viernes, 30 de octubre de 2015

Funus romanorum, ritos funerarios de la antigua Roma

Desde los tiempos más antiguos los romanos desearon tener una muerte digna y un lugar donde sus restos pudiesen descansar en paz. El miedo a que su alma estuviera destinada a volver para atormentar a los vivos por no haber seguido el ceremonial tradicional en el momento del duelo y del entierro llevaba a todo romano pudiente a dejar dispuesto antes de morir los ritos funerarios que sus familiares y herederos debían dedicarle y también el lugar en el que debía ubicarse su tumba.

Mosaico romano de Pompeya, Museo Arqueológico Nacional de Nápoles

Los romanos pensaron de forma mayoritaria que sus muertos seguían viviendo en la tumba, donde el alma, en forma de sombra, se mantenía en relación directa con el cuerpo, habitando para siempre su eterna morada. De ahí la importancia de la sepultura, del ajuar funerario y por supuesto de las ofrendas periódicas realizadas por los parientes más próximos.

Adriano escribió, según la Historia Augusta, un pequeño poema sobre el destino de su alma, lo que podría servir para ver la importancia que los romanos daban a lo que acontecería a su alma tras la muerte.

“Pequeña alma blanda y tierna,
Huésped y compañera de mi cuerpo,
A qué regiones te dirigirás ahora
Paliducha, rígida y desnudita.
Ya no bromearás, como de costumbre.” (Adriano, Historia Augusta, XXV, 9)

También la familia poseída por el temor de que los espíritus de sus antepasados viniesen a atormentarles tras su fallecimiento entendía como una obligación celebrar el ritual funerario necesario y encontrar una sepultura digna, dotada del ajuar que el difunto necesitaba para su vida en el más allá.

Relieve funerario, Museo Nacional Romano

El poeta Propercio dejó escritas disposiciones para su propio funeral en una de sus elegías en las que no faltan los elementos más características de un típico funus romano, como el cortejo, el lamento, la urna con las cenizas, el epitafio y la visita de una persona cercana a la tumba.

“Cuando llegue, pues, la hora en que la muerte cierre mis ojos, escucha como debes disponer mi funeral: no se alargue entonces el cortejo fúnebre con gran desfile de imágenes, ni la trompeta se lamente inútilmente por mi muerte, ni se me extienda entonces un lecho de pies de marfil, ni descanse mi cadáver sobre un catafalco digno de Atalo. Que me falte una hilera de bandejas con esencias y tenga las exequias insignificantes de un funeral plebeyo. Suficiente es mi cortejo, si hay tres libritos, que ofrecer a Perséfone como regalo especial. Tú, en cambio, me seguirás arañándote el pecho desnudo, y no te cansarás de invocar mi nombre, pondrás el último beso en mis labios helados, cuando se me ofrende una caja de ónice llena de perfumes sirios. Después, cuando la llama prenda debajo y me convierta en ceniza, una pequeña urna reciba mis restos, póngase un laurel sobre mi exigua tumba, cuya sombra cubra el lugar de mi cadáver quemado, y haya dos versos:
EL HOMBRE QUE AHORA YACE COMO EL POLVO DESAGRADABLE, ESE FUE EN OTRO TIEMPO ESCLAVO DE UN SOLO AMOR.
La fama de mi sepulcro no será menos conocida que lo fue la tumba cruenta del héroe de Ptía. También tú, si alguna vez se cumple tu destino, acuérdate, recorre este camino, ya encanecida, hacia la lápida que te recuerde. Entre tanto, no desprecies mi sepultura, la tierra no es enteramente inconsciente de la verdad.”
 (Propercio, Elegías, II, 13)

Tapa de sarcófago, Museos Vaticanos, foto Samuel López

La tradición exigía que un familiar recogiera el último aliento del fallecido con un beso para que su alma no fuera atrapada por malos espíritus o fuera víctima de encantamientos o maldiciones. El mismo familiar que lo recogía, cerraba los ojos del difunto, tras lo cual los parientes llamaban al muerto por su nombre para hacerle volver del mundo de los muertos  y lloraban  por él, lo que se volvía a repetir varias veces hasta que el cuerpo era enterrado o incinerado (conclamatio).  Continuaban los lamentos y se depositaba el cuerpo en el suelo como  símbolo de su regreso a la tierra. El cuerpo se lavaba, amortajaba y perfumaba con ungüentos, se le vestía con una toga si era un importante ciudadano y se le cubría con un sudario blanco. Los pobres solo vestían un túnica oscura.


Jarrita para ungüentos, Museo Nacional de Nápoles, 
foto Samuel López
“Y ahora, Estico, tráeme la mortaja en que quiero me lleven envuelto a la tumba. Trae también el perfume y un poco de ungüento de aquella ánfora con el que mando que laven mis huesos.

Sin hacerse esperar, Estico trajo al comedor la mortaja blanca y la praetexta. Palpad- nos ordenó Trimalción- y ved de qué buena lana están hechas.” (Petronio, Satyricon, 77-78)

 Al difunto se le colocaba una corona en la cabeza, si había merecido llevar una en su vida y se le ponía una moneda en la boca para pagar al barquero  Caronte su trayecto al más allá y después era expuesto con los pies dirigidos hacia la puerta, como símbolo de su salida de este mundo, en el atrio o en otra habitación en caso de no haberlo.

"Tan arraigado está todo esto entre la mayoría, que, cuando muere algún miembro de la familia, lo primero de todo exponen su cadáver poniéndole un óbolo en la boca, destinado a ser el pago para el barquero por la travesía, sin pararse a pensar antes qué moneda es la que se cotiza y se maneja en el mundo subterráneo, y a ver si tiene validez allí el óbolo ático o macedonio o egineo, o si no sería mucho más práctico no tener que pagar el pasaje; así, si el barquero no lo recibiera, llegarían o podrían ser enviados de nuevo arriba a la vida. Después los lavan -como si para bañarlos allí abajo no hubiera suficiente agua en la laguna-, perfuman con la mejor mirra su cuerpo, que inicia ya una descomposición forzosa, los coronan con flores lozanas y los exponen primorosamente vestidos: está claro para que no tiriten de frío en el camino y para que no los vea desnudos Cerbero. Lamentos por ellos, quejidos de mujeres, llanto por doquier, pechos golpeados, cabelleras desgarradas y mejillas enrojecidas; vestidos que se rasgan de arriba abajo, polvo que se esparce por la cabeza y unos vivos que mueven más a compasión que el muerto. Ellos se retuercen por la tierra muchas veces y arañan sus cabezas contra el suelo; el muerto, en cambio, guapo y bien arreglado, coronado hasta la exageración, está allí expuesto engalanado y solemne, ataviado como para ir a una procesión." (Luciano, Del Luto)

Sarcófago romano, Museo Británico, Londres

Cuando se trataba de una familia pudiente, la preparación del cuerpo para su exposición y los preparativos para el funeral eran generalmente confiados a los empresarios  de pompas fúnebres (libitinarii). En la ciudad de Roma el templo de Libitina, diosa de los entierros, proporcionaba los enseres necesarios para celebrar un funeral digno. Los pollinctores eran los encargados de embalsamar o ungir con aceites los cuerpos y  por su contacto permanente con la muerte y los cadáveres  no eran  hombres libres, ya que su oficio se consideraba funesto.

“Mientras se preparaba la pira de Libitina con papiro para que ardiera ligera, mientras la esposa compraba llorosa la mirra y la canela, ya preparada la fosa, ya el lecho, ya el embalsamador, Numa me nombró su heredero: se ha curado.”  (Marcial, Epi. X, 97)

Si el difunto había desempeñado una magistratura se le podía hacer una máscara de cera en la que se reflejaba de forma muy realista su rostro y que se guardaba como un bien preciado en la familia.
Para anunciar la defunción se colgaba de las jambas de la puerta una rama de ciprés, árbol consagrado a Plutón, dios de los muertos, o ramas de otros árboles. La puerta se mantenía cerrada para comunicar que no se debería solicitar la atención de la familia para ningún negocio y que ésta, junto a la casa, permanecería impura hasta que se celebrara la ceremonia de purificación tras las exequias.

"Para colmo de todo eso, llega el banquete ritual. Asisten los parientes y se dedican a consolar a los padres del difunto; los persuaden para que prueben la comida, y la toman no sin apetito, por Zeus, ni porque los fuercen ellos, sino porque están desfallecidos después de tres días ininterrumpidos sin probar bocado.
Y van diciendo: «¿Hasta cuándo, oye tú, nos lamentaremos? Deja ya descansar a los espíritus del bienaventurado difunto. Y si has decidido llorar y llorar, por eso precisamente te conviene no estar sin comer, para que tengas fuerzas para hacer frente a un dolor tan fuerte." (Luciano, Del luto)

A continuación comenzaba el velatorio, cuya duración podía oscilar entre uno y siete días, pues los romanos temían que el difunto despertase de lo que habría sido una muerte aparente. El cuerpo se disponía sobre un lecho fúnebre, vestido lujosamente si la familia del difunto tenía dinero para ello, y era velado por sus parientes, mientras plañideras profesionales lloraban al desaparecido con expresiones repetitivas, que incluían cánticos alabando sus méritos y virtudes, y se mesaban los cabellos, golpeándose el pecho con gritos desgarradores. Guirnaldas y coronas de flores rodeaban el lecho, junto a antorchas, velas, lucernas  y quemadores de perfumes, para alejar el olor de la muerte y de la gente,  y algún músico tocando la flauta.

Relieve del sepulcro de los Haterii, Museos Vaticanos

Fue costumbre romana en los primeros tiempos que los funerales se realizaran por la noche a la luz de las antorchas que los encabezaban, y los de los niños y los pobres siguieron siendo nocturnos.
La música  de trompas y flautas acompañaban junto a las plañideras al cortejo fúnebre, según la costumbre tomada de los etruscos.

“Luego suena la trompeta, se encienden las candelas y, en fin, nuestro señorito, bien compuesto en el elevado lecho y empapado de ungüentos aceitosos extiende sus pies rígidos hacia la puerta, y los que desde ayer son quirites se cubren la cabeza y se llevan el cadáver.”(Persio, Sat. III)

El feretrum solía ser portado por los hijos, los familiares más próximos, los amigos o los libertos, mientras los más pobres  eran llevados  hasta su última morada por los vespilliones en una caja de bajo coste (sandapila).

Se iniciaba el traslado hasta el lugar de enterramiento, la llamada pompa funebris, con  un pregonero que anunciaba públicamente la ceremonia cuando el difunto era importante, y a partir de este momento se organizaba la procesión más o menos lujosa, según los medios de cada familia, la cual vestía con ropas negras. Las mujeres además de llevar vestiduras oscuras, iban sin joyas y habitualmente con el cabello suelto. Durante el Imperio algunas mujeres vistieron de color blanco durante el funeral.

“Y aunque la mente se conserve vigorosa, tendrá con todo que sacar los entierros de sus hijos, ver la pira de la esposa amada, o la del hermano, y urnas llenas con sus hermanas, ese es el castigo que le cae a los que viven demasiado: por culpa de las muertes sin cesar repetidas van haciéndose viejos entre muchas lamentaciones y revestidos de negro luto entre penas inacabables.” (Juvenal, sat. X)

En caso de personajes notables podían desfilar la imágenes en cera de los antepasados, que se guardaban en lugar visible de la casa, llevadas por actores vestidos apropiadamente para la ocasión.


Máscara romana, Egipto, Museo Universitario de Pensilvania

En las exequias de los patricios romanos de mediados del siglo II a.C. descritas por Polibio si el difunto era importante su cuerpo se disponía en los rostra en el foro, en posición erguida o reclinada, y allí se hacía un elogio del difunto (laudatio funebris), en la que se describía la historia de la familia y se alababa su vida pública y privada, con más o menos exageraciones delante de los ciudadanos.

“El cónsul Antonio hizo que, en vez del elogio fúnebre, fuesen leídos por un heraldo los senadoconsultos que otorgaban a César todos los honores divinos y humanos, y el juramento, además, que obligaba  a todos por la salud de uno, por su parte añadió muy pocas palabras a esta lectura.” (Suetonio, Vida de Julio César, LXXXIV)


Discurso de Antonio en el funeral de Julio César, William Holmes Sullivan,
crédito foto Royal Shakespeare Company Collection

Hacia el final de la República surgió una alternativa a la máscara funeraria, se esculpía un busto en la tumba. En algunos funerales se describen las imágenes rodeando el lecho funerario.

Tapa de sarcófago romano con efigie del difunto y busto, Museo Nacional Romano, 
foto Samuel López

Cuando el cortejo fúnebre llegaba al lugar de la inhumación o incineración se realizaba el rito de arrojar un poco de tierra sobre el cuerpo y en caso de haber cremación se cortaba una parte del cuerpo, normalmente un dedo, para ser enterrado (os resectum). En cuanto a la inhumación los pobres eran depositados directamente en la tierra, generalmente  extendidos totalmente, y pocas veces doblados, en simples fosas, o en baldas excavadas en la pared (loculi) en las catacumbas.

Los ricos eran metidos en sarcófagos de mármol, piedra, arcilla, plomo o madera, ricamente esculpidos. Los de plomo se introducían normalmente en otros de madera o piedra. Con frecuencia se echaba yeso (gypsum)  sobre el cuerpo, formando un molde y a veces  conservando fragmentos de la tela en la que había sido envuelto. Los sarcófagos se podían ubicar en cámaras funerarias, bajo túmulos o ser enterrados.
La cremación del cuerpo y del lecho en el que reposaba tenía lugar, bien donde se iban a enterrar las cenizas (bustum) o bien en un lugar reservado especialmente para las incineraciones (ustrinum). La pira era un montón rectangular de leña, a veces mezclado con papiro para que ardiese más fácilmente. Luego se depositaba el cuerpo en la pira junto a regalos y pertenencias personales del difunto que le servían para hacerle sentirse como en casa en su vida en el más allá, así como objetos relativos a su rango, insignias y armas para los militares, herramientas para los artesanos, husos para las matronas y juguetes para los niños.

Piezas de ajuar infantil, Museo Nacional Romano, foto Samuel López

Se abrían los ojos del difunto porque se consideraba nefasto  no mostrarlos al cielo y sus familiares le llamaban por su nombre por última vez. Se encendía la pira con la llama de las antorchas y cuando el fuego había ya consumido el cuerpo, los familiares recogían las cenizas, que solían ser regados con vino antes de guardarlas en urnas de diferentes formas y materiales, más sencillas para los que no tenían recursos y muy elaboradas y decoradas para los más poderosos. Las de los primeros se guardaban en casa o se enterraban en tumbas en el suelo cubiertas con losas de piedra o tejas (tegulas) colocadas formando un tejadillo a dos aguas y las de los segundos se ponían en altares en la casa o en cámaras funerarias, aunque los menos pudientes las dejarían en columbarios.

“Antistio Rústico ha muerto en las crueles tierras de los capadocios. ¡Oh tierra culpable de un crimen detestable! Nigrina ha repatriado en su regazo las cenizas de su amado marido y se ha quejado de que los caminos no hayan sido suficientemente largos. Y al dar la urna sagrada a la tumba —de la que siente envidia—, luego de haberle arrebatado a su marido, le parece que ha enviudado dos veces.” (Marcial, Epi. IX, 30)


Urna funeraria, Museo de Linares, Jaén, foto Samuel López

La cremación propiamente dicha era por regla efectuada por los ustores, mientras la excavación de la fosa correspondía a los fossores. Los dessignatores eran probablemente maestros de ceremonias para las exequias de los ricos, tanto hombres como mujeres que dirigían todo el ceremonial.

"Porque también acompañé contigo la solemnidad de su cortejo fúnebre: el féretro del niño, esa abominación que vio nuestra ciudad. Y he contemplado los dolorosos cúmulos de incienso consagrado al difunto y su alma llorosa sobrevolando su propio funeral, y a tí, que superabas los gritos de los padres y el plañir de las madres cuando, asido a su pira, te proponías aspirar sus llamas: a duras penas pude retenerte y, reteniéndote, participé igualado con tu duelo, te lastimé." (Estacio, II, 1)

Cicerón y Plinio indican que el rito habitual en la Roma primitiva era la inhumación. En el siglo V a.C., sin embargo, se alternan las inhumaciones e incineraciones y a fines de la República e inicio del Imperio se podía hablar de que la incineración era el rito más empleado. 

Escena de cremación en tapa de sarcófago, Museos Capitolinos, Roma, crédito foto Raia 2005

Los romanos recurrieron al rito de la incineración preferentemente debido quizás al gran incremento demográfico que sufrió Roma, al tiempo, de que este rito resultaba menos costoso que la inhumación, por lo que se hizo rápidamente más popular entre las clases más desfavorecidas. Cada familia sepultaba a sus muertos según sus posibilidades y la forma empleada, cremación o inhumación podía depender de una  elección  personal,  la tradición familiar o la costumbre local. Las sepulturas que guardaban los cuerpos inhumados solían tener más espacio para depositar los ajuares funerarios con los objetos que recordarían al difunto su vida terrenal, además de proporcionarle los utensilios domésticos que le ayudarían a alimentarse en el más allá, como platillos y vasijas.

Algunos ciudadanos ricos o de familias aristocráticas se mantuvieron fieles a la antigua costumbre funeraria de la inhumación, conocida desde la época etrusca. Desde el siglo III a.C. la ilustre familia de los Escipiones solía enterrar a sus muertos hasta que el dictador Cornelio Sila exigió que su cuerpo fuera incinerado ante el temor de que sus enemigos desenterraran y deshonraran sus restos, igual que él había hecho con su adversario político Mario. En época de Augusto casi todos los cadáveres se incineraban, y Tácito indica que en el funeral de Nerón el año 65 d.C. se usó la incineración que era una costumbre romana.

A comienzos del siglo II d.C., especialmente desde el reinado de Adriano, comenzó a extenderse de nuevo la inhumación,  debido quizás a la predicación en Roma del cristianismo que propugnaba la resurrección de la carne y por la propagación de algunos cultos semitas, que preferían garantizar la integridad del cuerpo para una supuesta vida en el más allá.

 Precisamente a este periodo se corresponden la mayor parte de los sarcófagos conocidos del mundo romano, en los que hay diferencias entre los paganos y  los cristianos. Los sarcófagos cristianos se suelen identificar bien, puesto que utilizan una iconografía relacionada con las sagradas escrituras.

El embalsamamiento se reservó para algunos personajes notables y con dinero, por el alto coste que suponía el proceso y los productos utilizados.

“No fue quemado su cuerpo según la costumbre romana,sino como usan los reyes extranjeros, embalsamándolo con sustancias olorosas, y se puso en el sepulcro de los Julios. Se le hicieron aún así exequias públicas, y en ellas el mismo Nerón, en la plaza llamada de los Rostros, que es donde se suelen hacer semejantes oraciones, alabó su gran hermosura, que había merecido ser madre de una niña divina, y de otros dones de fortuna en lugar de virtudes.” (Tácito, Anales, XVI, 6)

Elaborado sarcófago romano, Museo Nacional Romano, foto Samuel López

Los niños de menos de cuarenta días eran siempre sepultados, y en los primeros tiempos los más pequeños  solían ser enterrados en las propias casas. También eran inhumados los esclavos, cuyo entierro era costeado por su señor.

“Por Hércules, que lo pasamos muy bien. Escisa dio un espléndido banquete de novena en honor de un pobrecito esclavo suyo a quien había hecho liberto en la agonía. Y creo que tendrá que añadir un respetable tanto por ciento a los recaudadores, pues el muerto ha sido valorado en cincuenta mil sestercios. De todos modos, fue muy agradable, si bien nos vimos obligados a derramar la mitad de las libaciones sobre sus pobres huesos.”

Durante la República era costumbre sepultar solo una parte del cuerpo incinerado, por ejemplo un dedo. Esto se debía a que no se consideraba sagrado el lugar de la incineración hasta que se hubiera echada la tierra por encima.

“Antes de que se eche la tierra sobre los huesos, aquel lugar donde ha sido incinerado el cuerpo no tiene carácter religioso; una vez echada la tierra, entonces queda inhumado según derecho y el sepulcro recibe tal nombre y entonces adquiere finalmente muchas prerrogativas de carácter sagrado.” (Cicerón, De Las Leyes, L. II)

Tumbas en el entorno de la villa romana de Puente Genil, Córdoba, foto Samuel López

El obvio  peligro  de incendios obligó a realizar las quemas y enterramientos en campo abierto. Los emperadores Diocleciano y Maximiano continuaron con la prohibición en la ley XII del Código sobre los lugares sagrados.  Los emperadores cristianos como Teodosio dictaron normas  para evitar los perjuicios que suponían para los cultivos en los campos los enterramientos y las incineraciones sin control.

“Hay además dos leyes acerca de los sepulcros, de las cuales una cuida de los edificios de particulares, otra de los sepulcros en sí. En efecto, la prohibición de que “una pira u hoguera incineratoria se construya a menos de sesenta pies de una casa ajena contra la voluntad de su dueño”, parece ser por temor a un incendio del edificio; igualmente prohíbe el pebetero de incienso. A su vez el prohibir que el fórum, esto es, el vestíbulo de la tumba, y la pira sean objeto de usucapión, mira por el derecho de los sepulcros.” (Cicerón, De Las Leyes, L. II)

Todos los entierros debían celebrarse fuera de la ciudad. Esta norma establecida en la Ley de las XII tablas se observó hasta el final del Imperio, aunque había excepciones para algunas personas, como los emperadores. La precaución sanitaria y el temor a la contaminación explicaban esta ley.
Durante la República la zona este del Esquilino era el lugar donde se tiraban todos aquellos desperdicios que no eran arrastrados por las cloacas. Allí también estaban las fosas (puticuli) donde eran enterrados los pobres. Sólo eran agujeros en el suelo, sin ningún revestimiento. Allí se arrojaban los cadáveres de los pobres sin familia ni amigos, y sobre ellos se tiraban los cuerpos de los animales muertos, junto con la porquería y basura de las calles.

Las fosas se dejaban abiertas, sin cubrirlas incluso cuando estaban llenas, y el hedor y la contaminación ocasionada convertían la colina en un lugar absolutamente inhabitable. En época de Augusto el peligro sanitario de infecciones para la ciudad se hizo tan grande que los basureros fueron trasladados más lejos. Entonces el Esquilino, con sus fosas y su suelo de una profundidad de unos ocho metros, fue convertido en un parque llamado Horti Maecenatis.

“Aquí es donde antes traían desde sus estrechas celdas cadáveres de esclavos que un consiervo hacía poner en modesto ataúd. Era fosa común para mísera plebe, para el gorrón de Arrambla y el manirroto de Nomentano. Un mojón asignaba aquí mil pies de frente y trescientos de fondo: 
ESTE MONUMENTO NO PASARÁ A LOS HEREDEROS.
Ahora se puede vivir en un Esquilino salubre y pasear al solecito por la terraza desde donde poco ha triste se veía un campo desfigurado por huesos blancos.” (Horacio, Sat. I, 8)

Los miles de cuerpos que eran enterrados en el vertedero de Roma pertenecían a los extranjeros, esclavos abandonados, las víctimas que morían en la arena, criminales proscritos y los cuerpos sin identificar. Los condenados a muerte no eran enterrados y sus cuerpos eran abandonados a los buitres y otros animales carroñeros en el mismo lugar de la ejecución cerca de la Puerta Esquilina.
Brigadas de esclavos recogían por la noche los cadáveres de los desvalidos que se encontraban en las calles y los llevaban a enterrar, previa cremación, en esas fosas comunes.

"Cuatro siervos marcados transportaban el cadáver de un pobre, como los que recibe a millares la pira de los desvalidos."(Marcial, VIII, 75)

Monumento funerario, Via Appia, Roma, foto Samuel López

Las familias patricias romanas adoptaron la práctica de enterramiento a lo largo de los caminos que confluían en Roma y algunos de estos conservan los nombres correspondientes a aquellas: Vía Appia, Vía Aurelia, .... Los emperadores Domiciano y Septimio Severo fueron enterrados en las Vías Autina y Appia respectivamente y el propio emperador Adriano tuvo que volver a prohibir los enterramientos dentro de Roma ante la reincidencia de esta práctica. Mientras, el pueblo llano tenía hogueras públicas y sepulturas comunes en fosas o pozos profundos. El emperador Antonino reguló el abuso de los enterramientos en todo el Imperio.

Los ricos propietarios  se hacían enterrar con frecuencia en sus propias fincas, donde podían elegir el emplazamiento y rodear la tumba con huertos y jardines que alegraran la vista de los visitantes y sirvieran de gozo al fallecido mientras descansaba en la vida eterna.

¿Qué dices de todo esto, amigo carísimo? – dijo Trimalción, dirigiéndose a Habinas-. ¿Sigues en erigirme el mausoleo tal y como te lo encargué? Te ruego encarecidamente que a los pies de mi estatua aparezca mi perrita, unas coronas, perfumes y todas las peleas de Petraites. ¡Que por tu parte pueda yo seguir viviendo para la posteridad! Ítem más: que la fachada sea de cien pies de largo y doscientos de fondo, pues quiero que rodeen mis cenizas toda clase de frutales y grandes viñedos. Es totalmente absurdo estar preocupado por tener en vida casas elegantes y cómodas, sin ocuparnos de aquellas que hemos de habitar más tiempo...” (Petronio, Satyricon, 71)

Retrato funerario, El Fayum, Egipto
Algunas leyes y normas regulaban el gasto realizado al celebrar funerales privados, principalmente en cuanto a la ostentación en los cortejos fúnebres. También se estableció la lista de personas que tenían la obligación de celebrar los ritos funerarios: en primer lugar, el amigo, a quien el muerto hubiera designado en su testamento como encargado para hacerlo, en caso de no existir tal caso sería una persona designada por los amigos del difunto, y en caso de no darse ninguno de los casos anteriores, el heredero, si el fallecido había sido el cabeza de familia, y, de no ser así, el propio cabeza de familia sería el encargado.  También se regulaba en quien debía recaer el gasto de las exequias, el heredero, principalmente, y, en caso de no haber sido designado, el cabeza de familia; el padre de una mujer casada si ella no tenía dote para pagarlo; y, en su heredero o su esposo si ella se había emancipado de su padre.

“Con razón, pues, derramo lágrimas en honor de la muerte de Celso, lágrimas que él derramó por mí estando vivo, cuando partí para el destierro: con razón te dedico estos versos, que atestiguan tu singular modo de comportarte, para que quienes vivan en un futuro lean tu nombre, Celso.  Esto es lo que puedo enviarte desde los campos géticos: aquí solo esto es lo que me es lícito tener. No pude asistir a tus funerales ni ungir tu cuerpo, y de tu pira me separa todo el orbe. Quien pudo, Máximo, a quien tú en vida considerabas como un dios, cumplió todos sus deberes para contigo. Él te hizo unas exequias y un funeral de gran distinción y derramó el amomo sobre tu frío pecho y afligido diluyó ungüentos con sus abundantes lágrimas y enterrando tus huesos los cubrió con tierra próxima.” (Ovidio. Pónticas,  I, 9)

Como un entierro podía conllevar grandes gastos,  si alguien, sin ser el heredero, se hacía cargo del entierro podía exigir ser resarcido por su coste. Se consideran gastos del entierro todo lo que se invertía  en la preparación del cuerpo: ungüentos, precio de la sepultura, impuestos, si existían, etc.,  y estos gastos se deducían siempre de la herencia. Si alguien recibía un legado con la condición de construir una tumba, le era reducido parte de su legado en la cuantía fijada para la tumba.

La muerte era tenida por algo funesto, y  tras la inhumación o incineración se sacrificaba un cerdo  y se celebraba  el banquete funerario (silicernium) junto a la tumba para honrar al muerto, y después se hacía necesaria una profunda purificación (suffitio), con agua y fuego, de todo aquello que se había visto afectado por la misma, incluidos la familia, quienes habían tenido algún tipo de contacto con el cadáver y el hogar. 


Pintura funeraria de Ammonius, Villa Getty, crédito foto Mary Harrasch

Cada persona era rociada con una rama de laurel o de olivo (ambos árboles de fuerte contenido simbólico, relacionado entre otros aspectos con la inmortalidad) y debía saltar un fuego en el que se habrían quemado previamente sustancias diversas de carácter depurador. Hasta que terminaban los ritos de purificación comprendidos en las llamadas feriae denicales, hasta nueve días después del sepelio, la familia entera se mantenía bajo un luto riguroso, vistiendo ropajes negros (lugubria), símbolo de su carácter funesto. Las mujeres solían guardar el luto por un periodo comprendido entre diez meses y un año. Un año les fue decretado por el senado a las mujeres de Roma tras la muerte de Augusto y otro tras la de Livia.

“Nuestros antepasados establecieron un año de luto para la mujer, no para que no se lamentaran por ese tiempo, sino para que no lo hicieran ya más; para los hombres no hay ningún tiempo determinado por la ley, porque no hay nada de deshonesto. Sin embargo, ¿cuál de aquellas mujercitas me presentarás que apenas separadas de la pira, apenas arrancadas del cadáver, al que le duraron las lágrimas todo un mes? Ninguna cosa se hace repulsiva más pronto que el dolor, el cual estando reciente, encuentra un confortador y atrae hacia sí a algunos, pero haciéndose por hábito, mueve a risa, y no sin razón, pues es o simulado o necio.” (Séneca, LXIII, 13)

Para terminar de purificar el hogar se sacrificaba un carnero al Lar familiar, se volvía a abrir la casa a la comunidad y se hacía una nueva comida, la cena novendialis, junto a la tumba, en la que se renovaban las ofrendas con la sangre de los animales inmolados, vino, miel, leche y otros alimentos que a veces podían ser aprovechados por los hambrientos que merodeaban por las tumbas. Se dejaban flores, rosas o violetas, y además se vertía una libación a los Manes sobre el lugar de enterramiento.

“Toda la organización de esta parte del derecho de los pontífices manifiesta profundo sentido religioso y respeto por las ceremonias. Y no es necesario que expliquemos cuál es el límite del duelo de la familia, que clase de sacrificio se ha de hacer al Lar con carneros, de qué forma debe cubrirse de tierra el hueso extraído y cuáles son las normas que rigen el sacrificio obligado de la cerda, en qué momento una sepultura empieza a serlo y entra en el ámbito de la religión.” (Cicerón, De Las Leyes, L.II)

Para la  celebración de estas comidas se equipaban los cementerios con lechos y mesas que se cubrían con mosaicos que representaban los alimentos a consumir y con cisternas y tubos para conducir la comida y la bebida a las tumbas. 

Tabla de mesa funeraria de mosaico, foto de Panoramio

Otras tumbas más sencillas muestran unas lápidas con repisas para depositar los alimentos que podían ser auténticos o representados por figuras en piedra o arcilla. Se han hallado epitafios que hacen referencia a estas ofrendas alimenticias que siguieron haciéndose cuando el Cristianismo ya se había implantado en el Imperio, a pesar de las críticas de autores cristianos como Tertuliano que advertía contra estas prácticas propias de paganos que festejaban con los dioses. A continuación hay un epitafio encontrado en la provincia de la Mauritania Sitifense (actual Argelia) que hace alusión a esta costumbre.

“A la memoria de Aelia Secundula
Todos enviamos muchas cosas dignas para su funeral.
Muy cerca del altar dedicado a la Madre Secundula.
Nos complace colocar una mesa de piedra en la que al poner comida y copas, recordamos sus muchos grandes actos para aliviar la pena que corroe nuestro pecho, libremente contamos historias hasta tarde,y elogiamos a la buena y casta madre, que descansa en su vejez.
Ella, que nos alimentó, descansa para siempre.
Vivió hasta los setenta y cinco años y murió en el año 260 de la provincia.
Hecho por Statulenia Julia."

Durante el periodo de duelo no se encendía el fuego del hogar que se mantenía apagado hasta que no se consumiese la pira funeraria. Además la familia mantenía un ayuno que terminaba con el banquete fúnebre.

Relieve con comida funeraria, Palmira, crédito foto Mary Harrasch

Si el cuerpo del difunto no podía ser enterrado por no haberse encontrado, como en el caso de naufragios o muerte en batalla, se construía un cenotafio para proporcionar al alma del difunto de un lugar en el que habitar tras la muerte y a la que se invitaba a entrar llamándola por el nombre del fallecido tres veces. Un monumento llamado honorarium sepulcrum se podía erigir para recordar a alguien, cuyos restos se habían enterrados en otro lugar.

A comienzos del Imperio se formaron asociaciones toleradas por el estado con la finalidad de afrontar los gastos funerarios de sus miembros, ya fuera para inhumación o incineración, o para construir columbarios. Estas asociaciones  (collegia funeraticia) comenzaron originalmente entre personas que desempeñaban el mismo oficio, pero también entre esclavos. Hacían una provisión para sus gastos funerarios necesarios en el futuro pagando una cuota común cada cierto tiempo. Cuando moría un miembro se sacaba del tesoro una cantidad establecida para su funeral, un comité se encargaba de que las ceremonias se realizaran correctamente y en los momentos del año fijados la sociedad presentaba ofrendas corporativas a los muertos y se reunía para celebrar una comida juntos. Los restos de los miembros de un mismo collegium solían descansar en un columbario común.

Ser recordado una vez muerto era un deseo de muchos romanos que dejaban escritas las últimas voluntades en cuanto a cómo debía ser su tumba para ser reconocida y admirada y como debía  procederse a su mantenimiento. Había que destacar principalmente que el difunto había alcanzado gran prestigio social  y poseía grandes riquezas con magníficos relieves o grupos escultóricos y un digno y aparentemente merecido epitafio.

 “Te recomiendo asimismo que en mi tumba hagas representar barcos navegando a velas desplegadas. Te pido también que no te olvides de ponerme sentado en el tribunal y vestido con la praetexta, con mis cinco anillos de oro y repartiendo un saco de dinero al pueblo. Por lo demás, sabes muy bien que di un banquete espléndido al pueblo y dos denarios por comensal. Puedes representar, si te parece, el comedor y la gente banqueteando a placer...En el centro, un reloj para que todo el que vea la hora, quiéralo o no, pueda ver también mi nombre.”

Lápida con busto femenino, Museo Nacional Romano, foto Samuel López

Muchas lápidas fueron erigidas por los familiares o amigos del difunto que cumplían con el deseo de todo romano de que su recuerdo no se perdiese en el tiempo. Pagaban la tumba y mandaban escribir el nombre del fallecido, su edad, su ocupación, la causa de su muerte y la pena que su muerte había provocado, además de pedir a los que por allí pasaban alguna ofrenda para el difunto. En Tarraco hay un epitafio dedicado al joven auriga Eutyches que murió por enfermedad en vez de hacerlo corriendo en las carreras del circo.

“A los dioses Manes
A Eutyches
Auriga de 22 años
Flavio Rufino y Sempronio Diofano rindieron tributo
A esta memoria a sus servicios beneméritos.
En este sepulcro descansan los huesos de un fuerte auriga nada ignorante en coger las riendas aunque fueran de dos caballerías sujetaba o dirigía los caballos. La cruel fatalidad tuvo envidia de mis años, la fatalidad a la que hubiera querido oponerme.
No me fue concedido morir con gloria en el circo
Y la turba o multitud no piadosa lloraría por mí.
Las enfermedades ardientes en el interior de mis entrañas me hicieron morir, a las que no pudieron poner remedios las manos de los médicos.
Viajero esparce tiernas flores sobre mi busto, que quizás estando yo vivo hubieras hecho.

Relieve funerario, Museo de Córdoba

Algunos epitafios literarios ofrecen una visión más suave de la tragedia que suponía una muerte. Como ejemplo Ausonio deja unas líneas no tan tristes en un epitafio dedicado a un hombre feliz:

“Vierte vino y aceite de fragante nardo sobre mis cenizas, trae bálsamo, también, extranjero, con rosas carmesí.
Sin lágrimas, mi urna disfruta de una eterna primavera.
No he muerto, solo he cambiado de estado.” (Ausonio, Epitafio XXXI)

Urna funeraria, Museos Capitolinos, Roma, foto Samuel López

Los soldados muertos en el campo de batalla eran inhumados o incinerados de forma colectiva. Los gastos de los funerales de los que morían en acto de servicio eran pagados por los propios compañeros, que aportaban parte de su paga para ello. A los generales y emperadores se les podía honrar con una marcha o cabalgada alrededor de la pira o el cenotafio.

A los benefactores del Estado se les dedicaba un funus publicum que se pagaba con dinero del tesoro. Se les dedicaba un elogio y un canto fúnebre. También los prisioneros extranjeros célebres tenían derecho a esta ceremonia. Asimismo en las provincias los ciudadanos que habían prestado un importante servicio a otras ciudades podían recibir un funeral público. En época de la República durante los funerales de un personaje público podían realizarse combates de gladiadores, además de otros juegos y festejos que pagaban las familias de los difuntos para todos los ciudadanos. En el año 183 a.C. en el funeral de Publio Licinio lucharon ciento veinte hombres.

Algún personaje podía tener un funeral digno de un emperador a pesar de no haberlo sido nunca, como en el caso de Druso que murió en el año 9 a. C. que fue traído por Tiberio, que hizo el camino a pie, y a cuyo encuentro salió el propio Augusto para acompañarlo hasta la capital. Las imágenes de los antepasados del fallecido rodeaban su lecho fúnebre en el cortejo. El cuerpo fue llevado al Foro, donde se le lloró y Tiberio le dedicó un elogio.  Augusto le dedicó otro en el Circo Máximo. Equites trasladaron su cadáver al Campo de Marte, donde fue incinerado, y sus cenizas se depositaron en el Mausoleo de Augusto.

Urna cineraria, Museo Nacional Romano, foto Samuel López

El funus imperatorum se dedicaba a los emperadores, aunque no todos recibieron los mismos honores. Suetonio relata el funeral de Octavio Augusto que murió en Nola y hubo de ser transportado a Roma.

“Trasladaron su cuerpo de Nola a Boville, llevándole los decuriones de los municipios y de las colonias y viajando de noche a causa de la estación (Agosto). En Boville fue entregado a los caballeros, que lo condujeron a Roma, depositándolo en el vestíbulo de su casa. El Senado quiso honrar su memoria, celebrando sus funerales con pompa extraordinaria; se presentaron al objeto numerosas proposiciones, unos querían que el cortejo pasara por el arco de triunfo,... Se pusieron, sin embargo, límites a tales proposiciones. Sobre sus restos  fueron pronunciados dos elogios fúnebres: uno por Tiberio, delante del templo de Julio César, y otro por Druso, hijo de Tiberio, cerca de la antigua tribuna de arengas; fue llevado en hombros por los senadores hasta el campo de Marte, donde le colocaron sobre la pira... Los más distinguidos del orden ecuestre, descalzos y vistiendo sencillas túnicas, recogieron sus cenizas, depositándolas en el mausoleo hecho construir por él durante su sexto consulado entre el Tíber y la Vía Flaminia; lo había rodeado de bosque, quedando desde aquella época convertido en paseo público.” (Suetonio, Vida de Augusto, C)


Camafeo con apoteosis de Claudio, Museo del Louvre

Se estableció la costumbre entre los romanos  de hacer dioses  a los emperadores en una ceremonia que se denominaba apoteosis. Se enterraba el cuerpo del emperador muerto igual que el  resto de los hombres, aunque con un funeral mucho más fastuoso. Herodiano describe la ceremonia que se dedicó al emperador Septimio Severo.

“Esparcen entonces todo tipo de inciensos y perfumes de la tierra y vuelcan montones de frutos, hierbas y jugos aromáticos. No es posible encontrar ningún pueblo ni ciudad ni particular de cierta alcurnia y categoría que no envíe con afán de distinguirse estos dones postreros en honor del emperador. Cuando se ha apilado un enorme montón de productos aromáticos y todo el lugar se ha llenado de perfumes, tiene lugar una cabalgata en torno de la pira, y todo el orden ecuestre cabalga en círculo, en una formación que evoluciona siguiendo el ritmo de una danza pírrica. También giran unos carros en una formación  semejante, con sus aurigas vestidos con togas bordadas en púrpura. En los carros van imágenes con las máscaras de ilustres generales y emperadores romanos. Cumplidas estas ceremonias, el sucesor del imperio coge una antorcha y la aplica a la torre, y los restantes encienden el fuego por todo el derredor de la pira. El fuego prende fácilmente y todo arde sin dificultad por la gran cantidad de leña y de productos aromáticos acumulados. Luego, desde el más pequeño y último de los pisos, como desde una almena, un águila es soltada para que se remonte hacia el cielo con el fuego. Los romanos creen que lleva el alma del emperador desde la tierra hasta el cielo y a partir de esta ceremonia es venerado con el resto de los dioses.” (Herodiano, Historia del Imperio romano, IV)

Pedestal con apoteosis de Antonino Pío y Faustina, Museos Capitolinos, Roma

Ver entrada: Dis Manibus, el descanso de los difuntos en la antigua Roma
Ver entrada: Parentalia, días de los difuntos en Roma

Bibliografía: 

Death and Burial in the Roman World, J.M.C. Toynbee, Google Libros
Las Prácticas Funerarias en la Hispania Romana. Síntesis de su ritual. María Luisa Ramos Sáinz. Actas de los XIII Cursos Mono gráficos sobre el patrimonio histórico, Google Libros
http://ceipac.gh.ub.es/biblio/Data/A/0276.pdf, Aspectos legales del mundo funerario romano. José Remesal Rodríguez
oppidum.es/numeros/oppidum_01/pdfs/op01.03_perea.pdf, Imago Imperatoris, Ad Sidera! El funeral de los emperadores romanos, la apoteosis y el “cuerpo doble, Sabino Perea Yébenes
http://static.panoramio.com/photos/large/104299451.jpg