicó a la enseñanza utilizando lecturas comentadas de obras griegas. El mismo escribió sus propias obras, como harían muchos docentes.



 Cicerón mantuvo una complicada relación con un preceptor, liberto de su amigo Ático, al que confió la educación de su hijo y su sobrino. En un principio se muestra muy satisfecho con el trabajo de éste. Posteriormente alaba su carácter, a pesar de las quejas de los jóvenes por su mal temperamento. Con el tiempo se siente defraudado por su ausencia que él achaca a su falta de agradecimiento, pero que podía deberse a que el profesor, buscase más alumnos, no siéndole posible mantenerse solo con lo recibido en casa de Cicerón. Finalmente hay una reconciliación que permite al famoso orador olvidar las faltas de Dionisio.

“Estoy en excelentes relaciones de amistad con Dionisio, aunque los niños dicen que se pone furioso cuando se enfada; pero un hombre no puede llegar a ser más sabio, ni más virtuoso, ni más afectuoso contigo y conmigo.” (Cartas a Ático, 115)

Te mando a Dionisio, que arde por estar contigo, aunque, por Hércules, no de buena gana; pero hubo que ceder. Desde luego lo conozco como a hombre instruido (esto ya lo sabía de antes), pero además virtuoso, muy servicial, interesado incluso por mi gloria, discreto y, para no darte la impresión de elogiar en él a un liberto, un perfecto hombre de bien. (Cartas a Ático, 127)

Tu Dionisio (sin duda más que nuestro) sobre cuyo carácter, aun conociéndolo yo bastante, me atengo más a tu juicio que al mío, se ha mostrado, sin respeto al testimonio que tú muchas veces has dado de él ante mí, insolente a la vista de la suerte que, en su opinión, nos esperaba; suerte cuyo curso gobernaremos con alguna reflexión, en la medida en que humanamente pensando sea posible. ¿Le faltó de nuestra parte alguna consideración, alguna deferencia, o incluso alguna recomendación, aun siendo un hombre menospreciado, ante los demás? Hasta el extremo de preferir que mi juicio fuera censurado por mi hermano Quinto, y en general por todos, antes que regatearle elogios, y ocuparme de que nuestros chicos aprendieran con mi esfuerzo mejor que buscar otro maestro. (Cartas A Ático, 156)


Joven Cicerón leyendo, pintura de Vincenzo Foppa, Colección Wallace, Museo Británico

Como Dionisio, en contra de mis previsiones, ha venido a verme, le he hablado con la mayor franqueza: le he expuesto la situación, le he pedido que me diga sus intenciones; que no pretendo nada de él contra su voluntad. Respondió que no sabe en qué situación se encuentra con respecto al dinero: unos no pagan, a otros todavía no les ha llegado el plazo. Me dijo también algunas otras cosas sobre su modesta servidumbre, por lo cual no podía permanecer con nosotros. Le seguí la corriente. Lo dejé marchar, a disgusto, como maestro de los niños, pero sin pena, como hombre desagradecido. (Cartas a Ático, 159)

Nuestro Dionisio se queja amargamente, y sin embargo con razón, de estar tanto tiempo alejado de sus discípulos. Me ha escrito con muchas palabras, y creo que también a ti. Por cierto, a mí me parece que estará todavía más tiempo ausente. Y no quisiera; pues lo echo mucho de menos. (Cartas a Ático, 304)

La aristocracia romana, al mismo tiempo que educaba a sus hijos a la manera griega, como lo haría un griego culto, suma a esa educación extranjera un ciclo paralelo de estudios, que, aun siguiendo el modelo de las escuelas griegas, introduce la lengua latina y otras disciplinas que los romanos consideraban esenciales en la educación.


Ilustracion de Alejandro y Aristóteles

 Será a partir de Vespasiano cuando la aristocrática cultura familiar y privada sería sustituida por una enseñanza pública, que provocaría la caída de la nobleza de origen republicano.
Ya a partir del siglo II a. C. se había hecho habitual, al menos en las ciudades, llevar los niños a la escuela (ludus litterarius) para ser enseñados por un maestro (litterator) que tendrá la función delegada del padre para enseñar a sus hijos. El carácter eminentemente urbano de la educación romana hace que las escuelas se configuran en torno a los municipios con el objetivo de formar a los miembros de las oligarquías urbanas, que van a dirigir las instituciones que los gobiernan.
Tito Livio menciona la existencia de escuelas al principio del siglo IV en algunas ciudades latinas, como Tusculum.

“Dentro de la ciudad (Tusculum) se encontró con que las puertas de las casas que se hallan abiertas y todo tipo de cosas expuestas para la venta en los puestos; todos los trabajadores ocupados en sus tareas respectivas, y las escuelas resonando con el tarareo de las voces de los niños que aprendían a leer…” (Tito Livio, VI, 25)

Aunque parece que existieron algunas escuelas rurales los escolares, cuyas familias podían permitírselo, se trasladarían a las ciudades para poder continuar su formación una vez aprendidos los elementos básicos de la lectura y de la escritura.



Niño y pedagogo, Museo Walters, Baltimore

Los romanos adoptaron la costumbre griega del esclavo acompañante del niño a la escuela, al que denominaban con su nombre griego de paedagogus. Su labor consistía en vigilar su conducta moral y su modo de vestir tanto en casa como en la ciudad; asimismo, le reprendía si se comportaba de forma inadecuada, le acompañaba en sus salidas, y asistía con él a las lecciones. Por su origen, generalmente griego, podría introducir a su discípulo en el estudio del idioma.

“Fuiste, Caridemo, el mecedor de mi cuna y el guardián y compañero asiduo de mi infancia. Ya se ennegrecen los paños del barbero con la barba que me corta y mi chica se queja porque se pincha con mis labios. Pero para ti no he crecido: te tiene horror mi cortijero, ante ti tiembla mi intendente, ante ti mi propia casa. Tú no me permites ni jugar ni enamorarme; quieres que a mí no se me consienta nada y quieres que, a ti, todo. Me reprendes, me vigilas, me das las quejas, lanzas suspiros y a duras penas se domina tu cólera para no echar mano a la férula. Si me visto de púrpura o me perfumo los cabellos, exclamas: “¡Nunca habría hecho eso tu padre!”. Y me llevas cuenta, con el ceño fruncido, de las copas que bebo, como si la jarra ésa fuera de tu bodega. Déjame; no puedo aguantar de liberto a Catón. Que ya soy yo todo un hombre, dígalo mi amiga.” (Marcial, Epig. XI, 39)

A los siete años niños y niñas ingresaban en el ludus litterarius, donde permanecían hasta los once o doce años; el lugar de esta escuela primaria se encontraba normalmente ubicado en el foro, y eran bastante simples, hasta el punto de que la separación de la calle se realizaba mediante meras cortinas. Sentados sobre escabeles y con sus tablillas enceradas apoyadas en sus rodillas, los alumnos recibían las enseñanzas del magister ludi, que consistían esencialmente en lectura, escritura, cálculo y recitación.

Estatuilla griega con maestro y alumnos

En primer lugar, memorizaban las letras, luego las sílabas, y finalmente las palabras. Quienes dominaban las letras recibían el nombre de abecedarii, quienes conocían las sílabas syllabarii y los que manejaban bien las palabras nominarii. A continuación, trabajaban con frases breves que, a la vez que ejercitaban el manejo de lo previamente aprendido, proporcionaban una formación moral. Finalmente, accedían a textos de mayor extensión.

Por lo que respecta al cálculo, se trataba esencialmente de aprender los números, para lo cual se utilizaban los dedos o pequeñas piedras o calculi para realizar sencillas operaciones, si bien también se utilizaban ábacos para realizar operaciones matemáticas más complejas.

Ábaco romano, colección,  Peiresc de Harlay, tesoro de la abadía de Sainte-Geneviève),
 foto de Sailko

El sentido práctico de la civilización romana implicaba el aprendizaje del cálculo para desenvolverse en la vida cotidiana y los negocios. Horacio nos deja un ejemplo de ejercicio práctico de contabilidad para niños.

"Los niños romanos en largas cuentas aprenden a dividir el as de cien maneras. “A ver, que diga el hijo de Albino: si de cinco onzas se quita una, ¡qué queda? Venga, que es para hoy.” “Un tercio de as (triens).” “Bravo, podrás conservar tu hacienda. Y si se pone una onza, ¿qué da?”  “Medio as (semis)” (Horacio, Ars Poetica, 325)

El as era la unidad monetaria romana que, en un principio, equivalía a una libra de bronce. La libra se subdividía en doce onzas. Cada una de las doce fracciones posibles tenía un nombre específico, que había que saber para dominar la ciencia contable, y eso es lo que se está practicando en la clase de matemáticas del ejemplo.

Por lo que respecta al método de enseñanza y aprendizaje, se basaba en la memorización, la disciplina y el castigo físico. El siguiente texto de Plauto (255-185 a.C.) ofrece claras muestras de cómo se enseñaba en estas escuelas:

"LIDO. — Sí me preocupo, ni a fe mía que permitiré su corrupción mientras yo viva. Pero tú, que haces de abogado de un hijo tan corrompido, ¿has gozado tú acaso de una educación semejante cuando eras joven? Yo te aseguro que, en los primeros veinte años de tu vida, no te era posible apartarte un dedo de casa sin la compañía de tu preceptor. Si no estabas en el polideportivo antes de la salida del sol, no era chico el castigo que te imponía el prefecto, a lo cual se añadía aún, el que tanto el discípulo como el maestro quedaban entonces en mal lugar a los ojos de todos. Allí se daban al ejercicio de la carrera, la lucha, la jabalina, el disco, el boxeo, la pelota, nada de golfas y de besuqueos. Allí era donde pasaban su tiempo y no en lugares sospechosos. A la vuelta del hipódromo y el polideportivo a casa, te sentabas en tu silla bien vestidito junto a tu maestro; cuando leías, si te equivocabas en una sola sílaba, te ponían los cueros con más manchas que el mantón de una nodriza." (Plauto, Las dos Báquides)

Para aprender a escribir, Quintiliano aconsejaba que los niños practicasen la caligrafía repasando los surcos realizados en las tablillas de cera para fortalecer los músculos de las muñecas y poniendo especial cuidado en que lograsen una escritura limpia y rápida. Habría que evitar que durante los primeros ejercicios de escritura el niño utilizase palabras vulgares, y que aprendiera a leer como si estuviera cantando.



Este maestro, también llamado litterator, en pocas ocasiones se beneficiaba de los favores y exenciones otorgados a los docentes, pues su labor no era apreciada como un servicio valioso para la ciudad, como se pone de manifiesto en el Edicto de Precios de Diocleciano, donde se le atribuye un sueldo de 50 denarios mensuales por alumno, cifra indudablemente muy inferior a la de un carpintero o albañil.

¿Qué tienes tú que ver con nosotros, criminal maestro de escuela, cabeza odiosa para los niños y las muchachas? Todavía los gallos de altiva cresta no han roto el silencio y ya truenas con cruel murmullo y azotes. Tan profundamente resuenan los bronces al ser golpeados los yunques, cuando un obrero coloca a un abogado en la grupa de un caballo; más moderadamente se enfurece el griterío en el gran anfiteatro, cuando el grupo de sus partidarios anima a un escudo vencedor: los vecinos te pedimos dormir, no toda la noche: estar despierto no tiene importancia, pero estar despierto permanentemente es mortal. Deja marchar a tus alumnos. ¿Quieres, charlatán, recibir por callar lo mismo que recibes por gritar? (Marcial, Epig. IX, 68)


Relieve romano con escena escolar

De lo que podía ser un día cualquiera en la vida de un escolar hay un ejemplo tomado de un manual grecolatino para la enseñanza del siglo III d. C., escrito como si fuera el propio estudiante quien estuviera narrando su estancia en la escuela y que estaba destinado a ser memorizado y recitado ante el profesor.

 “Salí (entonces) del dormitorio con el pedagogo y con la nodriza para saludar a papá y mamá. Los saludé y los abracé. Busqué mi recado de escribir y mi cuaderno y se los di al esclavo para que me los llevara. Y, ya todo dispuesto, me puse en camino, acompañado por mi esclavo.
Entré y dije: Salud, maestro. El maestro me abrazó y contestó a mi saludo. El esclavo me alcanzó entonces las tablillas enceradas, el recado para escribir y la regla…
Sentado en mi sitio, alisé la cera y copié la frase. Cuando terminé se lo enseñé al maestro, me lo corrigió y lo calificó. Me pidió leerlo en voz alta. Cuando me lo pidió le di la frase de ejemplo a otro estudiante. Me aprendo las traducciones de memoria. Después un compañero me dictó un texto.
Tú también díctamelo, me dijo. Yo le dije: Primero, debes recitarlo de memoria. Y él me dijo: ¿No has visto que lo recité antes que tú? Está mintiendo, no lo has recitado. Mientras tanto, el maestro pidió a los más pequeños hacer dos grupos. Uno de los mayores le dio a un grupo unas sílabas para deletrear, los otros le recitaron al maestro ayudante listas de palabras en orden. Escribieron las palabras; escribieron líneas de versos, y yo que estoy en la clase avanzada, hice un ejercicio de dictado. Cuando nos sentamos repasé la gramática y el estilo de mis notas. Me preguntaron sobre gramática y respondí… Decliné los diferentes sustantivos, analicé un verso.
Nos dejaron ir a casa. Me cambié, comí pan, aceitunas, queso, higos secos, nueces. Bebí agua fría. Después de comer, regresé a la escuela. El maestro estaba releyendo las lecciones y dijo. Empieza desde el principio.” (Colloquia Monacensia, Hermeneumata Pseudodositheana)




A los once o doce años comenzaba una enseñanza secundaria que se prolongaba hasta que el joven tomaba la toga viril alrededor de los diecisiete años. Esta era impartida por el grammaticus y solo los hijos de las élites locales podían acceder a la misma. Se dedicaba el tiempo al conocimiento teórico de la lengua y al estudio y comentario de los autores griegos y latinos, que podía incluir a autores como Virgilio, Terencio, Salustio y Cicerón. Ejercicios de estilo completaban la formación recibida a ese nivel. En esta etapa el estudio era tan exhaustivo que se recurría al aprendizaje de algunas disciplinas auxiliares como la música, la astronomía, la filosofía y la oratoria. Cuando los alumnos dominaban la lectura y la escritura, perfeccionaban esta última y aprendían a resolver complejos problemas matemáticos.
El maestro de gramática podía desarrollar su trabajo en tres contextos diferentes, los cuales no tenían que excluirse entre sí. La primera opción era ofrecer sus clases en una escuela abierta por él mismo, recibiendo de este modo las pagas directamente de los padres de los alumnos; otra posibilidad era ser contratado y pagado por un particular para enseñar en el hogar, como preceptor doméstico; en último lugar, podía ser nombrado por el consejo de una ciudad para impartir en ella sus lecciones, quedando por tanto a su servicio a cambio de un sueldo.

“Hace poco cuando estuve en mi ciudad natal, vino a saludarme el hijo de un conciudadano que llevaba aun la toga pretexta.
Le pregunté: «¿Estudias?». «Sí», me respondió «¿Dónde?». «En Mediolano». «Por qué no aquí?». Entonces su padre (pues estaba presente e incluso él mismo me había presentado al muchacho) replicó: «Porque aquí no tenemos profesores». «¿Ninguno? Pues os interesa muchísimo a vosotros que sois padres» (casualmente me escuchaban varios padres) «que vuestros hijos estudien preferentemente aquí.
Pues donde vivirían más agradablemente que en su ciudad natal, o dónde podrían ser preservados más virtuosamente que bajo la mirada de sus padres o con menor dispendio que en casa? ¡Cuán poco os costaría, si reunís vuestro dinero, contratar profesores, y añadir a su salario todo que ahora gastáis en alojamiento, viajes, y todas las cosas que hay que comprar cuando se está fuera de casa y fuera de casa todo se compra? Y por ello yo, aunque aún no tengo hijos, estoy dispuesto a contribuir en beneficio de nuestra ciudad, como haría por mi hija mi madre, con una tercera parte de la cantidad que decidáis que es necesario aportar.” (Plinio, Epis. IV, 13)


Retrato de El Fayum

En la escuela superior se incidía en la formación retórica y política de los jóvenes más prometedores y con mayor potencial, una vez que estos finalizaban su instrucción militar entre los 17 y los 20 años. El docente de este grado, generalmente de origen griego, conocido como rethor, precisaba de una formación especial como orador –su condición social, si bien varió en función del momento, era bastante elevada, señalando el poeta Juvenal que Quintiliano podría cobrar hasta 2.000 sestercios anuales por alumno.

“En medio de estos gastos, a Quintiliano bastarán, como mucho, dos mil sestercios: ninguna cosa costará menos a un padre que su hijo. Entonces, ¿cómo es que tiene Quintiliano tantas fincas?
Sáltate este ejemplo de destino excepcional. El hombre afortunado y guapo y vitalista, el hombre afortunado, sabio, noble y de buena familia adhiere y borda una media luna a su calzado negro de senador; el hombre afortunado es asimismo un orador y lanzador de jabalina extraordinario, y aunque coja un catarro, continúa cantando bien.”
(Juvenal, VII, 185)


Joven Marco Aurelio, Museos Capitolinos, Roma, Foto de Marie Lan Nguyen

Los alumnos de esta etapa aspiraban a desarrollar una célebre carrera política tras ejercitarse en la oratoria e intentar alcanzar la elocuencia. Muchos jóvenes aspiraban a lograr una carrera provechosa y crecer socialmente mediante sus estudios. También las elites del estado, de las provincias y de las ciudades siguieron necesitando de la técnica retórica para su uso en los diversos espacios públicos en los que tenían que participar y desenvolverse. Como ejemplo de ello, se puede citar a Plinio el Joven, quien comentaba a propósito de su época juvenil (que coincide con la madurez de Quintiliano) que para los estudios de retórica no había plaza alguna disponible ni siquiera para los jóvenes de las mejores familias, debido a la altísima consideración en que se tenía a este arte.

Convertirse en un buen maestro de retórica podía conllevar alcanzar un buen nivel social y optar a un cargo político que permitiera reconocimiento social y honores por el agradecimiento al noble desempeño de su arte y su cargo.


“Loliano de Éfeso fue el primero en regir la cátedra de retórica de Atenas y rigió también al pueblo ateniense, pues desempeñó en Atenas el cargo de estratego, magistratura ésta que, antiguamente, se encargaba de la leva de tropas y de conducirlas a la guerra y, ahora, se cuida de las vituallas y del abastecimiento de trigo… Este sofista tenía reputación de ser sumamente hábil en su arte, y muy sagaz para elaborar convenientemente las posibilidades dialécticas que hay en la invención apoyada en las reglas, y era un portento en la exposición, sencillo en la concepción de sus temas y en la disposición de sus pensamientos… Percibía generosos emolumentos y enseñaba en sus clases no sólo declamación, sino también los ejercicios retóricos elementales. Estatuas suyas  había en Atenas, una en el ágora y otra en el bosquecillo que, según se dice, había plantado él mismo.” (Filostrato, Vida de los sofistas, I, 23)




La elocuencia, entendida como el arte de hablar en público y de atraer al oyente hacia los propios planteamientos, siguió estando muy de actualidad durante el Imperio, y la formación en sus técnicas siguió constituyendo una necesidad para las clases privilegiadas.

¿Has tenido noticias de que Valerio Liciniano enseña retórica en Sicilia? Creo que aún no, pues la noticia es muy reciente. Este senador de rango pretorio, no hace mucho, era considerado uno de los mejores abogados forenses de Roma; ahora ha decaído de su rango, de modo que ha pasado a ser de senador un exiliado, y de orador un maestro de retórica. Y así en el preámbulo de sus cursos dijo con palabras melancólicas y graves: «iOh Fortuna, como te gustan los juegos! Pues haces de senadores maestros de retórica, de maestros de retórica senadores». Hay tanto rencor, tanta amargura en estas palabras que no me extrañaría que se hubiese dedicado a la enseñanza de la retórica para poder manifestarse en estos términos. (Plinio, Epis. IV, 11)

No existía ningún tipo de formación del profesorado ni se exigía por parte de la administración requisito alguno para ponerse al frente de una clase. La enseñanza era un negocio privado y los alumnos, clientes, por lo que la docencia raramente era una vocación y los que se dedicaban a ella, principalmente la de los más pequeños, lo hacían como único remedio para poder subsistir, sin tener la mayoría de ellos la formación adecuada.

A LOS GRAMÁTICOS GRIEGOS DE BURDEOS
“¿Debo recordar primero a Rómulo tras los demás,
o a las musas áticas de Corintio, de Esperqueo o del hijo de Menesteo, gramáticos? Todos ellos tuvieron un afán intachable por enseñar, unos magros frutos y una débil formación; mas, por haber enseñado en mis tiempos, he de recordarlos.
El tercero de ellos no fue mi maestro, los demás me lo enseñaron en mis primeros años a no ser incorrecto de palabras o a hablar así, sin cuidado; porque, según creo, fue un obstáculo la capacidad demasiado lenta de mi mente y una equivocación perjudicial de mi temprana edad me apartó de las disciplinas griegas.
Que un ligero césped os tape y las cubiertas del sepulcro defiendan vuestras ocultas cenizas, y que la inscripción  de mi palabra os sirva de honor supremo.” (Ausonio, Epitafios, 8)


Detalle del sarcófago del pedagogo, Museo Paleocristiano, Tarragona

La poca estima que se tenía por el estudio de las artes y por la profesión de la docencia animaba a Marcial a aconsejar a un amigo, que le pide que le recomiende un maestro para su hijo, que no lo lleve a aprender con ninguno y que se dedique a una profesión que no tenga que ver con las letras.

“Hace tiempo, Lupo, que buscas preocupado y me preguntas a qué maestro confiar la educación de tu hijo. Te aconsejo que evites a todos los gramáticos y rétores, que no vea ni por el forro los libros de Cicerón ni de Virgilio, que deje a Tutilio con su fama. Como haga versos, deshereda al poeta. ¿Quiere aprender oficios de dinero? Procura que se haga citaredo o flautista de acompañamiento. Si el muchacho tiene visos de ser duro de mollera, hazlo pregonero o arquitecto.” (Marcial Epig., V, LVI Cualquier ocupación da más dinero que las letras)

La baja preparación de los maestros se traducía en los malos y escasos resultados alcanzados por sus alumnos. Por esta razón el célebre orador de Calahorra, Quintiliano, encontraba necesario subrayar la importancia de encontrar buenos maestros, que debían convertirse en ejemplo de virtud y honestidad, y realizar su trabajo con la máxima dedicación y bondad.

“Marco Verrio Flacco, un liberto, se hizo famoso por su método de enseñanza. Para estimular los esfuerzos de sus alumnos, solía hacer competir a los del mismo nivel, proporcionando un tema sobre el que escribir y ofreciendo un premio para el ganador, como un libro hermoso o raro. Poe ello fue elegido como tutor de los nietos de Augusto y se trasladó al palacio con su escuela, sin poder admitir más alumnos. Enseñaba en el atrio de la casa de Catulo, que en esa época formaba parte del palacio y se le pagaba 300 sestercios al año. Murió a una avanzada edad en el reinado de Tiberio. Su estatua se levanta en la parte superior del foro de Praeneste…” (Suetonio, Sobre los hombres ilustres, Gramáticos, 17)


Estatua de Marco Mettio Epafrodito, Palacio Altieri, Roma


Epafrodito de Queronea nació en Grecia y fue esclavo del gramático Arquias que se encargó de su educación. Fue vendido y después liberado por Marco mettio Modesto, prefecto de Egipto, que vivía en Alejandría. Epafrodito se estableció en Roma donde fundó una escuela y una biblioteca con al menos 30.000 volúmenes. Poseía dos casas y publicó varios libros.


Quintiliano denunciaba que muchos docentes intentaban conseguir el respeto de sus alumnos por medio de una dura disciplina olvidando que el maestro no sólo debe respetar a los alumnos, sino que debe tratarlos como si fueran sus propios hijos. Poca amabilidad y brusquedad en el trato parece haber sido lo más habitual en las aulas romanas.

“En alabar las intenciones de los alumnos no sea avaro ni pródigo, porque una cosa –la envidia– engendra desgana en el trabajo, la otra –la loa excesiva– autocomplacencia. Al corregir lo que tendrá que ser corregido no sea desabrido y de ninguna manera utilice improperios, (…) porque algunos maestros reprenden como si tuviesen odio. El mismo maestro dígales cada día algo, o mejor muchas cosas, que los oyentes lleven consigo a casa.” (Quintiliano, Instituciones Oratorias, II, 2)

No solo los alumnos eran maltratados físicamente, sino que los propios maestros eran golpeados por algunos alumnos y además recibían la falta de respeto de los padres que defendían a sus hijos, minando su autoridad como docente.

Filoxeno. — Lido, las costumbres han cambiado.
Lido. — Bien que lo sé, porque antiguamente, hasta después de ostentar un cargo público por voto del pueblo, uno seguía ateniéndose a lo que decía el preceptor; pero ahora, los chicos, ya antes de cumplir los siete años, si les tocas con la punta de los dedos, enseguida le rompen al maestro la pizarra en la cabeza. Si te vas a quejarte al padre, va y le dice al chiquillo: «Muy bien, eso es salir a los tuyos, eres capaz de no dejarte echar la pata». Luego se cita al maestro: «¡Eh, tú!, viejo imbécil, no le pongas la mano encima al niño por haber mostrado que tiene agallas». El maestro se larga con un trapo untado de aceite a la cabeza, tal que fuera una farola. Se termina la sesión después de dictada la sentencia. ¿Es que puede un maestro mantener su autoridad, si es él el primero en recibir palos? (Plauto, Las dos Báquides, III, 3)




Al tratarse de un negocio privado algunos profesores, sin embargo, hacían gala de todo lo contrario, es decir, mantenían una actitud de excesiva benevolencia para intentar mantener al mayor número posible de alumnos como clientes. En algunas clases se permitía incluso que los alumnos saltasen, gritasen o aplaudieran ruidosamente las intervenciones de sus compañeros.

“Ahora bien, de ninguna manera se ha de permitir a los muchachos, como ocurre entre muchos maestros, esa libertad de levantarse de su puesto y dar saltos de júbilo cuando se dispensan alabanzas a uno (…) prontos y arremangados no sólo se ponen ahora en pie los alumnos a cada cadencia final de frase, sino que echan a correr y con desvergonzado jolgorio gritan y aplauden a una.” (Quintiliano, Ins., Or., II, 9)

Algunos maestros al ser incapaces de enseñar por su falta de preparación y no pudiendo imponer su autoridad en la clase acababan dejando a los niños hacer lo que quisieran.

“Un maestro lúdico y descuidado,
un dómine iletrado acoge a la tierna infancia
para obligarle a aprender las primeras letritas.
Pero como no hay medio de asustar a los discípulos
y deja de castigar faltas con la palmeta el muy flojo,
los niños tiran las tablillas y se dedican al juego
Ya este maestro el título de lúdico bien se lo ha ganado.” (Antología Latina, 96)

En cuanto a las clases de retórica, y aunque en este nivel se practicaba mucho más que se memorizaba, el sistema de aprendizaje continuaba siendo muy poco ameno para los alumnos.

“Coge tus tablillas, chico, redacta, vela, perora en causas judiciales y léete una y otra vez las leyes de los antepasados que vienen tituladas en rojo.” (Juvenal, Sátiras, XIV, 192)


Instrumentos de escritura, Museo Arqueológico de Nápoles

El empleo del castigo físico tanto como medio de disciplina como estimulante del estudio (se penalizaba tanto el mal comportamiento como la falta de estudio, la lentitud en el aprendizaje o el uso de la mano izquierda) tenía sus detractores, pero en realidad tampoco tuvo en su contra una fuerte oposición social.

“El bastón que sus pasos guio, la correa, la siempre
preparada férula que la sien de los niños golpeaba, la fusta aceitada y flexible, la suela de sandalia, el bonete que su cabeza calva cubría, Calón, impedido con sus miembros seniles, a Hermes como instrumentos del magisterio ofrenda.” (Antología Palatina, 588)

Un maestro retirado dedica a Hermes los enseres; de su oficio, entre ellos un bastón que tal vez servía de puntero o para castigos graves; varios utensilios para azotar a los alumnos ignorantes o rebeldes, entre ellos la caña o férula con la cual se solía golpear sus cabezas, aparentemente con suavidad.

“Mal vistas en exceso por los niños y gratas a los maestros, palos ilustres, por el regalo de Prometeo, somos.” (Marcial, Epig., XIV, LXXX, Férulas)


Reverso de espejo con escela escolar de azotes, Museo de Bellas Artes de Boston

Los instrumentos de castigo eran formidables e iban desde la caña común, hasta la scutica o látigo, algunos de varias correas, sin olvidar las virgae, esto es, los mazos de mimbres flexibles. En cuanto a los tipos de castigos, uno de los más populares era el catomus: el chico desnudaba espalda y trasero y era levantado por dos compañeros, uno de los cuales, dando la espalda, pasaba los brazos del sancionado sobre sus hombros y agarraba con fuerza sus muñecas, mientras el otro sujetaba en alto por los tobillos; en esta posición, el maestro descargaba su "correctivo" sobre el muchacho rebelde.



Pintura de castigo escolar, Casa de Julia Félix, Pompeya

Para Quintiliano en lugar de recurrir a los golpes lo que había que hacer era, antes de nada, dar consejos a los niños, hablar con ellos para que aprendieran a obrar correctamente y sin maldad; en segundo lugar, controlar frecuentemente el trabajo realizado y, sobre todo, antes de castigarlos averiguar por qué no realizaron tal o cual tarea.

Era habitual que los años pasados en la escuela no resultasen un recuerdo agradable. San Agustín se preguntaba quién no preferiría la muerte antes de volver a la infancia.

“¡Cuántas miserias y humillaciones pasé, dios mío, en aquella edad, en la que se me proponía, como única manera de ser bueno, sujetarme a mis preceptores!  Se pretendía con ello que yo floreciera en este mundo por la excelencia de las artes del decir con que se consigue la estimación de los hombres y se está al servicio de falsas riquezas. Fui enviado a la escuela para aprender las letras, cuya utilidad, pobre de mí, ignoraba yo entonces; y, sin embargo, me golpeaban cuando me veían perezoso. Porque muchos que vivieron antes que nosotros nos prepararon estos duros caminos por los que nos forzaban a caminar, pobres hijos de Adán, con mucho trabajo y dolor.” (San Agustín, Confesiones, III, 9)

Uno de los recursos más interesantes propuestos por Quintiliano para evitar la monotonía era el empleo de juegos. Algunos de los juegos habituales de los chicos podían ser utilizados como recurso didáctico en la escuela, aunque no parece que los maestros de la época hiciesen uso de ellos.





 Quintiliano pensaba que la enseñanza debía ser como un juego en el que se debía felicitar, e incluso premiar, al alumno por haber aprendido algo nuevo, alentando la competitividad contra la desgana.

“Por haber a los niños en bella escritura vencido
Cónaro ochenta tabas recibió y a las Musas
consagró agradecido mi máscara cómica,
uniendo al anciano Cares con el pueril bullicio.”
(Antología Palatina, 219)



Máscara de comedia griega, Museo arqueológico Nacional de Atenas

En el epigrama anterior un alumno ha obtenido como premio ochenta tabas, es decir, dieciséis juegos de cinco. El escolar, agradecido, ha ofrendado a las Musas, en el altar situado en la escuela, una máscara cómica (en teoría podría ser también un cuadro), la que representaba a uno de los personajes típicos de las comedias leídas sin duda en clase, el viejo, probablemente gruñón y avaro, Cares.  
Los avances en el aprendizaje de los más pequeños se premiaban a veces con el obsequio de alguna golosina por parte del maestro.

“… como a veces los maestros se atraen a los niños dándoles galletas para que aprendan de buena gana las letras...” (Horacio, Sátiras, I, 1)

También los padres premiaban los buenos resultados de sus hijos en su aprendizaje y castigaban los malos.

“Y no estaría de más que se te metiera en la cabeza que los padres y las madres, a los hijos que progresan en los distintos oficios, los premian… Van y dicen: «¡Por Zeus!, ¡qué bien ha escrito el niño!, dadle una golosina. no ha escrito bien, no se la deis». El asunto, pues, es importante tanto a la hora de premiar como de castigar.” (Luciano, Sobre El parásito)


Pintura con el nombre de Platón, Casa del Apartamento, Pompeya,
Museo Arqueológico de Nápoles, foto de Carole Raddato

Un buen sistema para ayudar a aprender a leer y escribir era el uso de letras de marfil y como actividad más dinámica se recomendaba recitar las sentencias de hombres ilustres y especialmente pasajes escogidos de poetas. También para conseguir una dicción más suelta y articulada se podían utilizar los trabalenguas.
El juego era importante no sólo para el aprendizaje y para evitar el aburrimiento, sino como medio de información que el profesor podía usar para informarse del carácter de sus alumnos, pues los profesores debían conocer sus aptitudes y personalidad, adaptando el método de enseñanza a sus capacidades y distribuyéndolos en clase de forma que no estuviesen mezclados unos con otros como debía ocurrir con frecuencia.

Según Quintiliano el fin último de la educación era enseñar a los jóvenes a pensar por sí mismos: “¿Por qué otra razón enseñamos a nuestros alumnos, si no es para que algún día dejen de necesitar ser enseñados?” (Quintiliano, Ins. Or. II, 5)


Pintura con el nombre de Homero, Casa del Apartamento, Pompeya,
Museo Arqueológico de Nápoles, foto de Carole Raddato

Quintiliano entendía la educación como un proceso en el que entre el maestro y el alumno debía existir respeto y afecto. Pero la tarea que se propuso no era sencilla porque en esa época la moral se había relajado y muchos culpaban a las escuelas de la vida sin principios que algunos llevaban. Sin embargo, él creía que no era en las aulas donde los alumnos adquirían sus defectos, sino en el propio hogar familiar, en el que las costumbres de los niños empeoraban desde muy temprano:

“¡Ojalá no corrompiéramos nosotros, en nuestra propia persona, las costumbres de nuestros hijos! Desde muy pronto estropeamos la infancia con nuestros mimos y una crianza blanda, que llamamos cariño, que debilita el alma y el cuerpo… No aprenden el vicio en las escuelas, sino que lo llevan de sus casas. (Quintiliano, Ins. Or. I, 2)

En Roma la festividad más importante del año escolar era el 19 de marzo, el día de Minerva; las escuelas se adornaban con flores, había una procesión hasta el templo de la diosa y se hacían ofrendas. Este día era considerado de buen augurio para matricular a los niños en el curso (que comenzaba el 24) y los alumnos llevaban al maestro un regalo que, en los primeros tiempos y en las zonas rurales, se hacía en especie.

“Maestro de escuela, deja descansar a tu inocente cuadrilla. Ojalá que, a cambio, numerosos
melenudos oigan tus lecciones y se encariñen de ti los que hacen coro a tu delicada mesa y que ningún contable ni un rápido escribiente se vean rodeados por un corro mayor. Los días luminosos se abrasan con los fuegos del León y el ardiente julio cuece las mieses ya tostadas. El cuero escítico, erizado de horribles correas, con el que fue azotado Marsias de Celenas, y las tristes palmetas, cetro de los pedagogos, que descansen y duerman hasta los idus de octubre: en el verano, los niños, si están sanos, bastante aprenden.” (Marcial, Epig., X, 62, Vacaciones)


Hombre leyendo, pintura de Herculano, Museo Arqueológico de Nápoles

En cuanto a los periodos vacacionales, se suspendían las clases durante las Saturnales (del 17 al 23 de diciembre); los quinquatrus(del 19 al 23 de marzo), fiesta dedicada a Minerva y durante la época del verano hasta los Idus (quince) de octubre. Según Macrobio en el mes de marzo se pagaba lo que se debía a los maestros.

“En este mes, se les pagaba a los maestros los honorarios que se les debían del año anterior…” (Macrobio, Saturnales, I, 12)

Vespasiano, por ejemplo, introdujo algunas exenciones de los impuestos municipales para los gramáticos y retóricos, que serían ampliadas con posterioridad por los emperadores Antoninos, hasta el punto de que Antonino Pio tuvo que proceder a regularlas, puesto que se habían transformado en gravosas para los municipios, dado que permitían a un elevado número de personas evadirse de sus obligaciones municipales. Vespasiano creó en la ciudad de Roma una cátedra destinada a retórica latina, que desempeñó como primer titular Quintiliano, y otra de retórica griega. Los conflictos religiosos que se produjeron en el Imperio con la entrada de nuevas divinidades y nuevos cultos, como el cristianismo, provocaron que se dudase de la idoneidad de tanto los profesores paganos como de los cristianos para dedicarse a la enseñanza de disciplinas que entrasen en contradicción con sus creencias.
En octubre de 361 el pagano Juliano se convirtió en único emperador y comenzó a aplicar medidas consideradas anticristianas, como el decreto sobre los profesores de junio de 362, prohibiendo a éstos la enseñanza de las letras clásicas, explicando que mal podían impartir unas materias que implicaban unas creencias de las que ellos no eran partícipes.

“En general sus leyes están exentas del estrecho despotismo que viola la libertad natural. Pero en este elogio hay que hacer excepciones, siendo una de ellas la tiránica prohibición de enseñar, impuesta a los retóricos y gramáticos que profesaban el cristianismo, a menos que abjurasen su culto.” (Amiano Marcelino, XXV, 4)




Con la llegada del cristianismo a las instituciones romanas algunos docentes dedicados a la enseñanza de la tradición pagana vieron sus puestos comprometidos y en peligro, llegando algunos a perder su trabajo, de lo que hay constancia por algunos escritos en los que afectados se quejaban de su situación. El epigramista alejandrino Pallada se lamentaba en la Antología Palatina sobre la pérdida de su posición como gramático, contratado por la ciudad (Alejandría), tras las revueltas religiosas que auparon a los cristianos al poder, en el siglo V d.C. Por la denuncia de un tal Doroteo, siguiendo un edicto, tuvo que abandonar su profesión, viéndose obligado a vender sus libros y enfrentándose a la pobreza al no poder volver a ejercer su trabajo.

“La cólera de Aquiles también para mí ha sido motivo de funesta pobreza, por dedicarme a maestro de letras. ¡Ojalá que con los Dánaos me matara la cólera aquella, antes de que me mate el hambre dura de la enseñanza! Pero para que otra vez arrebate Agamenón a Briseida, y a Helena rapte Paris, yo me he convertido en mendigo.” (Pallada, Antología Palatina, IX, 169)

“Mi Calímaco vendo y mi Píndaro, y hasta las mismas declinaciones de la gramática, que tengo mi declinación por la pobreza. Pues Doroteo elimina la sintaxis que me nutría, cumpliendo contra mí un impío decreto.” (Pallada, Antología Palatina, IX, 175)

Los salarios de los profesores no eran altos y apenas daban para subsistir en muchos casos, como consta en algunos de los papiros egipcios de época romana. En Oxirrinco, durante el reinado de Valeriano y Galieno, siglo III d.C. un gramático con salario público, Loliano, escribe a los emperadores para que obligue a las autoridades municipales a que cumplan con su reclamación y también escribe a un amigo para que interceda en la corte judicial. Al parecer Loliano tenía asignado u sueldo de 500 denarios, que solo se le pagaba de forma irregular y en especie, en vino agrio y grano mohoso, por lo que solicitaba se le concediese, en lugar de su salario, el uso de una propiedad municipal en Oxirrinco, un huerto que pudiera poner en arriendo por 600 denarios.
Algunos maestros complementaban sus escasas ganancias con otros trabajos o con los regalos y donaciones que algunos alumnos agradecidos les hacían.

“Pues llevé ayuda a muchos de mis amigos, y retribuí con mi agradecimiento a muchísimos maestros, y aun honré con la dote a algunas de sus hijas…” (Apuleyo, Apología, 23)


El orador, Museo Arqueológico de Florencia

Algunos maestros concertaban su salario con los padres, fijando un tiempo para el pago, como podía ser al término del año, lo que provocaba la picaresca de las familias para no pagar lo acordado, aduciendo que el niño no había aprendido lo suficiente en ese tiempo o cambiando al niño a otra escuela antes de cumplirse el final del curso, por ejemplo, un mes antes.

“Si hay alguien que acuerda pagar una moneda de oro por un año, (el padre) cambia de maestro en el mes once antes de pagar, y es tan desagradecido como para burlarse, de su anterior profesor después de robarle el sueldo de un año entero.” (Pallada, Antología Palatina, IX, 174)

Sin embargo, para un buen rhetor o maestro en retórica, la posibilidad de adquirir riqueza dando clase a un buen número de hijos de ciudadanos ricos permitía cambiar los planes del futuro profesor, como le ocurre a Libanio.

“Bajando al gran puerto (de Constantinopla), deambulé por allí preguntando quién se hacía a la mar rumbo a Atenas. Y entonces me tomó por el manto uno de los maestros (ya lo conocéis, me refiero a Nicocles de Lacedemonia); me obligó éste a volverme hacia él y me dijo: «No debes hacer esa travesía, sino otra», a lo que yo repliqué: «¿Qué otra travesía que no sea ésa podría hacer, si me mueve el más vivo deseo de Atenas?  «Creo, amigo mío —dijo él—, que debes permanecer entre nosotros y dirigir a los hijos de los muchos ciudadanos ricos que residen aquí. Olvida, pues, la nave y hazme caso y no te hagas daño ni a ti ni a nosotros. No rehúyas las muchas y grandes oportunidades que se te ofrecen y no te hagas a la mar a las órdenes de otros, cuando te es posible impartir esas órdenes a ti mismo. Y ese reino yo te lo entregaré mañana: cuarenta jóvenes, la flor y nata de esta ciudad. Y una vez puesto el fundamento, verás fluir, abundante, hacia ti la riqueza».” (Libanio, Autobiografía, 31)


San Agustín de Hipona

Tanto la posibilidad de prosperar como la de mejorar las condiciones de enseñanza podían llevar a un profesor a cambiar de lugar de residencia y trasladarse del campo a la ciudad o de una ciudad menor a una urbe más grande. Así sucede en el caso de San Agustín, que marchó de Cartago a Roma, como el mismo explica en su obra.

“Te las arreglaste para que fuera yo persuadido de ir a Roma para enseñar allí lo mismo que enseñaba en Cartago y no omitiré cómo me convenciste, pues en ello se ponen de manifiesto tus misteriosos procedimientos y tú siempre presente misericordia. No fui a Roma a buscar mayores ganancias, ni tras el prestigio del que mis amigos me hablaban, aunque no era ajeno a tales consideraciones; pero la razón principal, casi la única fue que yo sabía que en Roma los estudiantes eran más tranquilos y disciplinados; no entraban a cada rato y con evidente arrogancia a las clases de otros profesores, sino solamente con su permiso.
 En Cartago, al contrario, los estudiantes eran de indisciplinados y perturbaban el orden que los profesores tenían establecido para sus propios alumnos. De forma estúpida hacían lo que les venía en gana, impunemente, porque la costumbre impedía aplicar la ley.
Sucedió que aquella mala costumbre que yo no aprobaba ni cuando era estudiante, tenía que padecerla de otros siendo profesor. Por eso decidí emigrar hacia un lugar en que tales cosas no sucedieran, según me contaban los que estaban bien informados.” (San Agustín, Confesiones, V, 8, 1-2)


Algún profesor podía llegar a tener mala fama, no por su escasa formación académica, sino por su avaricia y su vida licenciosa. Su mala reputación era reconocida y eran rechazados por algunos como futuros docentes de sus hijos o familiares. Tal es el caso de Palamón, a quien tanto Tiberio, como Claudio rechazaban como preceptor.

Quinto Remmio Palamón, de Vicetia, nació esclavo. Se dice que primero aprendió el oficio de tejedor, y después se educó acompañando al hijo de su amo a la escuela. Fue manumitido y se convirtió en maestro en Roma, donde fue reconocido como gramático, a pesar de ser conocido por sus vicios, y de que tiberio y Claudio declararon que no había nadie menos capacitado al que confiar la educación de niños y jóvenes. Pero se hizo valer por su elocuencia y memoria, e incluso recitaba poemas… Llevaba una vida de lujo asistiendo varias veces al día a las termas, y no podía vivir solo de sus ingresos, aunque ganaba 400.000 sestercios al año de su escuela y casi lo mismo de sus propiedades privadas… Era especialmente conocido por sus actos licenciosos con mujeres… (Suetonio, Sobre los hombres ilustres, Gramáticos, 23)


Estela funeraria de pedagogo y dos niños, Nicomedia, Museo del Louvre, foto de Jastrow

Bibliografía:

https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/2676979.pdf; La educación en la antigua Grecia; Juan Manuel Díaz Lavado
https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/4183956.pdf; La educación en Roma; Guillermo de León Lázaro
https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/3028555.pdf; MARCO FABIO QUINTILIANO: LA EDUCACIÓN DEL CIUDADANO ROMANO; Guillermo Soriano Sancha
https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/2490890.pdf; QUINTILIANO DE CALAHORRA: DIDÁCTICA Y ESTRATEGIAS EDUCATIVAS EN LA ANTIGUA ROMA; Milagros Moro Ipola
Guardians of Language: The Grammarian and Society in Late Antiquity; Robert A. Kaster
https://revistas.uam.es/tendenciaspedagogicas/article/view/3003; EDUCACIÓN Y RENOVACIÓN PEDAGÓGICA EN LA ANTIGUA ROMA; Miguel Ángel Novillo López
https://www.academia.edu/3568686/la_educación _en_la_roma_republicana; Historia de la educación en Roma. Desde su nacimiento hasta el imperio; Francisco Tello Cobos
http://ocw.uc3m.es/derecho-privado/mujeres-de-la-literatura-y-la-historia-de-roma/material-de-clase-1/leccion_7.pdf; LA EDUCACIÓN EN LA ROMA ANTIGUA; MUJERES DE LA LITERATURA Y LA HISTORIA DE ROMA; Ana M. Rodríguez González
revistes.ub.edu/index.php/EstudiosHelenicos/article/download/5350/7109; PALADAS, EL ULTIMO ALEJANDRINO; Carlos García Gual
https://revistas.ucm.es/index.php/GERI/article/download/50983/47320; Profesionales de la educación en la Hispania romana; Mª Ángeles Alonso Alonso
Historia de la infancia. Itinerarios educativos; Paloma Pernil Alarcón, Aurora Gutiérrez Gutiérrez; Google Books
Education in Ancient Rome: From the Elder Cato to the Younger Pliny; Stanley Bonner, Google Books