miércoles, 16 de diciembre de 2015

Ornamenta gemmarum, joyas con perlas y gemas en Roma antigua



Retrato Fayum, Liebieghaus, foto:FA2010

A lo largo de la historia los seres humanos se han visto fascinados por las perlas procedentes de las ostras marinas y por las gemas de brillantes y variados colores. Las clases más pudientes de distintas civilizaciones las han valorado siempre como piedras preciosas que complementaban su adorno personal y simbolizaban su status social y económico.

Tras las conquistas de Alejandro Magno (356 – 323 a.C.) enormes cantidades de perlas llegaron a los mercados de Occidente desde Oriente. Alejandría, capital del imperio Tolemaico desde el 304 a.C., se convirtió en una rica metrópolis donde incluso perlas de mejillones de Britania se ofrecían a la venta, traídas por los Fenicios que habían llegado hasta las costas británicas en el siglo VII a.C.


Mosaico con retrato femenino, Museo Arqueológico de Nápoles

Tanto Plinio como el Periplo del Mar Eritreo destacaban las perlas del Índico por su calidad y tamaño. Las perlas del Golfo Pérsico y del Mar rojo resaltaban por su blancura. Las del Bósforo eran rojizas y de menor tamaño. Las de la costa de Mauritania eran pequeñas y las perlas británicas sobresalían por ser más oscuras y con tonos áureos. Se decía que no existían dos perlas idénticas porque todas variaban en color, tamaño, forma y peso. Las que poseían mayor valor comercial eran las del Índico.


En efecto, la mejor (perla) es la del Mar Indio y la del Mar Rojo. Pero también las hay en el Océano occidental, donde está la isla de Bretaña. Pero parece que es más o menos dorada y tiene brillos más débiles y apagados. Dice Juba que también las hay en el Estrecho del Bósforo, que son inferiores a las de Britania y su origen no es inferior al de la India y del Mar Rojo. Pero sostiene que la perla de tierra firme india no tiene una naturaleza particular, sino que es el resultado del cristal formado no de los hielos sino del mineral.


Retrato de El Fayum, Museo de Bellas Artes
de Strasburgo
“Y la perla, celebrada por los estúpidos y admirada entre las mujeres, es también ella, por supuesto, una criatura del Mar Rojo, y se cuenta la fantástica historia de que ella es engendrada precisamente cuando los rayos solares refulgen sobre las conchas abiertas."
Por lo visto, estas conchas, que son las madres de las antes citadas, se cogen cuando hace buen día y el mar no se mueve. Los buscadores de perlas, una vez que las cogen, extraen de ellas nada más y nada menos que esa perla que hechiza el alma de las lujuriosas.


Y por lo visto, a los vendedores y compradores de estas joyas les parecen más bellas y más caras cuanto más blancas y más grandes son. Y con ellas se han hecho ricos de verdad, ¡os lo juro!, no pocos que viven de este negocio.

La perla tiene, por su propia condición, esa suavidad y perfecta redondez características de su envoltura. Y si uno, por procedimientos técnicos fruto de sus conocimientos, pretende, en forma distinta, a la contextura natural de la perla, redondear a una de ellas y hacer que adquiera otra suavidad, la perla deja malparada la insidia de que es objeto, porque no se doblega a ello, …” (Eliano, Historia de los Animales, L. X)


En el Imperio romano la perla fue asociada rápidamente con el lujo. Así, tanto en el mundo romano como en el bizantino, la posesión y ostentación de perlas se convirtió en distintivo de las élites sociales.

Plinio culpaba a la victoria de Pompeyo sobre Mitrídates y su triunfo en 61 a.C. del gusto de los romanos por las perlas y gemas durante los últimos años de la República, que continuó durante todo el Imperio. Bajo el gobierno de Octavio Augusto se volvieron a dar las condiciones que posibilitaron un comercio marítimo más seguro a Oriente, esta vez bajo la protección de una flota romana que permitía la reapertura de antiguas rutas o el hallazgo de nuevas.


Pendiente de perla, Museo Metropolitan de Nueva York
“En efecto, puesto que Antonio, considerando que cualquier cosa que se engendrara en el mar, en la tierra o incluso en el cielo había nacido para saciar su propia glotonería, lo dirigía a su boca y sus dientes y, cautivo por esta razón, quería hacer del Imperio romano un reino egipcio, su esposa Cleopatra, que no soportaba ser vencida por los romanos y ni siquiera en el lujo, le apostó que podía gastarse en una cena diez millones de sestercios. Aquello le pareció asombroso a Antonio y sin dilación aceptó la apuesta digna de un mediador como Munacio Planco, que fue elegido árbitro de tan honrada competición. Al día siguiente, sondeando a Antonio, Cleopatra preparó una cena fastuosa, pero no admirada por Antonio, puesto que ciertamente conocía sus lujos diarios todo lo que ofrecía. Entonces la reina, entre risas, reclamó una copa, a la que le añade algo de vinagre amargo, y seguidamente introduce una perla que se había quitado de una oreja, rápidamente se diluye – según es la naturaleza de esta piedra – y se la bebe; y, aunque había ganado en el acto la apuesta sin esfuerzo – había gastado en la propia perla diez millones de sestercios -, sin embargo, dirigió su mano de manera semejante también hacia la perla de su otra oreja; ahora bien, Munacio Planco, un juez severísimo, dictaminó rápidamente que Antonio había perdido. Se pudo observar luego de qué tamaño era aquella perla, puesto que la que quedó, después de vencida la reina y capturado Egipto, se transportó a Roma y se cortó, y se confeccionaron dos perlas de una sola y se le colocaron a una estatua de Venus, según se dice, de monstruoso tamaño en el templo que se denomina Panteón." (Macrobio, Saturnales, Libro III)


Cleopatra, pintura de Frank Dicksee

Los productos lujosos procedentes de China e India tenían numerosos clientes en Roma que podían pagar altos precios en oro y plata por ciertos objetos por simple placer. Este intercambio comercial provocaba, según lamentaba Plinio, la salida de grandes riquezas de Roma a principios del Imperio, aunque no es posible saber el coste real que el comercio de perlas supuso para Roma.
                                                                                                                          
“no es de ahora que la India obtiene menos de cincuenta millones de sestercios de nuestro imperio a cambio de mercancías vendidas entre nosotros por un precio cien veces superior” (Plinio, HN 6.26), a lo que añade posteriormente que “cien millones de sestercios, al cálculo más bajo, salen anualmente de nuestro Imperio por la India, Sérica y la península Arábica” (Plinio, HN 12.41)


Pendientes de perla Pompeya

El hecho de que el Mediterráneo careciera de caladeros propios contribuyó a que además de como un bien de importación adquiriera valor como un bien de prestigio. Por otro lado, la legislación romana trató desde muy pronto de limitar la fuga de capitales por la compra de productos de lujo a pueblos extranjeros, y aunque en muchos casos no se hace mención expresa de las perlas, se vio afectado su comercio como el de otros bienes de lujo. De esta manera, desde muy temprano se instituyeron en Roma una serie de leyes suntuarias destinadas a limitar el número de personas que podían hacer ostentación de joyas, y por tanto de perlas.

“Gelia no jura por los misterios sagrados de Dindimene, ni por el buey de la novilla del Nilo ni, en una palabra, por ningún dios o diosa jura Gelia, sino por sus perlas. A éstas abraza, a éstas cubre de besos, a éstas las llama sus hermanos, a éstas las llama sus hermanas, a éstas quiere más ardientemente que a sus dos hijos. Si por alguna desgracia la pobrecilla se quedara sin ellas, dice que no viviría ni una hora. ¡Ay, qué bien vendría ahora, Papiriano, la mano de Anneo Sereno!” (Marcial, 8, 81)

Ya en época de Julio César se llegó a prohibir a las mujeres, bajo una serie de medidas austeras, el uso de literas, púrpuras y perlas, exceptuando a ciertas personas según su edad, o bien por tratarse de un día festivo.

Pero la aplicación de estas leyes suntuarias al final de la República no fue del todo efectiva, un ejemplo de ello es que Julio Cesar regaló a su amante Servilia, en el año 59 a. C., “una perla que le había costado seis millones de sestercios” (Suetonio, Julio Cesar, 50)





Las perlas formaban parte del patrimonio familiar y la posesión de joyas se equiparaba a tener tierras en propiedad y se apreciaba más que gastarse el dinero en perfumes y vestidos lujosos, por ser estos perecederos. Las joyas se dejaban en herencia, se podían vender o incluso retocar para extraer una pieza y venderla en solitario. Los nuevos ricos presumían de las joyas que regalaban a sus esposas como símbolo de su riqueza y éstas disfrutaban de estos adornos que les hacía “brillar” en la sociedad romana luciéndolas en banquetes y festividades religiosas.

“Para no ser menos, Cintila se quitó una bolsita dorada que llevaba al cuello y que ella llamaba su Felición. Sacó dos pendientes y los dio a contemplar a Fortunata.



Pendientes de oro y perlas, Victoria and Albert Museum

Ya lo ves- dijo-. Te aseguro que nadie tiene regalos tan valiosos como los que me ha hecho mi marido.
Claro – dijo Habinas -, como que me has desplumado para poderte comprar estas habas de cristal. ¡Seguro que si tuviera una hija le cortaría las orejas! De no existir las mujeres, los precios estarían por los suelos.” (Petronio, Satyricon, 67)




Estas joyas dentro de las mansiones romanas solían ponerse a buen recaudo por los esclavos de confianza, los atrienses, encargados de guardar las joyas y perlas de la casa, conociéndose incluso en las inscripciones a través de la formula ad margarita.

 Las leyes suntuarias a lo largo del imperio cayeron en desuso de mano de los propios emperadores y los miembros de su familia, siendo las perlas uno de los elementos más visibles de su ostentación.

«Yo he visto a Lolia Paulina, esposa del príncipe Cayo Calígula, cubierta de esmeraldas y de perlas, no en alguna ceremonia de aparato severa y solemne, sino incluso en un banquete corriente de esponsales; entrelazadas alternadamente, las joyas resplandecían por toda la cabeza, en la cabellera trenzada, las orejas, el cuello y los dedos, sumando en conjunto cuarenta millones de sestercios. [...] Y no se trataba de regalos de un generoso príncipe, sino del patrimonio de sus antepasados, es decir, del producto del despojo de las provincias». (Plin. NH 9.58.117)


Retrato de El Fayum

El comercio de las perlas se concentró en manos de los “margaritarii”, nombre dado a los buscadores de perlas y a los comerciantes y joyeros también, quienes establecieron sus “officinae margaritariorum” en el Foro Romano. La “margarita” se convirtió en uno de los productos más lujosos, y pasó a denominar objetos queridos o incluso personas amadas, especialmente niños.

Las gemas, valiosos indicadores de cultura y estatus, eran buscadas por las élites griegas y romanas. Una gema es una piedra preciosa o semipreciosa que ha sido cortada, pulida, grabada o alterada de alguna otra forma para ser utilizada como insignia personal para hacer sellos o como decoración. A menudo importadas desde lejos, las gemas antiguas eran verdaderamente exóticas, y sus colores brillantes y luminiscencia incrementaban su valor.

“No mencionaré tus costosos pendientes, tus brillantes perlas de las profundidades del Mar Rojo, tus vistosas esmeraldas verdes, tus resplandecientes ónices, tus líquidos zafiros,—tonos que hacen volverse a las matronas, y les hace desear su posesión.” (S. Jerónimo, CXXX, 7)

Las gemas utilizadas en joyería ornamental eran tasadas no solo por su grabado distintivo, sino también por la belleza de sus piedras, pero se les concedía propiedades medicinales y curativas basadas en el color de cada piedra. Los médicos las prescribían molidas en un fino polvo mezclado con líquido para remediar algunos males.


Pintura de John William Godward

El cristal de roca procedía según Plinio de la India y los Alpes entre otros lugares. Era símbolo de pureza por su trasparencia y se creía que ayudaba a encontrar el equilibrio del cuerpo. Las piedras rojas como el granate aliviaban enfermedades relacionadas con la sangre. La amatista por su colorido similar al vino se utilizaba para aminorar los efectos de la borrachera. Las de color verde como la esmeralda proporcionaban cura a los problemas estomacales y las azules, como el zafiro reducían las hinchazones asociadas con hematomas. El ópalo por su concentración de colores proporcionaba tratamiento para una gran variedad de enfermedades.



Collar con cristal de roca, Museo Metropolitan de Nueva York

Según Plinio se mejoraba el brillo de las piedras hirviéndolas en miel, especialmente la de Córcega. 

La popularidad del ámbar se debía a las propiedades terapéuticas se le otorgaban y a sus cualidades estéticas. Así, Plinio el Viejo ya refiere el empleo de collares de ámbar contra las enfermedades de la garganta y el pecho, y utilizado frente a fiebres y diversos males (Historia Natural, XXXVII, 44-51). Mientras, en el ámbito funerario parecen pesar también las creencias de que se trata de un material favorecedor del descanso de los difuntos, un ejemplo más del valor mágico-religioso que se le supone ya desde antiguo, en época romana ligado especialmente a los momentos de tránsito.
Con todo, en determinados círculos, a pesar de lo relativamente extendido de su uso, la sucina gemma, como así la llama Isidoro (Etimologías, XX, 5), es vista como símbolo de lujo, a evitar por parte de aquellos que quieren guiarse por la virtud, como podemos ver, por ejemplo, en el Peristephanon de Prudencio a finales del siglo IV.


Sortija de ámbar

Los etruscos y los romanos disfrutaron de joyas y adornos elaborados por artistas especializados en ámbar que transformaban los pedazos que venían del Báltico en bruto en verdaderas joyas de arte. Se hacían camafeos y objetos de lujo finamente tallados. La sociedad romana consideraba el ámbar como símbolo de fertilidad y buena suerte, de ahí que los gladiadores lo llevaran entre sus ropas, como un talismán, cuando salían a luchar.

Otra piedra considerada semipreciosa muy utilizada en diversas épocas desde la edad de Bronce es el azabache, una variedad dura y negra del lignito de alto valor económico y artesanal que, una vez pulida, adquiere un brillo aterciopelado. Este mineral orgánico procede de la madera de árboles fosilizados. En la época romana extraían este material en grandes cantidades, y se utilizaba con frecuencia en amuletos y colgantes, debido a sus supuestas cualidades protectoras y la capacidad de desviar la mirada del mal de ojo. Se le confirió un uso "mágico" a este material britano. Cayo Julio Solino escribió cómo este azabache era muy apreciado para joyas ornamentales y se elaboraba en gran parte en el asentamiento de Eburacum (actual ciudad de York); y el escritor y naturalista Plinio el Viejo sugería algunas propiedades médicas.



Camafeo de azabache, Museo Británico

Según una antigua leyenda, Amatista era el nombre de una bella ninfa que tuvo la desgracia de despertar la admiración de Baco, el rey del vino, en una de sus orgías. Horrorizada ante la idea de tener que compartir la pasión de tal amante rogó con tanta fuerza a la diosa de la castidad que esta la transformó en un cristal puro y frío cuando Baco se acercó a abrazarla. Sorprendido y humillado, Baco vertió su copa de vino sobre el cristal, confiriéndole así un color violeta. Cuando volvió a entrar en razón, Baco le concedió la capacidad de proteger al portador de la embriaguez. De hecho, en una copa color violeta, el agua representa el color del vino, de modo que cualquiera que bebiera de esta copa parecería estar bebiendo vino… así, evitarían emborracharse, virtud atribuida a la amatista.

Amatista con Bacante
Se trata de una amatista tallada con una figura de la diosa Embriaguez personificada y puesta en un anillo que perteneció a la reina Cleopatra (no se sabe cuál, de las muchas que llevaron este nombre en la dinastía macedonia, pero tal vez la hermana de Alejandro Magno, mujer de Alejandro del Epiro, que fue asesinada hacia el 308). La piedra era considerada como amuleto que impedía la ebriedad en quien la llevara, así la diosa, tiene que mantenerse serena por el material en que está tallada y también por la majestad de quien la ostenta.

“Soy Embriaguez y hábil mano talló mi figura
en amatista, piedra con el tema no acorde;
pero, siendo sagrado joyel de Cleopatra, serena,
tiene, aun ebria, que estar la diosa en su mano.”
(Antología Palatina IX, 752)


La esmeralda, del latín smaragdus es una variedad de berilo noble, de color verde a causa del óxido de cromo que contiene. Es una piedra preciosa que una vez tallada presenta un intenso brillo y que es inatacable por los ácidos. Las esmeraldas utilizadas en época romana parece que provenían de las minas egipcias de Marsa Alam, las cuales ya se explotaban en la era Ptolemaica. Plinio describe la esmeralda como una de las piedras preciosas más valoradas, resaltando su agradable color a la vista y su efecto sobre ella, que permitía descansar los ojos cuando se miraba a través de la preciada gema. Explica que cuando la superficie de la esmeralda es plana podía reflejar los objetos como en un espejo y añade que Nerón solía ver los combates de los gladiadores con una esmeralda. En época romana las esmeraldas más consideradas venían de Escitia.


Pendiente con perlas y esmeralda, Museo Metropolitan

Estas piedras tan valiosas eran a menudo dignas de ser regaladas como cuenta Marcial en el caso de una mujer que se las regala a su amante entre otras cosas:

“Has regalado, Cloe, al joven Luperco mantos de escarlata de Hispania y de Tiro y una toga lavada por las aguas tibias del Galeso, sardónices de la India, esmeraldas de Escitia y cien monedas de nuestro nuevo señor: pida lo que pida tú le das más y más.” (Marcial, IV, 28)



El ópalo fue una de las piedras más estimadas en época romana. Los comerciantes hicieron creer a los romanos que estas piedras venían de la India, cuando en verdad ellos las adquirían en las minas de los Cárpatos y las hacían llegar a los grandes mercados como provenientes de Oriente, pues en Roma se creía que las gemas maduraban mejor en climas templados y por ello las procedentes de la India se consideraban las más puras. Este engaño pudo deberse a que los mercaderes de ópalos posiblemente tenían la certeza de que de saberse que estas piedras eran originarias de los Cárpatos, especialmente de Hungría y Eslovaquia, los romanos irían y confiscarían las minas.

A partir del año 5. d.C. al ópalo se le llamó ophthalmis lapis, la piedra que ve todo, lo sabe todo y concede a su poseedor la capacidad de predecir el futuro, por lo que se convirtió en una de las gemas más estimadas del Imperio Romano.

Plinio describe el ópalo afirmando “el fuego resplandece en él más que en el carbunclo, la púrpura brilla más que en la amatista, destaca el verde mar de la esmeralda, todo unido para brillar en común”.

Del valor que los romanos daban a esta piedra queda el ejemplo del senador Nonnio que poseía un ópalo valorado en unos dos millones de sestercios y que cuando Marco Antonio le ofreció comprarlo para regalárselo a Cleopatra, se negó, y cuando fue amenazado con perder su riqueza e, incluso, su vida, huyó de Roma, con su preciada posesión, dejando todo lo demás detrás.

Entre las piedras azules que los romanos gustaron lucir podemos ver que el zafiro, procedente mayormente de Sri Lanka y Birmania, era una piedra preciosa que se engarzaba en oro, anillos, pendientes, collares. 

Entalle de aguamarina, con retrato
de Julia Domna
Aguamarinas, piedras protectoras de los marineros, por su tono semejante al agua del mar y piedras de lapislázuli, originarias de Afganistán, fueron utilizadas en lujosas piezas de joyería y ornamentación.

Los cuarzos opacos y translúcidos y las calcedonias, conocidas popularmente como cornalina, el jaspe, el ónice y la sardónica vienen en una variedad de colores. También se pueden realzar artificialmente sus tonalidades mediante una variedad de métodos. La piedra sardónica fue usada por Escipión Africano como sello.

“Severo, mi querido Estela da vueltas en un solo dedo a sardónicas, esmeraldas, diamantes y jaspes. Encontrarás muchas perlas en sus dedos, pero aún más en sus poemas. Por eso, creo, es culta su mano.” (Marcial, V, 11)



Camafeo con sardónices, Christie's Images Ltd. 2010


El diamante procedía de la India y por su especial dureza ya se utilizaba en época romana para cortar otras gemas como el zafiro. Juvenal atribuye a Berenice, princesa de Judea, amante de Tito, antes de ser emperador, la posesión de un anillo de diamante, regalado por su hermano Agripa, y que era objeto de deseo de las mujeres ricas. Juvenal lo pone como ejemplo de ostentoso adorno personal en contraposición al ideal de la virtuosa matrona que no exhibe joyas, al menos en público.


Anillo con cristal de diamante

La referencia de la emperatriz Livia, esposa de Augusto, puede servir para mostrar como una respetable matrona no se mostraba con sus joyas ante los ciudadanos, para seguir la costumbre de la austeridad y sobriedad romanas, como se puede ver en sus retratos, en los que siempre aparece sin joyas y sin embargo mantenía entre sus sirvientes al menos a un orfebre y un engarzador de perlas.



Mosaico, Museo Metropolitan

Algunos emperadores intentaron impedir el gasto excesivo de algunas mujeres de la casa imperial haciendo vender joyas y vestidos e imponiendo medidas para evitar el derroche.

“Vendió todas las piedras preciosas que tenía y el oro de la venta lo ingresó en el tesoro público, diciendo que los hombres no debían hacer uso de ellas y que las matronas reales debían contentarse con una redecilla, unos pendientes, un collar adornado con perlas y una corona para utilizarla cuando ofrecieran sacrificios, un solo manto salpicado de oro y una ciclada que no tuviera más de seis onzas de oro.” (Historia Augusta, Alex. Severo, 41)






Las piedras preciosas también adornaban el cabello, la ropa y el calzado de las damas romanas. Los retratos egipcios del Fayum y los bustos sirios de Palmira nos enseñan cómo lucían diversas joyas de forma exagerada.

“Porqué la mujer, no satisfecha con su encanto natural, finge una hermosura exterior, como si la mano del Señor, su creador, le hubiera concedido un rostro sin terminar, que exige todavía algún otro detalle, ya sea embelleciendo su altiva frente coronada de amatistas engarzadas, ya sea ciñendo su cándido cuello de brillantes collares, o bien colgando de sus orejas pendientes de verdes esmeraldas.” (Prudencio, Hamartigenia)

Las perlas y gemas formaban parte de los regalos del novio a la novia en los esponsales y de la dote que la novia aportaba al matrimonio.



Retrato de mujer con pendientes y collares de esmeraldas

“Su prometida era Junia Fadila, bisnieta de Antonino, que más tarde se casó con Toxocio, un senador de la misma familia que pereció después de la pretura y del que aún se conservan obras en verso. Ella guardó las arras reales, que, según cuenta Junio Cordo —investigador de tales hechos—, dicen que fueron estas: un collar de nueve perlas, una redecilla con once esmeraldas, un brazalete con un engarce de cuatro zafiros, además de los vestidos, todos regios y bordados en oro, y los demás adornos propios de los esponsales”. (Maximino, Historia Augusta)


Retrato de mujer con pendientes de perlas y
collar con perlas y esmeraldas


El ajuar que la novia aportaba como dote al matrimonio incluía dinero, joyas, ropa y algunos enseres domésticos. Todo ello se devolvía a la esposa en caso de divorcio, pero en algunos casos se utilizaba en caso de necesidad económica de la familia. Algunos documentos encontrados muestran que los objetos se listaban en un contrato firmado. En el papiro X 1273 de Oxirrinco se enumeran las joyas que Aurelia Tauseiris lleva al matrimonio y que incluyen piedras preciosas: un collar con una gema, un broche con cinco gemas, un par de pendientes con diez perlas y un anillo.


Collar con esmeraldas, cornalinas, granate y ónice, Museo Metropolitan

“Había comprado, pues, para la joven el ajuar: un collar de piedras de colores y un vestido enteramente de púrpura, que en las partes en que los demás vestidos tienen púrpura tenía adornos de oro. Las piedras competían entre sí. Un jacinto era una rosa en piedra y una amatista una mancha morada cerca del oro. Y entre ambas piedras había otras tres, con una secuencia ordenada de colores. Las tres estaban engastadas juntas, de modo que el extremo de la piedra era negro, el cuerpo central blanco veteado de negro y, a continuación del blanco, el resto remataba en el color del fuego. Y esta piedra, con una guirnalda dorada, imitaba un ojo de oro.” (Aquiles Tacio, Leucipa y Clitofonte, II)

Algunas damas romanas de la Bética y otras provincias legaron sus joyas o dinero para adornar estatuas de divinidades femeninas, esperando tener su intercesión en la vida eterna que esperaban. Ello se debía a la devoción que siguiendo los cultos orientales les hacía creer que las estatuas conservaban a la diosa en su interior y a dejar recuerdo de su generosidad y alto status económico que les permitía gastar gran cantidad de dinero en joyas y de su preeminencia social que por ser mujer no podía exhibir de otra forma. En el Museo Arqueológico de Sevilla existe un pedestal de mármol dedicado a Isis por Fabia Fabiana en honor de su nieta.

Retrato de mujer con joyas de oro y perlas

(A la joven Isis, por mandato del dios Netón. Fabia Fabiana, hija de Lucio, su abuela, en honor de su piadosa nieta, Avita, entrega gustosamente un peso de plata de ciento doce libras y media, dos onzas y media y cinco escrúpulos (para la estatua de la diosa). Además, estos ornamentos: para la diadema, una perla excepcional y seis perlas (de unio y margarita). Dos esmeraldas, siete cilindros, una gema de carbunclo, otra de jacinto y dos gemas ceraunias. Para los pendientes de las orejas, dos esmeraldas y dos margaritas; para el collar, una gargantilla de cuatro sartas de treinta y seis perlas y dieciséis esmeraldas y dos más para el broche; para las pulseras de los tobillos, dos esmeraldas y once cilindros; para el dedo pequeño dos anillos de diamante; para el dedo siguiente (anular), un anillo engarzado con mucha pedrería de esmeraldas y una margarita; para el dedo mayor (corazón), un anillo con esmeralda; y para las sandalias, ocho cilindros)

La superstición de los romanos hacía que frente a los malos presagios estuvieran dispuestos a hacer ofrendas con joyas a una divinidad que le propiciara buena suerte.

“Prodigios tan elocuentes como numerosos, habían anunciado a Galba desde el principio de su principado cuál debía ser su fin... Había elegido en el tesoro imperial un collar de perlas y piedras preciosas con el que quería adornar su estatua de la Fortuna, en Túsculo, mas creyéndole digno de una divinidad más augusta lo dedicó a la Venus del Capitolio. A la siguiente noche se le apareció en sueños la Fortuna, se quejó de la ofensa que le había inferido y lo amenazó con quitarle en seguida todo lo que le había dado.” (Suet. Galba, 18)





Los reyes de los países Orientales solían engalanarse con las piedras preciosas que se hallaban en sus territorios o que adquirían de los comerciantes que las traían de los lugares más lejanos. Ni siquiera tras perder su trono renunciaban a adornarse con sus joyas. En la Historia Augusta se relata como la reina Zenobia de Palmira desfiló como prisionera en el triunfo de Aureliano en Roma cargada con sus joyas.


“Desfilaba también Zenobia, adornada con sus piedras preciosas y maniatada con cadenas de oro que otros la ayudaban a llevar.” (Historia Augusta, Aureliano, 34)



Busto de mujer ricamente enjoyada, Palmira

El regalo de piedras preciosas era un signo de hospitalidad. Ya en la época de la República era normal que los reyes hicieran regalos de joyas con gemas a sus invitados para demostrar su riqueza e importancia.

“Abandonó Tolomeo la alianza con Roma, temeroso del resultado de la guerra; no obstante, le dio naves que le acompañasen hasta Chipre, y, saludándole y obsequiándole en él mismo puerto, le regaló una esmeralda engastada en oro; y aunque al principio se negó a admitirla, haciéndole ver el Rey que estaba grabado en ella su retrato, temió rehusarla, no se creyera que se marchaba enemistado y se intentase algo contra él durante su viaje en el mar.” (Plutarco, V. Paralelas, Lúculo, III)

La avidez por las piedras preciosas provocó la aparición de gemas falsas por lo que el historiador Plinio proporcionó algunos consejos para diferenciar las verdaderas de sus imitaciones: examinar las piezas a la luz del día, tener en cuenta que las verdaderas eran más pesadas y frías, las falsas solían ser más ásperas. El polvo de obsidiana dejaba una marca en las imitaciones.


(Del ópalo) “No hay piedra que sea imitada por los falsificadores con más exactitud que ésta, en vidrio, siendo la luz solar la única forma de detectarlo.



Sortija con ópalo

Porque cuando un ópalo falso se sujeta entre el dedo y el pulgar y se expone a los rayos del Sol, presenta un único color transparente por todas partes, mientras que el auténtico ofrece varios tonos que se reflejan uno tras otro, como si derramase su brillo luminoso por los dedos.” (Plinio, H. N. XXXVII, 22)

La pasta vítrea se usaba con frecuencia para imitar las gemas coloreándolas de acuerdo a la piedra que se quería copiar; resultaba barato, y las clases menos pudientes podían tener sus propias piedras talladas hechas a molde o con la impronta de una gema grabada.



Collar con cuentas de pasta vítrea

Las piedras preciosas se empleaban además de para el adorno personal para la ornamentación de los vasos de bebida, algo que ya hacían los griegos. Estos recipientes (gemmata potaria) los enviaban los reyes extranjeros al pueblo romano y con ellos los emperadores recompensaban los servicios de sus generales o de sus jefes de tribus germánicas.

“Sopesó unas viejas copas dedaleras y, si es que había alguna, las copas ennoblecidas por la mano de Méntor, y contó las esmeraldas engastadas en oro cincelado y todo cuanto tintinea más que orgullosamente desde una oreja blanca como la nieve. Las sardónicas, en cambio, las buscó por todas las mesas y puso precio a unos jaspes grandes. Cuando a la hora undécima, cansado, ya se marchaba, compró dos cálices por un as, y se los llevó él mismo.” (Marcial, IX, 59)

Los materiales preciosos y gemas servían para realzar la belleza y el lujo de las mansiones romanas. Varios ejemplos en la literatura latina muestran que estaban presentes en las vidas de los más ricos.



Copa de los Ptolomeos, en sardónice


“El fulgor amarillo del topacio hace brillar las jambas de las puertas, cuyas dos batientes, montadas sobre goznes de plata, están decoradas con porcelana, sardónice, amatista del Caucaso, jaspe indio, piedra de Calcis, esmeralda de Escitia, aguamarina, ágata; al otro lado de las puertas, la sombría entrada refleja el brillo de las esmeraldas del interior. Un espeso revestimiento de ónice recubre el suelo y gracias al tono azulado del jacinto prestan ambos a la laguna un color que armoniza con ella.” (Sidonio Apolinar, Poema 11, Epitalamio de Ruricio e Iberia)

El comercio de joyas entre joyero y cliente se podía hacer de varias formas. El cliente encargaba una pieza a su joyero proporcionando a veces sus propios materiales. También existía la producción de cada joyero para el mercado en la que se exponían los productos en los puestos o se iba de casa en casa para ofrecer sus mercancías. Y por último estaban los fabricantes joyeros que trabajaban para las grandes familias, como la Imperial, ejecutando sus obras según el gusto de sus clientes. En la ciudad de Roma el barrio de los joyeros estaba en la Via Sacra.


Pintura de Ettore Forti

Las gemas mágicas servían como amuletos, cuya posesión aseguraría a sus dueños bienestar alejando las enfermedades y las desgracias, y no se consideraban un bien de lujo por lo que era normal poseer más de uno. Empezaron a tener ese uso a partir del siglo II d. C. a causa del sincretismo religiosos que se produce en esa época con la llegada de religiones orientales y el Cristianismo.
Funcionalmente servían para diferentes propósitos, desde la simple protección piadosa de alguna divinidad, al uso médico para diferentes afecciones y enfermedades, entre las que destacan las dolencias estomacales, oculares, o las hemorragias. De la misma manera, podían tener propósitos más agresivos, como sucede en las gemas mágicas de tipo amoroso, aunque lo cierto es que este tipo de amuletos se caracterizan más por su carácter «defensivo» y «preventivo».

Estas piedras solían estar grabadas por ambos lados y tenían influencia greco-oriental. Por una cara se representaba un tema figurativo y por la otra una inscripción.


Gema mágica, trustees British museum

La inscripción que acompañaba a la imagen solía realizarse en la parte anterior de la gema, de tal forma que al engastarse en un anillo o colgante ―los soportes más comunes― el texto quedara oculto a la vista de los demás. Evidentemente no siempre era así, y observamos en muchos casos cómo la inscripción cubre ambas caras de la piedra e incluso el borde de la misma.


Sus virtudes se ocultaban tanto en las palabras mágicas como en los emblemas grabados. La inscripción, normalmente en caracteres griegos, correspondía palabras o fórmulas mágicas. Entre los emblemas más usados se encontraban las divinidades egipcias como Horus-Harpócrates, divinidades griegas y romanas y formas demoniacas a las que se atribuían la propiedad de evitar el mal de ojo.

En el Papiro Mágico XII se describe cómo se debe hacer un anillo con su correspondiente fórmula mágica: “Tomar un jaspe y gravar una serpiente en un círculo en medio del cual se representará a Selene con dos estrellas en los cuernos, y encima a Helios, junto a Abraxas; y en el otro lado el mismo nombre Abraxas y en el borde escribirás el santo y omnipotente encantamiento, el nombre IAO SABAOTH. Y cuando hayas consagrado la piedra, llévala en un anillo de oro, y cuando lo necesites, siempre que seas puro en ese momento y tendrás éxito en lo que puedas desear.”



Gema mágica de jaspe, Museo Thorvaldsen

Abraxas era una divinidad gnóstica del siglo II que se representaba con una cabeza de gallo y unas piernas simulando serpientes y armado con un látigo y un escudo.

Las piedras que se empleaban y que ya gozaban de poderes mágicos por sí mismas son el jaspe rojo, verde y amarillo, el heliotropo, un jaspe rojo con manchas verdes, la cornalina y la calcedonia.

Lucir costosas joyas fue costumbre que se mantuvo incluso tras la conversión al Cristianismo del Imperio Romano, como se puede constatar en los escritos de los autores cristianos, que suelen criticar el abuso que hacían hombres y mujeres de las joyas, pero demuestran que las mismas piedras preciosas que siglos atrás habían apetecido los acaudalados miembros de la sociedad romana seguían gustando a los ciudadanos ricos del Bajo Imperio.



Detalle de mosaico de la villa romana
de la Olmeda, Palencia
“Es propio de chiquillos quedarse absorto ante las piedras preciosas, ya sean opacas o verdes, ante Ios desechos del mar y las raeduras de la tierra. Lanzarse precipitadamente sobre el resplandor de las piedrecillas, sobre sus múltiples colores, y las baratijas de vidrio, es propio de insensatos que se dejan arrastrar por lo que sólo es apariencia impresionante. Es como cuando los niños, después de observar el fuego, se lanzan sobre él, inducidos por su fulgor, sin darse cuenta — por su inconsciencia— del grave riesgo que representa tocarlo. Lo mismo les ocurre a las mujeres necias con las piedras preciosas de las cadenas que rodean el cuello: las amatistas engastadas en los collares, las keraunitas, el jaspe, el topacio y la esmeralda de Mileto el objeto más preciado.” (Clemente de Alejandría, El Pedagogo, II)

Pendiente con perla y zafiro
Los últimos años del Imperio Romano no trajeron una disminución del uso de perlas y piedras preciosas entre los ciudadanos. Las representaciones artísticas nos muestran que tanto los hombres como las mujeres recargaban de forma ostentosa su cuerpo e indumentaria.

“Cuando estabas en el mundo amabas las cosas mundanas. Usabas colorete para las mejillas y albayalde para blanquear tu tez. Te peinabas con un tocado alto y trenzas postizas. No mencionaré tus caros pendientes, tus perlas relucientes de las profundidades del Mar Rojo, tus brillantes esmeraldas, tus resplandecientes ónices, tus líquidos zafiros, - colores que hacen volverse a las matronas que desean poseerlos.” (San Jerónimo, Epis. CXXX, 7)

Los nobles bizantinos adornaban sus ropas con gemas y los retratos de los emperadores y sus esposas reflejan el lujo propio de los príncipes de Oriente, como se puede ver en los mosaicos de Justiniano y Teodora en Rávena, donde la emperatriz luce en la cabeza la corona llamada stemma y alrededor del cuello el maniakis, prenda incrustada de joyas de origen persa y que ya aparece en las pinturas egipcias.

“Las piedras indias adornan en relieve tu vestimenta y preciosas hileras de esmeraldas verdean prolongadas. Se encuentra allí la amatista y el resplandor del oro ibero modera el azul del zafiro con sus fuegos misteriosos. Y no fue suficiente en tal tejido la simple hermosura; la aguja aumenta su mérito y tiene vida la obra bordada con hilos de metal. Abundante jaspe vivifica los adornos y las perlas de las Nereidas respiran en variadas figuras.” (Claudiano, IV Consulado de Honorio)



Retrato de la emperatriz Teodora, Rávena, Italia

Bibliografía:

www.academia.edu/11647695/La_venta_de_perlas_en_la_ciudad_de_Roma_durante_el_Alto_Imperio, Jordi Pérez González
www.igme.es/boletin/2012/123_2/5_ARTICULO%204.pdf, Comercio de perlas entre los siglos II a. C. y X d. C., D. Sevillano-López y D. Soutar Moroni
http://www.mcnbiografias.com/app-bio/do/show?key=fabia-fabiana
rodin.uca.es/xmlui/bitstream/handle/10498/11403/14086505.pdf?...1, Un aspecto de la magia en el mundo romano. Las gemas mágicas, Mª Dolores López de la Orden
grbs.library.duke.edu/article/viewFile/2981/5825, Cleopatra's Ring, Kathryn J. Gutzwiller
www.um.es/cepoat/.../wp-content/.../antiguedadycristianismo_24_19.pdf, ELEMENTOS DE INDUMENTARIA Y ADORNO PERSONAL, J. Vizcaíno Sánchez
https://openaccess.leidenuniv.nl/bitstream/handle/1887/20510/RMA%20Thesis%20Andrea%20Raat_repositorium.pdf?sequence=1, Diadems: a girl’s best friend? Jewellery finds and sculptural representations of jewellery from Rome and Palmyra in the first two centuries AD , Andrea Raat
https://www.britishmuseum.org/pdf/6%20Drauschke%20p%20rev-opt-sec.pdf,
Byzantine Jewellery? Amethyst Beads in East and West during the Early Byzantine Period, Jörg Drauschke
The world of Opals, Allan. W. Ecker, Google Books
Ancient Jewellery, Jack Ogden, Google Books










viernes, 30 de octubre de 2015

Funus romanorum, ritos funerarios de la antigua Roma

Desde los tiempos más antiguos los romanos desearon tener una muerte digna y un lugar donde sus restos pudiesen descansar en paz. El miedo a que su alma estuviera destinada a volver para atormentar a los vivos por no haber seguido el ceremonial tradicional en el momento del duelo y del entierro llevaba a todo romano pudiente a dejar dispuesto antes de morir los ritos funerarios que sus familiares y herederos debían dedicarle y también el lugar en el que debía ubicarse su tumba.

Mosaico romano de Pompeya, Museo Arqueológico Nacional de Nápoles

Los romanos pensaron de forma mayoritaria que sus muertos seguían viviendo en la tumba, donde el alma, en forma de sombra, se mantenía en relación directa con el cuerpo, habitando para siempre su eterna morada. De ahí la importancia de la sepultura, del ajuar funerario y por supuesto de las ofrendas periódicas realizadas por los parientes más próximos.

Adriano escribió, según la Historia Augusta, un pequeño poema sobre el destino de su alma, lo que podría servir para ver la importancia que los romanos daban a lo que acontecería a su alma tras la muerte.

“Pequeña alma blanda y tierna,
Huésped y compañera de mi cuerpo,
A qué regiones te dirigirás ahora
Paliducha, rígida y desnudita.
Ya no bromearás, como de costumbre.” (Adriano, Historia Augusta, XXV, 9)

También la familia poseída por el temor de que los espíritus de sus antepasados viniesen a atormentarles tras su fallecimiento entendía como una obligación celebrar el ritual funerario necesario y encontrar una sepultura digna, dotada del ajuar que el difunto necesitaba para su vida en el más allá.

Relieve funerario, Museo Nacional Romano

El poeta Propercio dejó escritas disposiciones para su propio funeral en una de sus elegías en las que no faltan los elementos más características de un típico funus romano, como el cortejo, el lamento, la urna con las cenizas, el epitafio y la visita de una persona cercana a la tumba.

“Cuando llegue, pues, la hora en que la muerte cierre mis ojos, escucha como debes disponer mi funeral: no se alargue entonces el cortejo fúnebre con gran desfile de imágenes, ni la trompeta se lamente inútilmente por mi muerte, ni se me extienda entonces un lecho de pies de marfil, ni descanse mi cadáver sobre un catafalco digno de Atalo. Que me falte una hilera de bandejas con esencias y tenga las exequias insignificantes de un funeral plebeyo. Suficiente es mi cortejo, si hay tres libritos, que ofrecer a Perséfone como regalo especial. Tú, en cambio, me seguirás arañándote el pecho desnudo, y no te cansarás de invocar mi nombre, pondrás el último beso en mis labios helados, cuando se me ofrende una caja de ónice llena de perfumes sirios. Después, cuando la llama prenda debajo y me convierta en ceniza, una pequeña urna reciba mis restos, póngase un laurel sobre mi exigua tumba, cuya sombra cubra el lugar de mi cadáver quemado, y haya dos versos:
EL HOMBRE QUE AHORA YACE COMO EL POLVO DESAGRADABLE, ESE FUE EN OTRO TIEMPO ESCLAVO DE UN SOLO AMOR.
La fama de mi sepulcro no será menos conocida que lo fue la tumba cruenta del héroe de Ptía. También tú, si alguna vez se cumple tu destino, acuérdate, recorre este camino, ya encanecida, hacia la lápida que te recuerde. Entre tanto, no desprecies mi sepultura, la tierra no es enteramente inconsciente de la verdad.”
 (Propercio, Elegías, II, 13)

Tapa de sarcófago, Museos Vaticanos, foto Samuel López

La tradición exigía que un familiar recogiera el último aliento del fallecido con un beso para que su alma no fuera atrapada por malos espíritus o fuera víctima de encantamientos o maldiciones. El mismo familiar que lo recogía, cerraba los ojos del difunto, tras lo cual los parientes llamaban al muerto por su nombre para hacerle volver del mundo de los muertos  y lloraban  por él, lo que se volvía a repetir varias veces hasta que el cuerpo era enterrado o incinerado (conclamatio).  Continuaban los lamentos y se depositaba el cuerpo en el suelo como  símbolo de su regreso a la tierra. El cuerpo se lavaba, amortajaba y perfumaba con ungüentos, se le vestía con una toga si era un importante ciudadano y se le cubría con un sudario blanco. Los pobres solo vestían un túnica oscura.


Jarrita para ungüentos, Museo Nacional de Nápoles, 
foto Samuel López
“Y ahora, Estico, tráeme la mortaja en que quiero me lleven envuelto a la tumba. Trae también el perfume y un poco de ungüento de aquella ánfora con el que mando que laven mis huesos.

Sin hacerse esperar, Estico trajo al comedor la mortaja blanca y la praetexta. Palpad- nos ordenó Trimalción- y ved de qué buena lana están hechas.” (Petronio, Satyricon, 77-78)

 Al difunto se le colocaba una corona en la cabeza, si había merecido llevar una en su vida y se le ponía una moneda en la boca para pagar al barquero  Caronte su trayecto al más allá y después era expuesto con los pies dirigidos hacia la puerta, como símbolo de su salida de este mundo, en el atrio o en otra habitación en caso de no haberlo.

"Tan arraigado está todo esto entre la mayoría, que, cuando muere algún miembro de la familia, lo primero de todo exponen su cadáver poniéndole un óbolo en la boca, destinado a ser el pago para el barquero por la travesía, sin pararse a pensar antes qué moneda es la que se cotiza y se maneja en el mundo subterráneo, y a ver si tiene validez allí el óbolo ático o macedonio o egineo, o si no sería mucho más práctico no tener que pagar el pasaje; así, si el barquero no lo recibiera, llegarían o podrían ser enviados de nuevo arriba a la vida. Después los lavan -como si para bañarlos allí abajo no hubiera suficiente agua en la laguna-, perfuman con la mejor mirra su cuerpo, que inicia ya una descomposición forzosa, los coronan con flores lozanas y los exponen primorosamente vestidos: está claro para que no tiriten de frío en el camino y para que no los vea desnudos Cerbero. Lamentos por ellos, quejidos de mujeres, llanto por doquier, pechos golpeados, cabelleras desgarradas y mejillas enrojecidas; vestidos que se rasgan de arriba abajo, polvo que se esparce por la cabeza y unos vivos que mueven más a compasión que el muerto. Ellos se retuercen por la tierra muchas veces y arañan sus cabezas contra el suelo; el muerto, en cambio, guapo y bien arreglado, coronado hasta la exageración, está allí expuesto engalanado y solemne, ataviado como para ir a una procesión." (Luciano, Del Luto)

Sarcófago romano, Museo Británico, Londres

Cuando se trataba de una familia pudiente, la preparación del cuerpo para su exposición y los preparativos para el funeral eran generalmente confiados a los empresarios  de pompas fúnebres (libitinarii). En la ciudad de Roma el templo de Libitina, diosa de los entierros, proporcionaba los enseres necesarios para celebrar un funeral digno. Los pollinctores eran los encargados de embalsamar o ungir con aceites los cuerpos y  por su contacto permanente con la muerte y los cadáveres  no eran  hombres libres, ya que su oficio se consideraba funesto.

“Mientras se preparaba la pira de Libitina con papiro para que ardiera ligera, mientras la esposa compraba llorosa la mirra y la canela, ya preparada la fosa, ya el lecho, ya el embalsamador, Numa me nombró su heredero: se ha curado.”  (Marcial, Epi. X, 97)

Si el difunto había desempeñado una magistratura se le podía hacer una máscara de cera en la que se reflejaba de forma muy realista su rostro y que se guardaba como un bien preciado en la familia.
Para anunciar la defunción se colgaba de las jambas de la puerta una rama de ciprés, árbol consagrado a Plutón, dios de los muertos, o ramas de otros árboles. La puerta se mantenía cerrada para comunicar que no se debería solicitar la atención de la familia para ningún negocio y que ésta, junto a la casa, permanecería impura hasta que se celebrara la ceremonia de purificación tras las exequias.

"Para colmo de todo eso, llega el banquete ritual. Asisten los parientes y se dedican a consolar a los padres del difunto; los persuaden para que prueben la comida, y la toman no sin apetito, por Zeus, ni porque los fuercen ellos, sino porque están desfallecidos después de tres días ininterrumpidos sin probar bocado.
Y van diciendo: «¿Hasta cuándo, oye tú, nos lamentaremos? Deja ya descansar a los espíritus del bienaventurado difunto. Y si has decidido llorar y llorar, por eso precisamente te conviene no estar sin comer, para que tengas fuerzas para hacer frente a un dolor tan fuerte." (Luciano, Del luto)

A continuación comenzaba el velatorio, cuya duración podía oscilar entre uno y siete días, pues los romanos temían que el difunto despertase de lo que habría sido una muerte aparente. El cuerpo se disponía sobre un lecho fúnebre, vestido lujosamente si la familia del difunto tenía dinero para ello, y era velado por sus parientes, mientras plañideras profesionales lloraban al desaparecido con expresiones repetitivas, que incluían cánticos alabando sus méritos y virtudes, y se mesaban los cabellos, golpeándose el pecho con gritos desgarradores. Guirnaldas y coronas de flores rodeaban el lecho, junto a antorchas, velas, lucernas  y quemadores de perfumes, para alejar el olor de la muerte y de la gente,  y algún músico tocando la flauta.

Relieve del sepulcro de los Haterii, Museos Vaticanos

Fue costumbre romana en los primeros tiempos que los funerales se realizaran por la noche a la luz de las antorchas que los encabezaban, y los de los niños y los pobres siguieron siendo nocturnos.
La música  de trompas y flautas acompañaban junto a las plañideras al cortejo fúnebre, según la costumbre tomada de los etruscos.

“Luego suena la trompeta, se encienden las candelas y, en fin, nuestro señorito, bien compuesto en el elevado lecho y empapado de ungüentos aceitosos extiende sus pies rígidos hacia la puerta, y los que desde ayer son quirites se cubren la cabeza y se llevan el cadáver.”(Persio, Sat. III)

El feretrum solía ser portado por los hijos, los familiares más próximos, los amigos o los libertos, mientras los más pobres  eran llevados  hasta su última morada por los vespilliones en una caja de bajo coste (sandapila).

Se iniciaba el traslado hasta el lugar de enterramiento, la llamada pompa funebris, con  un pregonero que anunciaba públicamente la ceremonia cuando el difunto era importante, y a partir de este momento se organizaba la procesión más o menos lujosa, según los medios de cada familia, la cual vestía con ropas negras. Las mujeres además de llevar vestiduras oscuras, iban sin joyas y habitualmente con el cabello suelto. Durante el Imperio algunas mujeres vistieron de color blanco durante el funeral.

“Y aunque la mente se conserve vigorosa, tendrá con todo que sacar los entierros de sus hijos, ver la pira de la esposa amada, o la del hermano, y urnas llenas con sus hermanas, ese es el castigo que le cae a los que viven demasiado: por culpa de las muertes sin cesar repetidas van haciéndose viejos entre muchas lamentaciones y revestidos de negro luto entre penas inacabables.” (Juvenal, sat. X)

En caso de personajes notables podían desfilar la imágenes en cera de los antepasados, que se guardaban en lugar visible de la casa, llevadas por actores vestidos apropiadamente para la ocasión.


Máscara romana, Egipto, Museo Universitario de Pensilvania

En las exequias de los patricios romanos de mediados del siglo II a.C. descritas por Polibio si el difunto era importante su cuerpo se disponía en los rostra en el foro, en posición erguida o reclinada, y allí se hacía un elogio del difunto (laudatio funebris), en la que se describía la historia de la familia y se alababa su vida pública y privada, con más o menos exageraciones delante de los ciudadanos.

“El cónsul Antonio hizo que, en vez del elogio fúnebre, fuesen leídos por un heraldo los senadoconsultos que otorgaban a César todos los honores divinos y humanos, y el juramento, además, que obligaba  a todos por la salud de uno, por su parte añadió muy pocas palabras a esta lectura.” (Suetonio, Vida de Julio César, LXXXIV)


Discurso de Antonio en el funeral de Julio César, William Holmes Sullivan,
crédito foto Royal Shakespeare Company Collection

Hacia el final de la República surgió una alternativa a la máscara funeraria, se esculpía un busto en la tumba. En algunos funerales se describen las imágenes rodeando el lecho funerario.

Tapa de sarcófago romano con efigie del difunto y busto, Museo Nacional Romano, 
foto Samuel López

Cuando el cortejo fúnebre llegaba al lugar de la inhumación o incineración se realizaba el rito de arrojar un poco de tierra sobre el cuerpo y en caso de haber cremación se cortaba una parte del cuerpo, normalmente un dedo, para ser enterrado (os resectum). En cuanto a la inhumación los pobres eran depositados directamente en la tierra, generalmente  extendidos totalmente, y pocas veces doblados, en simples fosas, o en baldas excavadas en la pared (loculi) en las catacumbas.

Los ricos eran metidos en sarcófagos de mármol, piedra, arcilla, plomo o madera, ricamente esculpidos. Los de plomo se introducían normalmente en otros de madera o piedra. Con frecuencia se echaba yeso (gypsum)  sobre el cuerpo, formando un molde y a veces  conservando fragmentos de la tela en la que había sido envuelto. Los sarcófagos se podían ubicar en cámaras funerarias, bajo túmulos o ser enterrados.
La cremación del cuerpo y del lecho en el que reposaba tenía lugar, bien donde se iban a enterrar las cenizas (bustum) o bien en un lugar reservado especialmente para las incineraciones (ustrinum). La pira era un montón rectangular de leña, a veces mezclado con papiro para que ardiese más fácilmente. Luego se depositaba el cuerpo en la pira junto a regalos y pertenencias personales del difunto que le servían para hacerle sentirse como en casa en su vida en el más allá, así como objetos relativos a su rango, insignias y armas para los militares, herramientas para los artesanos, husos para las matronas y juguetes para los niños.

Piezas de ajuar infantil, Museo Nacional Romano, foto Samuel López

Se abrían los ojos del difunto porque se consideraba nefasto  no mostrarlos al cielo y sus familiares le llamaban por su nombre por última vez. Se encendía la pira con la llama de las antorchas y cuando el fuego había ya consumido el cuerpo, los familiares recogían las cenizas, que solían ser regados con vino antes de guardarlas en urnas de diferentes formas y materiales, más sencillas para los que no tenían recursos y muy elaboradas y decoradas para los más poderosos. Las de los primeros se guardaban en casa o se enterraban en tumbas en el suelo cubiertas con losas de piedra o tejas (tegulas) colocadas formando un tejadillo a dos aguas y las de los segundos se ponían en altares en la casa o en cámaras funerarias, aunque los menos pudientes las dejarían en columbarios.

“Antistio Rústico ha muerto en las crueles tierras de los capadocios. ¡Oh tierra culpable de un crimen detestable! Nigrina ha repatriado en su regazo las cenizas de su amado marido y se ha quejado de que los caminos no hayan sido suficientemente largos. Y al dar la urna sagrada a la tumba —de la que siente envidia—, luego de haberle arrebatado a su marido, le parece que ha enviudado dos veces.” (Marcial, Epi. IX, 30)


Urna funeraria, Museo de Linares, Jaén, foto Samuel López

La cremación propiamente dicha era por regla efectuada por los ustores, mientras la excavación de la fosa correspondía a los fossores. Los dessignatores eran probablemente maestros de ceremonias para las exequias de los ricos, tanto hombres como mujeres que dirigían todo el ceremonial.

"Porque también acompañé contigo la solemnidad de su cortejo fúnebre: el féretro del niño, esa abominación que vio nuestra ciudad. Y he contemplado los dolorosos cúmulos de incienso consagrado al difunto y su alma llorosa sobrevolando su propio funeral, y a tí, que superabas los gritos de los padres y el plañir de las madres cuando, asido a su pira, te proponías aspirar sus llamas: a duras penas pude retenerte y, reteniéndote, participé igualado con tu duelo, te lastimé." (Estacio, II, 1)

Cicerón y Plinio indican que el rito habitual en la Roma primitiva era la inhumación. En el siglo V a.C., sin embargo, se alternan las inhumaciones e incineraciones y a fines de la República e inicio del Imperio se podía hablar de que la incineración era el rito más empleado. 

Escena de cremación en tapa de sarcófago, Museos Capitolinos, Roma, crédito foto Raia 2005

Los romanos recurrieron al rito de la incineración preferentemente debido quizás al gran incremento demográfico que sufrió Roma, al tiempo, de que este rito resultaba menos costoso que la inhumación, por lo que se hizo rápidamente más popular entre las clases más desfavorecidas. Cada familia sepultaba a sus muertos según sus posibilidades y la forma empleada, cremación o inhumación podía depender de una  elección  personal,  la tradición familiar o la costumbre local. Las sepulturas que guardaban los cuerpos inhumados solían tener más espacio para depositar los ajuares funerarios con los objetos que recordarían al difunto su vida terrenal, además de proporcionarle los utensilios domésticos que le ayudarían a alimentarse en el más allá, como platillos y vasijas.

Algunos ciudadanos ricos o de familias aristocráticas se mantuvieron fieles a la antigua costumbre funeraria de la inhumación, conocida desde la época etrusca. Desde el siglo III a.C. la ilustre familia de los Escipiones solía enterrar a sus muertos hasta que el dictador Cornelio Sila exigió que su cuerpo fuera incinerado ante el temor de que sus enemigos desenterraran y deshonraran sus restos, igual que él había hecho con su adversario político Mario. En época de Augusto casi todos los cadáveres se incineraban, y Tácito indica que en el funeral de Nerón el año 65 d.C. se usó la incineración que era una costumbre romana.

A comienzos del siglo II d.C., especialmente desde el reinado de Adriano, comenzó a extenderse de nuevo la inhumación,  debido quizás a la predicación en Roma del cristianismo que propugnaba la resurrección de la carne y por la propagación de algunos cultos semitas, que preferían garantizar la integridad del cuerpo para una supuesta vida en el más allá.

 Precisamente a este periodo se corresponden la mayor parte de los sarcófagos conocidos del mundo romano, en los que hay diferencias entre los paganos y  los cristianos. Los sarcófagos cristianos se suelen identificar bien, puesto que utilizan una iconografía relacionada con las sagradas escrituras.

El embalsamamiento se reservó para algunos personajes notables y con dinero, por el alto coste que suponía el proceso y los productos utilizados.

“No fue quemado su cuerpo según la costumbre romana,sino como usan los reyes extranjeros, embalsamándolo con sustancias olorosas, y se puso en el sepulcro de los Julios. Se le hicieron aún así exequias públicas, y en ellas el mismo Nerón, en la plaza llamada de los Rostros, que es donde se suelen hacer semejantes oraciones, alabó su gran hermosura, que había merecido ser madre de una niña divina, y de otros dones de fortuna en lugar de virtudes.” (Tácito, Anales, XVI, 6)

Elaborado sarcófago romano, Museo Nacional Romano, foto Samuel López

Los niños de menos de cuarenta días eran siempre sepultados, y en los primeros tiempos los más pequeños  solían ser enterrados en las propias casas. También eran inhumados los esclavos, cuyo entierro era costeado por su señor.

“Por Hércules, que lo pasamos muy bien. Escisa dio un espléndido banquete de novena en honor de un pobrecito esclavo suyo a quien había hecho liberto en la agonía. Y creo que tendrá que añadir un respetable tanto por ciento a los recaudadores, pues el muerto ha sido valorado en cincuenta mil sestercios. De todos modos, fue muy agradable, si bien nos vimos obligados a derramar la mitad de las libaciones sobre sus pobres huesos.”

Durante la República era costumbre sepultar solo una parte del cuerpo incinerado, por ejemplo un dedo. Esto se debía a que no se consideraba sagrado el lugar de la incineración hasta que se hubiera echada la tierra por encima.

“Antes de que se eche la tierra sobre los huesos, aquel lugar donde ha sido incinerado el cuerpo no tiene carácter religioso; una vez echada la tierra, entonces queda inhumado según derecho y el sepulcro recibe tal nombre y entonces adquiere finalmente muchas prerrogativas de carácter sagrado.” (Cicerón, De Las Leyes, L. II)

Tumbas en el entorno de la villa romana de Puente Genil, Córdoba, foto Samuel López

El obvio  peligro  de incendios obligó a realizar las quemas y enterramientos en campo abierto. Los emperadores Diocleciano y Maximiano continuaron con la prohibición en la ley XII del Código sobre los lugares sagrados.  Los emperadores cristianos como Teodosio dictaron normas  para evitar los perjuicios que suponían para los cultivos en los campos los enterramientos y las incineraciones sin control.

“Hay además dos leyes acerca de los sepulcros, de las cuales una cuida de los edificios de particulares, otra de los sepulcros en sí. En efecto, la prohibición de que “una pira u hoguera incineratoria se construya a menos de sesenta pies de una casa ajena contra la voluntad de su dueño”, parece ser por temor a un incendio del edificio; igualmente prohíbe el pebetero de incienso. A su vez el prohibir que el fórum, esto es, el vestíbulo de la tumba, y la pira sean objeto de usucapión, mira por el derecho de los sepulcros.” (Cicerón, De Las Leyes, L. II)

Todos los entierros debían celebrarse fuera de la ciudad. Esta norma establecida en la Ley de las XII tablas se observó hasta el final del Imperio, aunque había excepciones para algunas personas, como los emperadores. La precaución sanitaria y el temor a la contaminación explicaban esta ley.
Durante la República la zona este del Esquilino era el lugar donde se tiraban todos aquellos desperdicios que no eran arrastrados por las cloacas. Allí también estaban las fosas (puticuli) donde eran enterrados los pobres. Sólo eran agujeros en el suelo, sin ningún revestimiento. Allí se arrojaban los cadáveres de los pobres sin familia ni amigos, y sobre ellos se tiraban los cuerpos de los animales muertos, junto con la porquería y basura de las calles.

Las fosas se dejaban abiertas, sin cubrirlas incluso cuando estaban llenas, y el hedor y la contaminación ocasionada convertían la colina en un lugar absolutamente inhabitable. En época de Augusto el peligro sanitario de infecciones para la ciudad se hizo tan grande que los basureros fueron trasladados más lejos. Entonces el Esquilino, con sus fosas y su suelo de una profundidad de unos ocho metros, fue convertido en un parque llamado Horti Maecenatis.

“Aquí es donde antes traían desde sus estrechas celdas cadáveres de esclavos que un consiervo hacía poner en modesto ataúd. Era fosa común para mísera plebe, para el gorrón de Arrambla y el manirroto de Nomentano. Un mojón asignaba aquí mil pies de frente y trescientos de fondo: 
ESTE MONUMENTO NO PASARÁ A LOS HEREDEROS.
Ahora se puede vivir en un Esquilino salubre y pasear al solecito por la terraza desde donde poco ha triste se veía un campo desfigurado por huesos blancos.” (Horacio, Sat. I, 8)

Los miles de cuerpos que eran enterrados en el vertedero de Roma pertenecían a los extranjeros, esclavos abandonados, las víctimas que morían en la arena, criminales proscritos y los cuerpos sin identificar. Los condenados a muerte no eran enterrados y sus cuerpos eran abandonados a los buitres y otros animales carroñeros en el mismo lugar de la ejecución cerca de la Puerta Esquilina.
Brigadas de esclavos recogían por la noche los cadáveres de los desvalidos que se encontraban en las calles y los llevaban a enterrar, previa cremación, en esas fosas comunes.

"Cuatro siervos marcados transportaban el cadáver de un pobre, como los que recibe a millares la pira de los desvalidos."(Marcial, VIII, 75)

Monumento funerario, Via Appia, Roma, foto Samuel López

Las familias patricias romanas adoptaron la práctica de enterramiento a lo largo de los caminos que confluían en Roma y algunos de estos conservan los nombres correspondientes a aquellas: Vía Appia, Vía Aurelia, .... Los emperadores Domiciano y Septimio Severo fueron enterrados en las Vías Autina y Appia respectivamente y el propio emperador Adriano tuvo que volver a prohibir los enterramientos dentro de Roma ante la reincidencia de esta práctica. Mientras, el pueblo llano tenía hogueras públicas y sepulturas comunes en fosas o pozos profundos. El emperador Antonino reguló el abuso de los enterramientos en todo el Imperio.

Los ricos propietarios  se hacían enterrar con frecuencia en sus propias fincas, donde podían elegir el emplazamiento y rodear la tumba con huertos y jardines que alegraran la vista de los visitantes y sirvieran de gozo al fallecido mientras descansaba en la vida eterna.

¿Qué dices de todo esto, amigo carísimo? – dijo Trimalción, dirigiéndose a Habinas-. ¿Sigues en erigirme el mausoleo tal y como te lo encargué? Te ruego encarecidamente que a los pies de mi estatua aparezca mi perrita, unas coronas, perfumes y todas las peleas de Petraites. ¡Que por tu parte pueda yo seguir viviendo para la posteridad! Ítem más: que la fachada sea de cien pies de largo y doscientos de fondo, pues quiero que rodeen mis cenizas toda clase de frutales y grandes viñedos. Es totalmente absurdo estar preocupado por tener en vida casas elegantes y cómodas, sin ocuparnos de aquellas que hemos de habitar más tiempo...” (Petronio, Satyricon, 71)

Retrato funerario, El Fayum, Egipto
Algunas leyes y normas regulaban el gasto realizado al celebrar funerales privados, principalmente en cuanto a la ostentación en los cortejos fúnebres. También se estableció la lista de personas que tenían la obligación de celebrar los ritos funerarios: en primer lugar, el amigo, a quien el muerto hubiera designado en su testamento como encargado para hacerlo, en caso de no existir tal caso sería una persona designada por los amigos del difunto, y en caso de no darse ninguno de los casos anteriores, el heredero, si el fallecido había sido el cabeza de familia, y, de no ser así, el propio cabeza de familia sería el encargado.  También se regulaba en quien debía recaer el gasto de las exequias, el heredero, principalmente, y, en caso de no haber sido designado, el cabeza de familia; el padre de una mujer casada si ella no tenía dote para pagarlo; y, en su heredero o su esposo si ella se había emancipado de su padre.

“Con razón, pues, derramo lágrimas en honor de la muerte de Celso, lágrimas que él derramó por mí estando vivo, cuando partí para el destierro: con razón te dedico estos versos, que atestiguan tu singular modo de comportarte, para que quienes vivan en un futuro lean tu nombre, Celso.  Esto es lo que puedo enviarte desde los campos géticos: aquí solo esto es lo que me es lícito tener. No pude asistir a tus funerales ni ungir tu cuerpo, y de tu pira me separa todo el orbe. Quien pudo, Máximo, a quien tú en vida considerabas como un dios, cumplió todos sus deberes para contigo. Él te hizo unas exequias y un funeral de gran distinción y derramó el amomo sobre tu frío pecho y afligido diluyó ungüentos con sus abundantes lágrimas y enterrando tus huesos los cubrió con tierra próxima.” (Ovidio. Pónticas,  I, 9)

Como un entierro podía conllevar grandes gastos,  si alguien, sin ser el heredero, se hacía cargo del entierro podía exigir ser resarcido por su coste. Se consideran gastos del entierro todo lo que se invertía  en la preparación del cuerpo: ungüentos, precio de la sepultura, impuestos, si existían, etc.,  y estos gastos se deducían siempre de la herencia. Si alguien recibía un legado con la condición de construir una tumba, le era reducido parte de su legado en la cuantía fijada para la tumba.

La muerte era tenida por algo funesto, y  tras la inhumación o incineración se sacrificaba un cerdo  y se celebraba  el banquete funerario (silicernium) junto a la tumba para honrar al muerto, y después se hacía necesaria una profunda purificación (suffitio), con agua y fuego, de todo aquello que se había visto afectado por la misma, incluidos la familia, quienes habían tenido algún tipo de contacto con el cadáver y el hogar. 


Pintura funeraria de Ammonius, Villa Getty, crédito foto Mary Harrasch

Cada persona era rociada con una rama de laurel o de olivo (ambos árboles de fuerte contenido simbólico, relacionado entre otros aspectos con la inmortalidad) y debía saltar un fuego en el que se habrían quemado previamente sustancias diversas de carácter depurador. Hasta que terminaban los ritos de purificación comprendidos en las llamadas feriae denicales, hasta nueve días después del sepelio, la familia entera se mantenía bajo un luto riguroso, vistiendo ropajes negros (lugubria), símbolo de su carácter funesto. Las mujeres solían guardar el luto por un periodo comprendido entre diez meses y un año. Un año les fue decretado por el senado a las mujeres de Roma tras la muerte de Augusto y otro tras la de Livia.

“Nuestros antepasados establecieron un año de luto para la mujer, no para que no se lamentaran por ese tiempo, sino para que no lo hicieran ya más; para los hombres no hay ningún tiempo determinado por la ley, porque no hay nada de deshonesto. Sin embargo, ¿cuál de aquellas mujercitas me presentarás que apenas separadas de la pira, apenas arrancadas del cadáver, al que le duraron las lágrimas todo un mes? Ninguna cosa se hace repulsiva más pronto que el dolor, el cual estando reciente, encuentra un confortador y atrae hacia sí a algunos, pero haciéndose por hábito, mueve a risa, y no sin razón, pues es o simulado o necio.” (Séneca, LXIII, 13)

Para terminar de purificar el hogar se sacrificaba un carnero al Lar familiar, se volvía a abrir la casa a la comunidad y se hacía una nueva comida, la cena novendialis, junto a la tumba, en la que se renovaban las ofrendas con la sangre de los animales inmolados, vino, miel, leche y otros alimentos que a veces podían ser aprovechados por los hambrientos que merodeaban por las tumbas. Se dejaban flores, rosas o violetas, y además se vertía una libación a los Manes sobre el lugar de enterramiento.

“Toda la organización de esta parte del derecho de los pontífices manifiesta profundo sentido religioso y respeto por las ceremonias. Y no es necesario que expliquemos cuál es el límite del duelo de la familia, que clase de sacrificio se ha de hacer al Lar con carneros, de qué forma debe cubrirse de tierra el hueso extraído y cuáles son las normas que rigen el sacrificio obligado de la cerda, en qué momento una sepultura empieza a serlo y entra en el ámbito de la religión.” (Cicerón, De Las Leyes, L.II)

Para la  celebración de estas comidas se equipaban los cementerios con lechos y mesas que se cubrían con mosaicos que representaban los alimentos a consumir y con cisternas y tubos para conducir la comida y la bebida a las tumbas. 

Tabla de mesa funeraria de mosaico, foto de Panoramio

Otras tumbas más sencillas muestran unas lápidas con repisas para depositar los alimentos que podían ser auténticos o representados por figuras en piedra o arcilla. Se han hallado epitafios que hacen referencia a estas ofrendas alimenticias que siguieron haciéndose cuando el Cristianismo ya se había implantado en el Imperio, a pesar de las críticas de autores cristianos como Tertuliano que advertía contra estas prácticas propias de paganos que festejaban con los dioses. A continuación hay un epitafio encontrado en la provincia de la Mauritania Sitifense (actual Argelia) que hace alusión a esta costumbre.

“A la memoria de Aelia Secundula
Todos enviamos muchas cosas dignas para su funeral.
Muy cerca del altar dedicado a la Madre Secundula.
Nos complace colocar una mesa de piedra en la que al poner comida y copas, recordamos sus muchos grandes actos para aliviar la pena que corroe nuestro pecho, libremente contamos historias hasta tarde,y elogiamos a la buena y casta madre, que descansa en su vejez.
Ella, que nos alimentó, descansa para siempre.
Vivió hasta los setenta y cinco años y murió en el año 260 de la provincia.
Hecho por Statulenia Julia."

Durante el periodo de duelo no se encendía el fuego del hogar que se mantenía apagado hasta que no se consumiese la pira funeraria. Además la familia mantenía un ayuno que terminaba con el banquete fúnebre.

Relieve con comida funeraria, Palmira, crédito foto Mary Harrasch

Si el cuerpo del difunto no podía ser enterrado por no haberse encontrado, como en el caso de naufragios o muerte en batalla, se construía un cenotafio para proporcionar al alma del difunto de un lugar en el que habitar tras la muerte y a la que se invitaba a entrar llamándola por el nombre del fallecido tres veces. Un monumento llamado honorarium sepulcrum se podía erigir para recordar a alguien, cuyos restos se habían enterrados en otro lugar.

A comienzos del Imperio se formaron asociaciones toleradas por el estado con la finalidad de afrontar los gastos funerarios de sus miembros, ya fuera para inhumación o incineración, o para construir columbarios. Estas asociaciones  (collegia funeraticia) comenzaron originalmente entre personas que desempeñaban el mismo oficio, pero también entre esclavos. Hacían una provisión para sus gastos funerarios necesarios en el futuro pagando una cuota común cada cierto tiempo. Cuando moría un miembro se sacaba del tesoro una cantidad establecida para su funeral, un comité se encargaba de que las ceremonias se realizaran correctamente y en los momentos del año fijados la sociedad presentaba ofrendas corporativas a los muertos y se reunía para celebrar una comida juntos. Los restos de los miembros de un mismo collegium solían descansar en un columbario común.

Ser recordado una vez muerto era un deseo de muchos romanos que dejaban escritas las últimas voluntades en cuanto a cómo debía ser su tumba para ser reconocida y admirada y como debía  procederse a su mantenimiento. Había que destacar principalmente que el difunto había alcanzado gran prestigio social  y poseía grandes riquezas con magníficos relieves o grupos escultóricos y un digno y aparentemente merecido epitafio.

 “Te recomiendo asimismo que en mi tumba hagas representar barcos navegando a velas desplegadas. Te pido también que no te olvides de ponerme sentado en el tribunal y vestido con la praetexta, con mis cinco anillos de oro y repartiendo un saco de dinero al pueblo. Por lo demás, sabes muy bien que di un banquete espléndido al pueblo y dos denarios por comensal. Puedes representar, si te parece, el comedor y la gente banqueteando a placer...En el centro, un reloj para que todo el que vea la hora, quiéralo o no, pueda ver también mi nombre.”

Lápida con busto femenino, Museo Nacional Romano, foto Samuel López

Muchas lápidas fueron erigidas por los familiares o amigos del difunto que cumplían con el deseo de todo romano de que su recuerdo no se perdiese en el tiempo. Pagaban la tumba y mandaban escribir el nombre del fallecido, su edad, su ocupación, la causa de su muerte y la pena que su muerte había provocado, además de pedir a los que por allí pasaban alguna ofrenda para el difunto. En Tarraco hay un epitafio dedicado al joven auriga Eutyches que murió por enfermedad en vez de hacerlo corriendo en las carreras del circo.

“A los dioses Manes
A Eutyches
Auriga de 22 años
Flavio Rufino y Sempronio Diofano rindieron tributo
A esta memoria a sus servicios beneméritos.
En este sepulcro descansan los huesos de un fuerte auriga nada ignorante en coger las riendas aunque fueran de dos caballerías sujetaba o dirigía los caballos. La cruel fatalidad tuvo envidia de mis años, la fatalidad a la que hubiera querido oponerme.
No me fue concedido morir con gloria en el circo
Y la turba o multitud no piadosa lloraría por mí.
Las enfermedades ardientes en el interior de mis entrañas me hicieron morir, a las que no pudieron poner remedios las manos de los médicos.
Viajero esparce tiernas flores sobre mi busto, que quizás estando yo vivo hubieras hecho.

Relieve funerario, Museo de Córdoba

Algunos epitafios literarios ofrecen una visión más suave de la tragedia que suponía una muerte. Como ejemplo Ausonio deja unas líneas no tan tristes en un epitafio dedicado a un hombre feliz:

“Vierte vino y aceite de fragante nardo sobre mis cenizas, trae bálsamo, también, extranjero, con rosas carmesí.
Sin lágrimas, mi urna disfruta de una eterna primavera.
No he muerto, solo he cambiado de estado.” (Ausonio, Epitafio XXXI)

Urna funeraria, Museos Capitolinos, Roma, foto Samuel López

Los soldados muertos en el campo de batalla eran inhumados o incinerados de forma colectiva. Los gastos de los funerales de los que morían en acto de servicio eran pagados por los propios compañeros, que aportaban parte de su paga para ello. A los generales y emperadores se les podía honrar con una marcha o cabalgada alrededor de la pira o el cenotafio.

A los benefactores del Estado se les dedicaba un funus publicum que se pagaba con dinero del tesoro. Se les dedicaba un elogio y un canto fúnebre. También los prisioneros extranjeros célebres tenían derecho a esta ceremonia. Asimismo en las provincias los ciudadanos que habían prestado un importante servicio a otras ciudades podían recibir un funeral público. En época de la República durante los funerales de un personaje público podían realizarse combates de gladiadores, además de otros juegos y festejos que pagaban las familias de los difuntos para todos los ciudadanos. En el año 183 a.C. en el funeral de Publio Licinio lucharon ciento veinte hombres.

Algún personaje podía tener un funeral digno de un emperador a pesar de no haberlo sido nunca, como en el caso de Druso que murió en el año 9 a. C. que fue traído por Tiberio, que hizo el camino a pie, y a cuyo encuentro salió el propio Augusto para acompañarlo hasta la capital. Las imágenes de los antepasados del fallecido rodeaban su lecho fúnebre en el cortejo. El cuerpo fue llevado al Foro, donde se le lloró y Tiberio le dedicó un elogio.  Augusto le dedicó otro en el Circo Máximo. Equites trasladaron su cadáver al Campo de Marte, donde fue incinerado, y sus cenizas se depositaron en el Mausoleo de Augusto.

Urna cineraria, Museo Nacional Romano, foto Samuel López

El funus imperatorum se dedicaba a los emperadores, aunque no todos recibieron los mismos honores. Suetonio relata el funeral de Octavio Augusto que murió en Nola y hubo de ser transportado a Roma.

“Trasladaron su cuerpo de Nola a Boville, llevándole los decuriones de los municipios y de las colonias y viajando de noche a causa de la estación (Agosto). En Boville fue entregado a los caballeros, que lo condujeron a Roma, depositándolo en el vestíbulo de su casa. El Senado quiso honrar su memoria, celebrando sus funerales con pompa extraordinaria; se presentaron al objeto numerosas proposiciones, unos querían que el cortejo pasara por el arco de triunfo,... Se pusieron, sin embargo, límites a tales proposiciones. Sobre sus restos  fueron pronunciados dos elogios fúnebres: uno por Tiberio, delante del templo de Julio César, y otro por Druso, hijo de Tiberio, cerca de la antigua tribuna de arengas; fue llevado en hombros por los senadores hasta el campo de Marte, donde le colocaron sobre la pira... Los más distinguidos del orden ecuestre, descalzos y vistiendo sencillas túnicas, recogieron sus cenizas, depositándolas en el mausoleo hecho construir por él durante su sexto consulado entre el Tíber y la Vía Flaminia; lo había rodeado de bosque, quedando desde aquella época convertido en paseo público.” (Suetonio, Vida de Augusto, C)


Camafeo con apoteosis de Claudio, Museo del Louvre

Se estableció la costumbre entre los romanos  de hacer dioses  a los emperadores en una ceremonia que se denominaba apoteosis. Se enterraba el cuerpo del emperador muerto igual que el  resto de los hombres, aunque con un funeral mucho más fastuoso. Herodiano describe la ceremonia que se dedicó al emperador Septimio Severo.

“Esparcen entonces todo tipo de inciensos y perfumes de la tierra y vuelcan montones de frutos, hierbas y jugos aromáticos. No es posible encontrar ningún pueblo ni ciudad ni particular de cierta alcurnia y categoría que no envíe con afán de distinguirse estos dones postreros en honor del emperador. Cuando se ha apilado un enorme montón de productos aromáticos y todo el lugar se ha llenado de perfumes, tiene lugar una cabalgata en torno de la pira, y todo el orden ecuestre cabalga en círculo, en una formación que evoluciona siguiendo el ritmo de una danza pírrica. También giran unos carros en una formación  semejante, con sus aurigas vestidos con togas bordadas en púrpura. En los carros van imágenes con las máscaras de ilustres generales y emperadores romanos. Cumplidas estas ceremonias, el sucesor del imperio coge una antorcha y la aplica a la torre, y los restantes encienden el fuego por todo el derredor de la pira. El fuego prende fácilmente y todo arde sin dificultad por la gran cantidad de leña y de productos aromáticos acumulados. Luego, desde el más pequeño y último de los pisos, como desde una almena, un águila es soltada para que se remonte hacia el cielo con el fuego. Los romanos creen que lleva el alma del emperador desde la tierra hasta el cielo y a partir de esta ceremonia es venerado con el resto de los dioses.” (Herodiano, Historia del Imperio romano, IV)

Pedestal con apoteosis de Antonino Pío y Faustina, Museos Capitolinos, Roma

Ver entrada: Dis Manibus, el descanso de los difuntos en la antigua Roma
Ver entrada: Parentalia, días de los difuntos en Roma

Bibliografía: 

Death and Burial in the Roman World, J.M.C. Toynbee, Google Libros
Las Prácticas Funerarias en la Hispania Romana. Síntesis de su ritual. María Luisa Ramos Sáinz. Actas de los XIII Cursos Mono gráficos sobre el patrimonio histórico, Google Libros
http://ceipac.gh.ub.es/biblio/Data/A/0276.pdf, Aspectos legales del mundo funerario romano. José Remesal Rodríguez
oppidum.es/numeros/oppidum_01/pdfs/op01.03_perea.pdf, Imago Imperatoris, Ad Sidera! El funeral de los emperadores romanos, la apoteosis y el “cuerpo doble, Sabino Perea Yébenes
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