domingo, 12 de noviembre de 2023

Matrimonium, el matrimonio en la antigua Roma

 

Hércules y Ónfale, Museo Nacional de Nápoles. Foto Stephano Bolognini

En la sociedad romana, el matrimonio era la unión de dos personas de distinto sexo, con la intención de ser marido y mujer, de procrear y educar a sus  hijos y mantener una vida en común. Para que el matrimonio existiese debía darse la convivencia del marido y la mujer y la intención de establecer una relación duradera ente ambos (lo que se denominaba affectio maritalis).

“Matrimonio es la unión de un hombre y una mujer, que forman una asociación durante toda su vida y se implican en el común disfrute de privilegios humanos y divinos.” (Digesto, XXIII, 2, 1)

 

Estela funeraria de un matrimonio. Museo de la Romanidad, Nimes, Francia

El derecho romano exigía varios requisitos para que el matrimonio fuera válido. Para que la unión tuviera el carácter de matrimonium legitimum, se requería que los cónyuges gozaran del ius connubii o aptitud legal para unirse en matrimonio. En los primeros tiempos sólo eran titulares de tal derecho los ciudadanos romanos, por lo cual quedaban excluidos de las nupcias los peregrinos, los latinos y los esclavos. Con la concesión de la ciudadanía a todos los súbditos del Imperio, por la célebre constitución de Caracalla del año 212, el connubium se extendió a los extranjeros y latinos.

Otro presupuesto fundamental del matrimonio era haber alcanzado la aptitud sexual para poder procrear, que el derecho romano estimaba que para la mujer era a los doce años y para el hombre a los catorce.

“Con aquella condescendencia de Licurgo para con las doncellas, guardaba conformidad lo relativo a los esponsales, casándolas ya crecidas y robustas, para que de una parte la unión hecha, cuando ya la naturaleza la echaba menos, fuese principio de cariño y amor, y no de odio y de miedo que contra la naturaleza las violentase; y de otra los cuerpos tuviesen bastante vigor para llevar el preñado y los dolores; como que el matrimonio no tenía otro objeto que la procreación de los hijos; pero los Romanos las casaban a los doce años, e, incluso, más jóvenes, porque así el cuerpo y las costumbres iban más sin vicio y sin siniestro alguno al poder del marido. Déjase conocer, que lo primero miraba más a lo físico por la procreación de los hijos, y lo segundo a las costumbres por haber de vivir juntos.” (Plutarco, Comparación de Licurgo y Numa Pompilio, 4)


Ilustración de Angelo Todaro

El consentimiento de los contrayentes era para la ley romana un elemento vital del matrimonio. También se necesitaba el consentimiento del paterfamilias cuando alguno de los futuros cónyuges fuera alieni iuris (cualquier persona sometida a la autoridad del pater familias), y con respecto al varón, de todos aquellos, padre o abuelos que, no teniendo la cualidad de pater en el momento de las nupcias, pudieran eventualmente ejercer potestad sobre él. En el caso de la mujer el consentimiento no era requerido a su padre, porque los hijos que nacieran de la unión matrimonial no iban a formar parte de su familia, sino de la del marido. El consentimiento, ya fuera expreso o tácito, podía ser negado por el pater, hasta que la lex Iulia autorizó la intervención del magistrado cuando la negativa no estuviera justificada. Para las mujeres sui iuris (no sometidas a la autoridad del pater familias), menores de veinticinco años, el derecho imperial autorizó el consentimiento de la madre a falta del paterno, y hasta llegó a admitir el de los parientes próximos en caso necesario.

“Por todo lo cual, ¿qué matrimonio, oh presentes, puede haber más concorde que el de un sacerdote con una sacerdotisa?

Todos acogieron con vítores su discurso y le desearon los mejores auspicios para su boda. Entonces volvió a tomar la palabra y dijo:

—Os agradezco vuestro favor; pero también sería conveniente preguntar a la muchacha su opinión en este asunto. Si hiciera uso del derecho que me da mi autoridad, sería del todo suficiente el quererlo yo; porque a quien le es posible obligar, preguntar le resulta superfluo. Ahora bien, en una boda es necesario el consentimiento de ambos. — Y dirigiéndose a ella, le preguntó expresamente— : ¿Cuál es, pues, tu opinión acerca de nuestra boda? —al tiempo que le pedía explicaciones sobre su identidad y su familia.”
(Heliodoro, Etiópicas, I, 21)


Vista de un sarcófago con una escena entre Aquiles y Polixena. Museo del Prado, Madrid

Para que las nupcias fueran legítimas había que evitar ciertas situaciones que provocaban obstáculos legales y que tenían origen ético, social, político o religioso.
Según el derecho romano no podían contraer matrimonio los castrados y los esterilizados, aunque sí podían los nacidos impotentes. Tampoco podían casarse los que estuvieran ya casados anteriormente.

“Helvio Cinna, tribuno de la plebe, confesó a muchas personas haber tenido escrita y preparada una ley, que Cesar le había mandado presentar en su ausencia, por la que se le permitía, a fin de procurarse descendencia, desposar a su libre elección a cuantas mujeres quisiera.” (Suetonio, Julio César, 52, 3)


Estela funeraria de Viria Phoebe y C. Virius Alcimus. Museo Británico, Londres

Entre otros impedimentos tenía especial importancia el parentesco. En el antiguo derecho la prohibición en línea recta -natural o adoptiva- se extendía hasta el infinito, en tanto que en la colateral llegaba hasta el sexto grado. Justiniano prohibió el matrimonio de padrino y ahijada, en razón del vínculo espiritual que existía.

“Las personas relacionadas como ascendientes y descendientes no pueden casarse legalmente entre sí. Por ejemplo, padre e hija, abuelo y nieta, madre e hijo, abuela y nieto, y así hasta el infinito, y tal unión es criminal e incestuosa. Y la ley es tan absoluta que las personas relacionadas como ascendentes y descendentes por adopción tienen prohibido el matrimonio entre ellos de tal forma que la disolución de la adopción no evita la prohibición y una hija o nieta adoptiva no puede ser tomada como esposa tras la emancipación.
Las relaciones colaterales también están sujetas a prohibiciones similares, aunque no tan severas. Está prohibido casarse entre hermanos, incluso si solo comparten un progenitor, pero, aunque una hermana adoptiva no puede convertirse en la esposa de un hombre mientras se mantenga su adopción, no habrá impedimento para casarse si la adopción de ella se disuelve con su emancipación, o si el hombre está emancipado. Por tanto, si un hombre desease adoptar a su yerno, primero debería emancipar a su hija, y si desease adoptar a su nuera debería primero emancipar a su hijo.”
(Justiniano, Instituciones, I, 10, 1-13)

Pintura de Alma-Tadema

La diferencia de clases sociales excluía también la posibilidad de matrimonio. Se sabe que por el derecho antiguo estaban prohibidas las nupcias entre patricios y plebeyos, prohibición que fue ratificada por las XII Tablas y que más adelante desapareció por la lex Canuleia del año 445 a. C. También estuvo vedado el matrimonio entre ingenuos y libertinos hasta la sanción de la lex Iulia et Papia Poppaea del tiempo de Augusto. Había impedimento para que las personas de dignidad senatorial y sus hijos contrajeran nupcias con quienes ejercían profesiones u oficios deshonrosos, como los actores, histriones, gladiadores, dueños de casas de prostitución, etcétera. El emperador Justino abolió esta disposición para posibilitar el matrimonio de su sobrino Justiniano con Teodora, mujer que había habitado el Embolum, famoso pórtico de la prostitución, donde ella después hizo levantar el templo de San Pantaleón. Justiniano dispuso con esta reforma que independientemente de la dignidad que ostentara el marido podía casarse con una mujer de cualquier clase o profesión.

“La constitución de Leo, de bendita memoria, estará vigente en todos los casos no mencionado aquí. Sin embargo, no queremos mantener la ley de Constantino, de bendita memoria, escrita para Gregorio, y de la interpretación hecha de ella por Marciano, de bendita memoria, por la que los matrimonios de mujeres, a las que la ley Constantiniana llama abyectas, con hombres honrados con las mayores dignidades, están prohibidos, sino que damos el derecho a aquellos de los más notables que lo deseen de contraer matrimonio con dichas mujeres con firma de documentos matrimoniales. Otros no honrados con alguno de estos méritos tendrá derecho a contraer matrimonio con la firma de documentos o simplemente por el afecto conyugal, siempre que las mujeres sean libres y también aquellos con los que ellas pudieran contraer matrimonio.” (Código de Justiniano, 117, 6)


Pintura de Louis Hector Leroux

Una vez realizado el matrimonio la mujer debía habitar la casa del marido, que constituía su domicilio legal. Los cónyuges se prometían fidelidad, aunque la infidelidad de la esposa se trataba con más severidad, pues la mujer adúltera cometía un delito público que se castigaba con dureza; en cambio, el adulterio del marido, siempre que no tuviera lugar en la ciudad del domicilio conyugal, no era causa de divorcio.
La esposa, además, estaba obligada a seguir al esposo siempre, a menos que él se hubiese convertido en reo de algún delito. La esposa adquiría el nombre y la dignidad de su cónyuge, los que conservaba, aunque quedara viuda, mientras no se casase de nuevo.


Estela funeraria de L. Antistius Sarculo y Antistia Plutia. Museo Británico, Londres

 El marido tenía que ofrecer protección a su mujer y representarla ante la justicia. Un cónyuge no podía ejercer acción alguna que trajera aparejada una pena infamante contra otro. En materia civil, la condena que obtuviera uno de los esposos en un juicio entre ambos, estaba limitada por un beneficio que impedía que se privara al vencido de lo necesario para subsistir de acuerdo con su condición social. Los cónyuges debían proporcionarse alimentos el uno al otro, por lo cual, en caso de necesidad, estaban obligados a suministrarse comida, vestido, habitación, etcétera. La cantidad se determinaba según las posibilidades económicas del que los debía prestar y de las necesidades del esposo que iba a recibirlos.

“A Protarchus de Thermion, hija de Apion, con su tutor Apollonius, hijo de Chaereas, y de Apollonius, hijo de Ptolemaus. Thermion y Apollonius, hijo de Ptolemaus afirman que han decidido compartir una vida en común, y el dicho Apollonius, hijo de Ptolemaus reconoce que ha recibido de Thermion en mano una dote de un par de pendientes de oro que pesan 3 cuartos y (…) dracmas de plata; y desde ahora Apollonius, hijo de Ptolemaus proporcionará a Thermion, como esposa suya, todo lo necesario y ropa en proporción a sus medios y no la maltratará o la echará, ni la insultará ni traerá otra esposa, o de lo contrario devolverá la dote incrementada en la mitad, y Thermion cumplirá sus deberes con su esposo y su vida en común y no se ausentará de la casa por una noche o un día sin el consentimiento de Apollonius, hijo de Ptolomeus, ni le deshonrará, ni dañará su casa común, ni se juntará con otro hombre, pues si es hallada culpable de alguna de estas acciones tras un juicio, se le despojará de la dote, y además a la parte transgresora se le impondrá la sanción correspondiente.” (Contrato matrimonial, BGU 1052 13 a.C.)

Museo Nacional Romano, Termas de Diocleciano

Desde el antiguo derecho de Roma las mujeres casadas solían entrar a formar parte de la familia del marido, colocándose bajo su potestad y dejando de estar bajo la autoridad del pater familias de su propia familia. Esto se producía mediante la fórmula del matrimonio cum manu.

Para que el marido adquiriera tal potestad se requería un acto legal que podía desarrollarse de tres formas:

“Antiguamente hubo tres formas de matrimonio cum manu.” (Gayo, Instituciones, I, 110)

La confarreatio era una solemne ceremonia religiosa en la que los desposados hacían unos votos ante diez ciudadanos romanos que actuaban como testigos y ante el gran pontífice y el flamen dialis (sacerdote de Júpiter). Los novios ofrecían un sacrificio y compartían un pan de trigo (panis farreus). La mujer desde entonces era admitida en la comunidad familiar del pater de su esposo, bajo la potestad del cual quedaba.


Ilustración de Angelo Todaro

Este rito era propio de los ciudadanos de la clase aristocrática de la sociedad romana y a partir de la promulgación de la ley Canuleya del año 445 a.C., que autorizaba matrimonios entre patricios y plebeyos, la confarreatio fue casi excepcional, y se reservó para los miembros de la clase senatorial.

Se exigía todavía a fines de la República para que los hijos del matrimonio pudieran ser sacerdotes mayores, hasta que el emperador Tiberio abolió los efectos civiles de la confarreatio.

“La confarreatio, otro modo en que se origina la manus, es un sacrificio ofrecido a Júpiter Farreus, en el que se usa una torta de trigo, de la cual se deriva el nombre de la ceremonia, y se hacen otros actos solemnizados con fórmulas orales, en presencia de diez testigos y esta ley está todavía en uso, porque las funciones de los sacerdotes mayores, es decir, los flamines de Júpiter, de Marte, de Quirinus, y los deberes del rey ritual, solo pueden ser realizados por personas nacidas de matrimonios con el rito de confarreatio. Tampoco puede ninguna persona ostentar un cargo sacerdotal si no está casada por confarreatio.” (Gayo, Instituciones, I, 112)


Ilustración de North Wind Picture Archives

La coemptio era una forma de adquirir la conventio in manum que recuerda a las más antiguas costumbres de la humanidad cuando el matrimonio se realizaba mediante una compra. En Roma consistía en una venta ficticia de la mujer al esposo, o a quien ejercía la potestad sobre él. Esta venta la realizaba el padre, o quien tuviera potestad sobre ella, si era alieni iuris; o la mujer misma, si era sui iuris, con la autorización de su tutor, de modo que por tal venta la mujer pasaba a ser propiedad del marido o de aquel bajo cuya potestad este viviera.

“Con la coemptio el derecho de la manus sobre una mujer corresponde a una persona a quien es llevada mediante una venta imaginaria. Porque el esposo compra a la esposa que queda bajo su poder en presencia de al menos cinco testigos, ciudadanos romanos por encima de la edad de la pubertad, además de un encargado de la balanza.” (Gayo, Instituciones, I, 113)

Tal venta se realizaba en presencia de cinco testigos por lo menos, ciudadanos púberes, y de otro ciudadano de la misma condición, encargado de pesar el metal con que se pagaba la compra. La coemptio va también haciéndose infrecuente ya en la época de Cicerón como consecuencia de la aversión que sienten las mujeres hacia el matrimonio cum manu.


Belerofonte y princesa Filonoe. Ilustración de suburbanbeatnik, DeviantArt

Cuando el matrimonio se celebraba sin las formalidades de la confarreatio o de la coemptio, el marido podía adquirir la manu por el usus, es decir, con la convivencia ininterrumpida de la pareja durante un año entero, con el consentimiento del padre o tutor de la mujer. Al cabo de ese tiempo el hombre adquiría el derecho de propiedad sobre la mujer, como si ésta fuera un objeto. La mujer, según la ley de las III Tablas, podía interrumpir esta propiedad ausentándose del hogar común todos los años, durante tres días con sus noches (trinoctium). Este modo arcaico de adquirir la potestad marital no sobrevivió al fin de la época republicana y fue el emperador Augusto quien lo abolió totalmente.

“El marido podía adquirir la manu por el usus tras un año entero de cohabitación ininterrumpida. Tal posesión anual implicaba un tipo de usucapión (derecho de adquisición por posesión temporal), e introducía a la mujer en la familia del marido, en la cual se le daba el estatus de una hija. Asimismo, la ley de las XII tablas decretaba que una esposa que deseaba evitar estar sujeta a la manus del esposo debería ausentarse tres noches al año de su casa para evitar la usucapión anual: pero el total de esta ley ha sido parcialmente abolida por estatuto, o parcialmente eliminada por falta de uso.” (Gayo, Instituciones, I, 111)


Pintura de Pompeya. Museo Británico, Londres

Los romanos conocieron junto al matrimonio cum manu, las iustae nuptiae sine manu, que fueron un medio para que el pater familias se procurase los hijos que deseara sin agregar a su familia la mujer que se prestaba a dárselos. Tras la decadencia de la manu maritalis, se hace frecuente la práctica del matrimonio sine manu, en el que, al no tener el marido poder alguno sobre la mujer, ésta quedaba en la misma situación familiar y patrimonial que tenía antes de las nupcias. En consecuencia, si era alieni iuris al tiempo de contraer matrimonio, continuaba sometida a la potestad de su padre, en tanto que, si tenía calidad de sui iuris, debía nombrársele un tutor. Su marido no era su tutor legítimo, y tampoco podía nombrar al tutor de la propia mujer.

La mujer casada podía tener patrimonio propio en función del tipo de matrimonio escogido. Si una mujer alieni iuris contraía matrimonio cum manu, ella no poseía ningún patrimonio, pero si lo contraía sine manu, el patrimonio adquirido tras el matrimonio revertía al de su padre por no haberse alterado la relación jurídica. Pero si la mujer era sui iuris, en un matrimonio cum manu sus bienes eran absorbidos, al pasar todo lo que tenía con anterioridad al matrimonio y lo que adquiriese en un futuro al marido o al padre de este. Por lo tanto, en este caso no tendría un patrimonio propio, sino que se produciría la constitución de una comunidad de bienes con su marido. Si el matrimonio era sine manu, la mujer conservaba todos sus bienes anteriores y posteriores al matrimonio, sin que el marido tuviese poder sobre su patrimonio.

“Pero, por otra parte, existe la grave injusticia cometida contra Andrón Sextilio y que es intolerable. Habiendo muerto su mujer Valeria sin testamento, Flaco se ocupó de todo, como si la herencia le perteneciera a él en persona. Me gustaría saber qué mal hay en eso. ¿Es que pretendía algo sin razón? ¿Cómo lo pruebas? «Era mujer», dice, «de condición libre». iVaya hombre entendido en derecho! ¿Qué? ¿No se pueden recibir legalmente herencias de mujeres de condición libre? (Había pasado a depender legalmente de su marido», responde él. Ahora comprendo; pero pregunto: ¿fue por cohabitación o por contrato? Por cohabitación no puede ser, porque nada se puede sustraer de la tutela legal sin el consentimiento de todos los tutores. ¿Por contrato? Luego con la aprobación de todos los tutores; entre los cuales, ciertamente, no dirás que se hallaba Flaco.” (Cicerón, En defensa de L. Flaco, 84)


Estela funeraria,Ostia, Italia

La regla básica del matrimonio romano consistía en que el marido (o, eventualmente su paterfamilias) tenía la obligación de encargarse en solitario de los gastos derivados del mantenimiento de la casa y los miembros de su familia directa con todo su patrimonio con independencia de que la esposa hubiera entrado en el seno de su familia mediante conventio in manum o no. No obstante, con la finalidad de que el cumplimiento de tal deber no resultase tan costoso, la costumbre imponía que la mujer (o una tercera persona en su nombre, que solía ser el paterfamilias) realizase aportaciones patrimoniales al marido (o a su paterfamilias) para fortalecer y mejorar la situación económica de la comunidad conyugal, así como colaborar a su sostenimiento.

“Aunque tú seas un hombre muy moderado en tus dispendios, y hayas educado a tu hija como convenía a una hija tuya, nieta de Tutilio, dado que se va a casar con una persona muy distinguida, Nonio Celere, a quien el desempeño de sus deberes públicos le impone una cierta necesidad de brillo personal, ella debe ser dotada de la ropa y la servidumbre adecuadas a la posición social de su esposo, cosas que, aunque ciertamente no aumenten la dignidad, sin embargo, la adornan y la completan. Se que eres una persona muy rica en bienes del espíritu, pero de recursos económicos limitados. Por ello, reclamo para mí una parte de tu carga, y como un segundo padre de nuestra muchacha le asigno una cantidad de cincuenta mil sestercios; y le asignaría una cantidad mayor, si no estuviese seguro de que solo con la modestia de mi pequeño regalo se puede conseguir de tu dignidad que no lo rechaces. Adiós.”
(Plinio, Epístolas, VI, 32)

Pintura de Alma-Tadema

La costumbre de la dote es probable que naciese con la formalización del matrimonio cum manu, para compensar a la mujer por la pérdida de derechos sucesorios que sufría (como consecuencia de la conventio in manum) al romper el vínculo agnaticio (relación familiar por línea paterna) con su familia de origen. Más tarde, al generalizarse el matrimonio sine manu (o matrimonio libre), la dote se extiende a este, teniendo como objetivo ayudar a sostener las cargas matrimoniales, o en contribuir a los gastos del hogar doméstico.

En las épocas antigua y clásica no había una obligación jurídica de constituir la dote, ya que el hecho de dotar era considerado como un deber moral y social, sobre todo para el padre de la mujer, hasta el punto de que no se concebía un matrimonio sin dote. De hecho, durante todo el periodo clásico no hubo obligación legal por parte de la mujer de constituir la dote, ni para el padre de la mujer, ni para la mujer misma si era sui iuris, ni para sus parientes más cercanos, pero, sin embargo, todos ellos estaban obligados por un compromiso moral y social.


Pintura de Giovanni Muzzioli

Es con una constitución de Caracalla y Septimio Severo cuando la dote pasa a ser una obligación jurídica para el padre de la mujer (ya que hasta entonces simplemente había sido una obligación moral), consistente en realizar una aportación patrimonial. Esta obligación jurídica acabó alcanzando a otras personas, como a la propia mujer, la madre o el hermano consanguíneo.

“A la buena Fortuna. Aurelia Thaesis, hija de Eudaemon y de Herais, de Oxirrinco, junto a Aurelius Theon también llamado Nepotianusy tal como se ha estipulado, ha dado su hija Aurelia Tausiris en matrimonio a Aurelius Arsinous, hijo de Tryphon y Demetria, de dicha ciudad, a quien se le entrega como dote de la novia, en oro común según la norma de Oxirrinco un collar del tipo maniaces con una piedra, que pesa sin la piedra trece cuartos, un broche con cinco piedras engastadas en oro, que pesa sin las piedras cuatro cuartos, un par de pendientes con diez perlas, que pesan sin las perlas tres cuartos, un anillo pequeño de medio cuarto, y de ropa, una capa dalmática plateada con un valor de 260 dracmas, una túnica blanca con rayas y borlas, con un valor de 160 dracmas, otra capa dalmática, blanca con borde púrpura, con un valor de 100 dracmas,…el novio Aurelius Arsinous reconoció que había recibido de Aurelia Thaesis, todo lo anteriormente mencionado en su justo peso y valor. Por tanto, que los esposos vivan juntos sin culpa, cumpliendo los deberes del matrimonio, y que el esposo provea a la esposa con todo lo necesario según sus posibilidades. Año 7 de los Emperadores Valeriano y Galieno.” (Papiro Oxirrinco 1273)

Detalle de mosaico de la villa de Noheda, Cuenca, España

En la época arcaica y en el periodo preclásico, la propiedad de la dote correspondía al marido, tanto en el matrimonio cum manu como en el sine manu, por su carácter funcional de ayudar a sostener las cargas del matrimonio. En el caso de que la mujer fuera sui iuris y el matrimonio cum manu, sus bienes pasaban de forma automática al patrimonio del marido, puesto que la mujer carecía de capacidad patrimonial. Si la mujer era alieni iuris, o el matrimonio era sine manu, era necesario un acto de entrega al marido de los bienes destinados a contribuir las cargas del matrimonio.

A finales de la época republicana la dote se considera un conjunto de bienes propio de la mujer, a la cual se tendrá que restituir en el caso de que se disuelva el matrimonio. Con la legislación de Justiniano se establecen claramente los derechos de la mujer y de su familia sobre la dote, tanto durante el matrimonio como en el caso de que se tenga que devolver por disolución del vínculo conyugal.

“Pero si, Dios no lo quiera, debido a desavenencias tiene lugar la separación del matrimonio, el esposo restituirá al que entregó a la novia, si todavía vive, o, si no, a la esposa, la mencionada dote íntegra en 60 días desde la fecha de la demanda, los objetos de oro de acuerdo a sus pesos, de la ropa se podrá elegir entre aceptar recuperarlas con la valoración que se haga entonces y recibir lo que reste en plata o aceptar la cantidad de la mencionada valoración, y el desgaste de estos objetos será adeudado al esposo. Si en el momento de la separación la esposa está embarazada, el esposo pagará por los gastos del parto 40 dracmas. Al exigir la devolución de la mencionada dote los representantes de la esposa tendrán el derecho de ejecución sobre el esposo y sobre su propiedad…” (Papiro Oxirrinco, 1273)


Pintura de Alma-Tadema

Con la llegada del cristianismo la Iglesia propuso un matrimonio que se fundaba en la igualdad de los cónyuges, de los que se requería a ambos su consentimiento, excluyendo el de los familiares, a la vez que fomentaba la familia matrimonial en vez de la patriarcal, basada en los antiguos lazos de parentesco. Otro pilar fundamental del matrimonio cristiano era su indisolubilidad; el vínculo matrimonial solo finalizaba con la muerte y el divorcio solo se daba en determinadas circunstancias.

Un nuevo matrimonio formaba parte de la comunidad cristiana a la que los cónyuges pertenecían y su unión respondía al cumplimiento de la voluntad de Dios. Por tanto, la validez de un matrimonio residía en la celebración de un acto jurídico, que solía ser la inscripción en unas tablas nupciales, y un acto religioso en la que un sacerdote bendecía la unión.

¿Por consiguiente debemos encontrar las palabras para expresar la felicidad de ese matrimonio que la Iglesia cimenta, y la ofrenda confirma, y la bendición firma y sella; de la que los ángeles llevan noticias al cielo, que el Padre da por ratificada? (Tertuliano, A su esposa, II, 8)


Estela funeraria de Nammonius Mussa y Kalandina, Graz, Austria

Sin embargo, aunque la Iglesia predicaba la igualdad de sexos ante el matrimonio, la realidad era que la sociedad y la cúpula eclesial consideraban a la mujer inferior al hombre y demandaban el sometimiento de la esposa a su marido.

“Debéis compartir todo, alegrías y penas por igual. El santo sacramento del matrimonio ha hecho que todo os pertenezca a partes iguales. Esto es especialmente importante en cuanto a los deberes y obligaciones en el hogar; solo así se construirá vuestro matrimonio sobre una sólida base. Dejad ambos que se sepan vuestros puntos de vista y opiniones, pero, al final, que tu marido tenga la última palabra.” (San Gregorio Nacianceno, Carta a su hija espiritual Olympiatha con ocasión de su matrimonio con Nevrithios, 384 d. C.)


Relieve con una escena de la boda entre Tetis y Peleo, Museo del Louvre

El matrimonio en Roma solía ir precedido de una promesa formal de celebrarlo, realizada por los futuros cónyuges o sus respectivos paterfamilias, que se llamaba esponsales (sponsalia), nombre que deriva de sponsio, contrato verbal y solemne que se usaba para completar la promesa. En un fragmento del Digesto se define a los esponsales como: "mención y promesa mutua de futuras nupcias" (Digesto, XXIII, 1, 1).

“iOh, que trágico y prematuro funeral! iOh, ese instante de la muerte más cruel que la propia muerte! Ya había sido prometida a un distinguido joven de buena familia, ya había sido señalado el día de los esponsales, y nosotros ya habíamos recibido las invitaciones para el acto.” (Plinio, Epístolas, V, 16)


Pintura de Alma-Tadema

En las primeras épocas el incumplimiento de los esponsales daba lugar a una acción de daños y perjuicios que se traducía en el pago de una suma de dinero, aunque su aceptación no duró mucho tiempo, ya que el incumplimiento de los esponsales era incompatible con la idea romana del matrimonio y cualquier convención en la que se prometiera una suma de dinero como pena resultaría ineficaz.

“En su libro titulado Las dotes, Servio Sulpicio escribió que en la región de Italia denominada Lacio los esponsales solían hacerse con arreglo a la siguiente costumbre y norma jurídica: “Quien iba a tomar esposa recibía, por parte de la familia de la que debía llevársela, garantías de que le sería entregada en matrimonio. A su vez, quien iba a llevársela formulaba también su compromiso [spondebat]. Este contrato de garantías [stipulatio] y promesas [spomio] se llamaba sponsalia [esponsales]. Entonces, la prometida se llamaba sponsa [esposa], y quien había prometido llevársela, sponsus [esposo]. Ahora bien, si después de tales garantías la sponsa no era entregada o el sponsus no quería casarse con ella, el firmante del contrato emprendía una acción legal en virtud de la promesa hecha [ex sponsu]. Los jueces intervenían. El juez preguntaba por qué motivo no había sido entregada o aceptada la sponsa. Si no apreciaba una causa justificada, calculaba una suma de dinero como fianza y, según los intereses afectados de quien debía entregar o recibir a aquella mujer, condenaba a pagar a quien había formulado la promesa de sponsio [spoponderat] o a quien había dado las garantías [,stipulatus erat]". Según Servio, esta ley de los esponsales fue observada hasta que fue concedida la ciudadanía a todo el Lacio en virtud de la ley Julia Esto mismo es lo que escribió Neracio en su libro Las nupcias.” (Aulo Gellio, Noches Áticas, IV, 4)

Pintura de Alma-Tadema

En el derecho clásico los esponsales tuvieron un carácter más ético-social que legal, especialmente por la imposibilidad de exigir su cumplimiento, aunque la promesa tenía efectos jurídicos, relacionados con la capacidad de los interesados para contraer esponsales y en el reconocimiento de relaciones personales entre las partes contrayentes.

En cuanto a la capacidad de los prometidos, se aplicaban los mismos requisitos e impedimentos que para el matrimonio, sin embargo, se permitió la celebración de esponsales antes de alcanzar la pubertad, aunque era necesario haber cumplido siete años. Se autorizó también que las viudas prometiesen nupcias antes de que hubiera transcurrido el año de luto.

“Para Aurelia María, una virgen, la más inocente y pura, que murió en paz con los justos y los elegidos, que vivió 16 años, 5 meses y 19 días; que había estado prometida con Aurelius Damatius por 25 días, Aurelius Ienisireus, un veterano y Sextilia , sus muy desgraciados padres hicieron esto para la hija más dulce y amada y en contra de sus oraciones sufrirán la pena más grande mientras vivan; santos mártires, cuidad de María.” (CIL 05, 01636)

En la tumba de Crepereia Tryphaena descubierta en Roma se encontró el cuerpo de una adolescente con su ajuar funerario que incluía un anillo de oro con una piedra en la que se puede leer el nombre de Filetus, muy probablemente su prometido, lo que indica que se habrían celebrado sus esponsales y el hallazgo de otro anillo con iconografía relativa al matrimonio y la aparición de una corona de mirto sobre su cabeza hace suponer que su casamiento estaría cercano.

Anillos de Creperia Tryphaena, Centrale Montemartini, Roma

En lo que respecta a las relaciones personales que los esponsales creaban entre los prometidos, el derecho romano otorgó consecuencias jurídicas que, en alguna medida, eran semejantes a las que se derivaban del matrimonio. De esta forma, los esponsales crearon un vínculo entre los parientes de los prometidos que constituyó un impedimento matrimonial; se prohibió realizar otra promesa de matrimonio, antes de disolver la anterior, bajo pena de infamia; se autorizó al prometido a perseguir por injurias a quien ofendiera a su futura esposa y se consideró adúltera a la prometida que no mantenía sus deberes de fidelidad.

En la época cristiana se impuso la costumbre de garantizar el cumplimiento de los esponsales, ya que el relajamiento de las costumbres hacía que los casos de ruptura injustificada de la promesa de matrimonio fueran muy frecuentes. A partir de entonces el ofrecimiento matrimonial se acompañaba con arras, que eran perdidas por la parte que las había entregado y no cumplía los esponsales, en tanto que la parte que las había recibido e incumplía el compromiso tenía que devolver, al principio el cuádruple y en el derecho de Justiniano la cantidad percibida, más otro tanto.

“Su prometida era Junia Fadila, bisnieta de Antonino, que más tarde se casó con Toxocio, un senador de la misma familia que pereció después de la pretura y del que aún se conservan obras en verso. Ella guardó las arras reales, que, según cuenta Junio Cordo —investigador de tales hechos—, dicen que fueron éstas: un collar de nueve perlas, una redecilla con once esmeraldas, un brazalete con un engarce de cuatro zafiros, además de los vestidos, todos regios y bordados en oro, y los demás adornos propios de los esponsales.” (Historia Augusta, Los dos Maximinos, 27, 6)


Detalle del mosaico de Cresis, Antioquía. Museo de Hatay,
Antakya, Turquía

Si las nupcias no se contraían las arras podían ser recuperadas, salvo que el prometido que había hecho los presentes hubiera roto el compromiso por su culpa. Cuando el matrimonio no se celebraba por muerte de uno de los contrayentes, debía restituirse la donación por entero al sobreviviente o sus herederos, a menos que hubiese mediado el beso esponsalicio (beso que el esposo da a la esposa en la confirmación de los esponsales que han contraído), en cuyo caso se recobraba la mitad.

En los tiempos más antiguos era costumbre por parte del novio prometido entregar al padre de la novia una joya, que podía ser un anillo, como promesa del futuro matrimonio. Ya en la república, se hizo costumbre entregarlo a la novia. El nombre dado a dicho anillo era annulus pronobus, el cual solía ser de hierro, que simbolizaba fuerza y duración. La aceptación de este anillo suponía el sometimiento de la futura esposa al esposo.

“Aquellos además que habían recibido anillos de oro porque iban en una embajada solo los llevaban en público, pero en sus casas los llevaban de hierro; esta es la razón por la que incluso ahora un anillo de hierro sin ninguna piedra se envía como regalo cuando se compromete.” (Plinio, Historia Natural, XXXIII, 4)

Es posible que ese anillo de hierro del que hablaba Plinio evolucionara con el
tiempo y fuera cada vez más elaborado, incluyendo metales como oro y plata, gemas y grabados.





Con el tiempo, las familias más pudientes entregaban anillos de oro como símbolo de su riqueza y estatus, aunque parece ser que solo se lucía en ocasiones especiales, cuando era preciso mostrarlo como símbolo de ostentación.

“Entre las mujeres incluso ha desaparecido aquella costumbre de nuestros antepasados que protegía la modestia y la sobriedad; cuando ninguna conocía el oro excepto en uno sólo de sus dedos, el que su esposo había ligado con el anillo nupcial.” (Tertuliano, Apologética, 6, 4)

En la propia ceremonia matrimonial era también posible hacer entrega de un anillo nupcial que podía llevar diversos símbolos relativos al matrimonio, como los rostros de los esposos, o bien unas manos derechas entrelazadas, e, incluso, mensajes deseando felicidad o salud o con los nombres de los contrayentes escritos.


Anillo de oro, siglo V,  Museo Británico, Londres

La representación de las manos derechas entrelazadas era considerada desde muy antiguo un símbolo de pacto y fidelidad y desde época de los Antoninos se tuvo como símbolo de la armonía conyugal.

“Querido Pánfilo, bien ves su hermosura y sus pocos años; y no ignoras que al presente ambas cualidades le resultan nocivas para custodiar su castidad y su fortuna. Debido a eso, yo, por esa tu diestra y por tu Genio, por tu fidelidad y por la soledad en que se va a encontrar esta, te conjuro que no la apartes de ti ni la abandones. Si yo te he amado como a un verdadero hermano, si esta siempre te ha apreciado como al que más y siempre se ha mostrado complaciente contigo en todas las cosas, yo te doy a ella como esposo, amigo, tutor y padre. Te lego los bienes que poseemos y los confío a tu lealtad”. Pone en la mía la mano de la muchacha; y expira en el acto. He recibido, pues, a Glicera como una prenda; y como la he recibido, así la guardaré.” (Terencio, Andria, I, 5)


Anillo de oro, siglo III

En referencia a esta armonía surgieron en la parte oriental del imperio unos anillos que llevaban inscrita la palabra omonoia, concordia en griego, acompañada habitualmente de otros motivos iconográficos relativos al cristianismo que imperaba en todo el territorio. Todo ello hacía referencia al hecho de que el matrimonio se realizaba por voluntad de Dios y debía seguir las directrices dadas por Cristo.


Anillo de matrimonio, siglo V-VI, foto Phoenix Ancient Art


Bibliografía

El matrimonio como estrategia en la carrera política durante el último tramo de la república, Santiago Castán Pérez-Gómez
Naturaleza jurídica del matrimonio: matrimonium y contractum como sinónimos durante siglos, Elisa Muñoz Catalán
Aspectos relativos al matrimonio en derecho romano y en derecho civil, Pablo Morales Solá
La dote en Roma, Miriam Sánchez Serrador
Análisis de la evolución del matrimonio a través del tiempo, Luis Pablo Angulo Vivanco y Anny Karina Carvajal Vivanco
La dextrarum iunctio y su evolución a los anillos de fede. Algunos ejemplos en gemas del Museo Arqueológico Nacional (Madrid), Elena Almirall Arnal
«His and Hers»: what degree of financial responsibility did husband and wife have for the matrimonial home and their life in common, in a Roman marriage?, John A. Crook
Roman Dowry and the Devolution of Property in the Principate, Richard P. Saller
The marriage alliance in the roman elite, Suzanne Dixon
To Have and to Hold: Marrying and Its Documentation in Western Christendom, 400–1600, Edited by Philip L. Reynolds and John Witte, Jr.