domingo, 29 de diciembre de 2024

Corona, diademas y coronas en la antigua Roma

Adriano con corona, Perge, Museo de Antalya, Turquía. Foto Samuel López

En la antigüedad una corona era un ornamento circular de metal, hojas o flores, usado alrededor de la cabeza o el cuello, y utilizado como decoración festiva y funeraria, y como recompensa de talento artístico y deportivo, de destreza militar o naval, o del valor civil.

“A este punto el emperador ecuánime manda que a las
palmas de vencedor se añadan bandas de seda; a los collares de oro, coronas y que se recompense el mérito, ordenando que se adjudiquen a los vencidos, que ya han sido suficientemente avergonzados, alfombras de hilos multicolores.”
(Sidonio Apolinar, Poema 23)

Aurigas vencedores, Pinturas de Ostia Antica, Italia. Fotos Samuel López

Anteriormente a la corona se utilizaba la diadema, una cinta decorada que se ataba alrededor de la cabeza como símbolo de dignidad y poder real, que estaba presente en Grecia, Macedonia, Persia, Egipto y otros lugares.

“¿Desde que estáis empurpurados y envueltos en oro y con piedras preciosas de montes y mares extranjeros os coronáis, os calzáis, os revestís, os hacéis colgaduras, os abrocháis y tapizáis vuestros sitiales?” (Sinesio de Cirene, De la realeza, 15)

Detalle de relieve asirio, Nimrud, Museo Metropolitan, Nueva York.

En la antigua Grecia se otorgaba a los ganadores de los juegos una corona por su victoria. En cada uno de los juegos la corona era diferente. En los juegos de Olimpia se hacía de hojas de olivo, en los juegos Píticos de Delfos se utilizaba el laurel, en los de Nemea el apio, y en los de Isthmia originalmente las hojas de pino y luego el apio.

“ANACARSIS. ¿Y en qué consisten vuestros trofeos?
SOLÓN-. En los Juegos de Olimpia, una corona de olivo silvestre; en los Juegos de Corinto de pino; en Nemea, de apio; en Delfos, manzanas consagradas de Apolo, y entre nosotros en las Panateneas, el aceite que se extrae del olivo sagrado.”
(Luciano, Anacarsis, 9)


En época romana, en los juegos que se celebraban en Grecia tenían lugar competiciones artísticas y musicales en los que se incluía la concesión de coronas a los vencedores.

“Sin embargo, uno de los reyes de nuestros días (Nerón) deseaba ser sabio en esta clase de sabiduría, como si ya conociera la mayoría de las cosas. Pero no en las cosas que no suscitan admiración entre los hombres, sino en aquellas por las que es posible conseguir coronas, como actuar de heraldo, cantar a la cítara, recitar tragedias, practicar la lucha y el pancracio.” (Dión de Prusia, Sobre el filósofo, 9)

En la estela dedicada a L. Kornelios Korinthos, flautista de aulos, por sus hijos aparecen grabadas las coronas que ganó con el nombre del lugar donde obtuvo la victoria.

"L. Kornelios Korinthos, flautista de aulos pitio, periodonikes (ganador en los cuatro juegos panhelénicos), ganador del escudo de Argos con un nomos (melodía tradicional), mientras su oponente tocó dos. Sus hijos … se lo dedicaron." (SEG 29-340)

Museo Arqueológico de Isthmia, Grecia.
Foto Dan Diffendale 

Aunque la República romana rechazaba el uso de diademas y coronas por representar la etapa de monarquía a la que no deseaban volver, Julio César pretendió reintroducir el uso de la diadema como símbolo de su derecho a gobernar, pero debido a la reacción desfavorable del pueblo romano se conformó con la corona de laurel.

“Era César espectador de estos regocijos (fiestas de las Lupercales), sentado en la tribuna en silla de oro y adornado con ropas triunfales, y como a Antonio, por hallarse de cónsul, le tocaba ser uno de los que ejecutaban la carrera sagrada, cuando llegó a la plaza y la muchedumbre le abrió calle, llevando dispuesta una diadema enredada en una corona de laurel, la alargó a César, a lo que se siguió el aplauso de muy pocos, que se supo estaban preparados; mas,  cuando César la apartó de sí, aplaudió todo el pueblo. Vuelve a presentarla: aplauden pocos; la rechaza: otra vez todos. Desaprobada así esta tentativa, se levanta César, y manda que aquella corona la lleven al Capitolio.” (Plutarco, Julio César, 61)

Antonio ofreciendo la diadema a César.
Ilustración de Edward Frederick Brewtnall

En la Antigua Roma se hizo costumbre condecorar con coronas (coronas honorarias) a los vencedores de batallas y a los soldados que se hubieran destacado por su valor o hazañas. La composición de la corona variaba según el hecho que se quisiese premiar.

La más alta de todas las condecoraciones romanas, y al mismo tiempo también la más antigua y rara, pues se otorgó en contadas ocasiones, era la llamada corona gramínea (literalmente corona de hierba, también conocida como corona obsidionalis). Esta corona no se otorgaba por el Senado o los oficiales a la tropa, sino que lo hacían los soldados a los superiores que lo merecían cuando sus acciones tenían como resultado la salvación de todo un ejército o una legión, tras la ruptura de un cerco o un asedio.

“De todas las coronas con las que el pueblo recompensaba el valor de sus ciudadanos no había ninguna que tuviera mayor gloria que la corona gramínea (…) Nunca fue conferida sino en una crisis de extrema desesperación, nunca fue votada sino otorgada por aclamación de todo el ejército, y nunca a nadie más que a aquel que había sido su salvador (…) Otras coronas eran entregadas por los generales a los soldados, solo ésta por los soldados al general.” (Plinio, Historia Natural, XXII, 4)

Denario con corona de adormidera y espigas

El liberador podía ser el imperator que dirigía la campaña, o en su ausencia el legado que lideraba el ejército en la toma de la ciudad o el militar más destacado que hubiese impulsado la acción, como ocurre con el primipilo Lucio Siccio Dentato, por ejemplo.

“De L. Sicinio Dentato, tribuno de la plebe durante el consulado de Espurio Tarpeyo y A. Atemio, se ha escrito en los Anales que fue un soldado más valiente de lo que uno se imagina, que se ganó tal reputación por su gran fortaleza y que fue llamado el Aquiles romano. Se dice que combatió contra el enemigo en ciento veinte batallas, tenía cincuenta y cuatro cicatrices en la parte frontal del cuerpo y ninguna en la espalda, obtuvo ocho coronas de oro, una de asedio, tres murales, catorce cívicas, ochenta y tres collares, más de ciento sesenta brazaletes, dieciocho lanzas; fue obsequiado con faleras veinticinco veces; 3 obtuvo numerosos botines militares, entre ellos muchos correspondientes a desafíos; celebró con sus generales nueve triunfos.” (Aulo Gelio, Noches Áticas, II, 11, 1-2)

Publio Decio Mus (cónsul en 340 a.C.) es el único que recibió dos coronas gramíneas. En el año 343 a.C. durante la guerra contra los samnitas logró romper el cerco manteniendo la posición en una altura elevada sobre un valle. Una de las coronas le fue concedida por sus propias tropas, y la otra por aquellas que logró rescatar del cerco.

Publio Decio Mus, pintura de Jacob Matthias Schmutzer

Cuando la ciudad liberada es la propia Urbs (Roma), son el Senado y el pueblo de Roma quienes decretan la concesión de esta corona para su liberador. Es el caso de la corona gramínea ofrecida a Quinto Fabio Máximo por la liberación de Roma durante la Segunda Guerra Púnica.

“La corona de asedio es la que los liberados de un asedio conceden al comandante de las tropas que los ha liberado. Es una corona de hierba y siempre se ha procurado hacerla con la nacida dentro de la plaza en la que estuvieron encerrados los asediados. Esta corona de hierba el Senado y el Pueblo Romano la concedieron a Q. Fabio Máximo durante la Segunda Guerra Púnica por haber liberado a la ciudad de Roma del asedio de los enemigos.” (Aulo Gelio, Noches Áticas, II, 11, 8-10)

El nombre de gramínea proviene por su elaboración con hierbas recogidas en el propio campo de batalla, siguiendo, posiblemente, una antigua costumbre en el que el equipo vencido en una competición de fuerza o agilidad arrancaba un puñado de hierba del prado donde la lucha tenía lugar, y se lo daba a su oponente como testimonio de su victoria.


La corona triunfal, sin embargo, es exclusiva de los imperatores, puesto que se concede como un honor más dentro de la celebración del triunfo y sólo el imperator bajo cuyos auspicia e imperium ha luchado el ejército romano puede recibir el triunfo. Al estar incluida entre los honores propios del triunfo, su concesión debería especificarse en la sentencia mediante la cual el Senado respondía al imperator a propósito de la concesión de esta celebración y sólo el Senado podía concederla. La corona era, en un principio de laurel –con el que se adornaba también la tienda del imperator e, incluso, sus armas– y cumplía una función purificadora. En la ceremonia del triunfo el general victorioso vestía una toga picta de oro y púrpura, y un esclavo que se erguía tras él en el carro y sostenía una corona de laurel sobre su cabeza le susurraba al oído: Mira hacia atrás. Recuerda que eres hombre.

“Precedían al general lictores con túnicas de color púrpura, y un coro de citaristas y flautistas, a imitación de una procesión etrusca, con cinturones y una corona de oro, marchaban al compás de la música y la danza. Los llaman lidios, porque, según creo, los etruscos fueron una corona lidia. Uno de ellos, en el centro, revestido de un manto color púrpura que le llegaba hasta los pies y con brazaletes y collares de oro, provocaba la hilaridad con gesticulaciones variadas, como si estuviera danzando en triunfo sobre sus enemigos. A continuación, marchaba un grupo de turiferarios (portadores de incienso)y, tras ellos, el general sobre un carro decorado con profusión llevaba una corona de oro y piedras preciosas, vestía una toga de púrpura, a la usanza patria, tachonada con estrellas de oro y portaba un cetro de marfil y una rama de laurel que es el símbolo romano de la victoria.” (Apiano, Historia romana, Sobre África, 66)

Triunfo de Tiberio, copa del tesoro de Boscoreale. Foto Gareth Harney, via Twitter

La corona triunfal podía ser fundida en oro como signo de mayor dignidad y durante la celebración del triunfo un esclavo público sujetaba la corona, que solía ser grande y pesada, por encima de la cabeza del imperator. El senado otorgaba el permiso para llevar la del laurel o de oro en según qué ocasión, como ocurrió con Pompeyo.

"En ausencia de Gneo Pompeyo, Tito Ampio y Tito Labieno, tribunos de la plebe, propusieron una ley para que en los juegos circenses éste llevara una corona de oro y el atuendo de triunfo, mientras que en el teatro, toga pretexta y corona de laurel. Él no se atrevió a llevarlo más que una vez –y esto ya fue demasiado–." (Veleyo Patérculo, Historia romana, II, 40, 4)

Julio César con corona de laurel. Pintura de Peter Paul Rubens

Sobre la concesión de la corona triunfal a Julio César, Suetonio escribe: "De todos los honores que le fueron decretados por el Senado y el pueblo, ninguno recibió o utilizó con más gusto que el derecho a llevar continuamente una corona de laurel.” (Suetonio, Julio César, 45)

Las coronas de oro que el imperator llevaba en el triunfo junto con el botín para ofrecer a Júpiter Capitolino eran las que previamente le habían concedido las ciudades liberadas y los aliados. Servían para sellar su pacto de amistad con Roma. Lo relevante en esta ofrenda coronaria era la cantidad que se pudiera aportar, que proporcionaba una imagen pública de la riqueza de las ciudades conquistadas o incorporadas a la esfera de acción política romana. Así, Emilio Paulo destacó por aportar en su triunfo unas cuatrocientas coronas de oro.

"Seguían inmediatamente cuatrocientas coronas de oro, que las ciudades habían enviado con embajadas a Emilio por prez de la victoria." (Plutarco, Emilio, 34)

Coronas helenísticas de oro con hojas de roble o encina

La costumbre de obsequiar coronas de oro por parte de las provincias a los generales victoriosos procedía de los griegos quienes agasajaron profusamente a Alejandro Magno por su triunfo sobre Darío.

Estas coronas que podían llamarse provinciales eran un obsequio en los inicios de la República, pero pasaron a ser exigidas como un tributo con el nombre de aurum coronarium, que solo se entregaban a quien se le había concedido un triunfo por decreto.

“Por razones de estado, a los ciudadanos se les conceden coronas de laurel, pero a los magistrados, además, coronas de oro, como en Atenas, y en Roma. Incluso a esas se prefieren las etruscas. Así se llaman las coronas, que, adornadas con joyas y hojas de roble de oro, se ponen, con mantos bordados con hojas de palma, para conducir los carros que contienen las imágenes de los dioses al circo. Hay también las llamadas coronas de oro provinciales, que necesitan las cabezas más grandes de las imágenes en vez de las de los hombres.” (Tertuliano, De Corona, 13)

Corona de oro etrusca, Vulci, Museo Vaticanos

Si, a pesar de la victoria, el triunfo no llegaba a celebrarse porque no se cumplían todas las condiciones necesarias para alcanzar este honor máximo (la guerra no se había declarado apropiadamente o se hacía contra una fuerza inferior, o contra enemigos que no tenían la consideración legal como tales, por ejemplo, esclavos o piratas, o bien la victoria se obtenía sin peligro, dificultad o derramamiento de sangre), el Senado distinguía al imperator a su ejército con la celebración de la ovación (ovatio), ceremonia triunfal de carácter menor, en la que el imperator portaba la corona trenzada con mirto, planta dedicada a Venus, que simbolizaría la paz y la unión.

“La corona oval es de mirto. La llevaban los generales que entraban en Roma en medio de ovaciones. La razón por la que se celebra una ovatio y no un triunfo es que, o bien la guerra no había sido declarada ateniéndose al ritual, o bien había sido llevada a cabo contra un enemigo injustamente calificado de tal, o la categoría del enemigo era humilde y sin relevancia, como esclavos o piratas, o su rendición fue inmediata y ‘sin polvo’, como suele decirse, y la victoria ha resultado incruenta. Para estas victorias fáciles consideraron que era adecuada la fronda del árbol de Venus, puesto que se trataba de una especie de triunfo de Venus y no de Marte.  Cuando M. Craso regresó aclamado tras concluir la guerra de los esclavos fugitivos, despreció orgullosamente la corona de mirto y procuró mediante influencias que se promulgara un senadoconsulto autorizando su coronación con laurel, en lugar de mirto.” (Aulo Gelio, Noches Áticas, II, 11, 20-23)

Corona de oro con hojas y flores de mirto. Museo Nacional de Crotona, foto Rjdeadly

La corona cívica, segunda en honor e importancia, se otorgaba al soldado que había salvado la vida de un soldado romano en batalla. Se hacía con variedades del árbol Quercus o árboles de bellota, primero de encina, después de hojas de ésculo y finalmente del roble.

¿Por qué dan una corona de encina, a quien haya salvado a un ciudadano en la guerra? 'Acaso porque en campaña es fácil encontrar por todas partes abundantes encinas? ¿O porque la corona está consagrada a Júpiter y a Juno, a quienes consideran defensores de la ciudad?

'0 es una costumbre antigua de los arcadios para quienes existe una cierta relación con la encina? Pues tienen fama de haber sido los primeros hombres de la tierra, así como la encina fue el primer árbol. (Plutarco, Cuestiones Romanas, 92)

Emperador Claudio con corona cívica

Como la posesión de esta corona era un honor tan grande, su obtención se guiaba por severas reglas, por las que la concesión solo se permitía en determinadas situaciones: haber salvado la vida de un ciudadano romano en la batalla, haber matado al oponente, y haber ocupado el lugar en el que ocurrió la acción. No se admitía el testimonio de un tercero, sino que el propio rescatado debía exponer lo ocurrido, lo que dificultaba el logro, ya que el soldado romano se mostraba reticente a reconocer el valor de un camarada, y mostrar la deferencia que se debería obligado a prestar a su salvador si la reclamación se reconocía. En los inicios, por tanto, la corona cívica era entregada por el soldado rescatado, después de que la reclamación se había investigado por el tribuno que llamaba a una parte reticente a que presentase su propia evidencia, pero durante el imperio, cuando era el príncipe el que otorgaba todos los honores, la corona cívica ya no se recibía de las manos de la persona cuya salvación se recompensaba, sino del propio príncipe, o un delegado suyo. Proteger la vida de un aliado, incluso si era un rey, no confería ningún mérito para la corona cívica.

“La corona cívica fue primeramente de encina, después se prefirió la del ésculo, consagrado a Júpiter, y también se varió con el roble pedunculado y se utilizó el árbol que había en cualquier parte, preservándose solamente el honor de la bellota. Se añadieron condiciones estrictas y, por lo tanto, imponentes, y que gustaría comparar con aquella suprema corona de los griegos que se concede bajo la protección de Júpiter mismo y por la que la patria del vencedor, en su júbilo, hace una brecha en sus murallas: hay que salvar a un conciudadano, matar a un enemigo, y que el lugar donde ha ocurrido lo ocupe el enemigo el mismo día, que la persona salvada lo confiese —de lo contrario no sirven de nada los testigos—, y que haya sido un ciudadano. Prestar ayuda, aunque sea un rey el salvado no da derecho a esta distinción, y no aumenta el mismo honor si es salvado un general, porque sus creadores quisieron que fuese el honor más alto en cualquier ciudadano.” (Plinio, Historia Natural, XVI, 11-12)

Tiberio con corona cívica, Museos Vaticanos. Foto Sergey Sosnovskiy

Una vez se obtenía, se podía llevar siempre. El soldado que la conseguía tenía un lugar reservado en todos los espectáculos públicos cerca de los senadores quienes se levantaban cuando él entraba. Él, su padre y su abuelo paterno estaban liberados de las cargas públicas; además, la persona que le debía la vida estaba obligado a considerar a su salvador como un padre, y servirle como un hijo a su padre.

“Una vez recibida esta corona, se puede llevarla siempre. Cuando el galardonado se presenta en los juegos públicos, es costumbre, incluso por parte del senado, levantarse siempre ante él, que tiene derecho a sentarse cerca de los senadores; él mismo, su padre y su abuelo paterno gozan de la exención de todas las obligaciones. Sicio Dentado, como hemos relatado en el pasaje correspondiente, recibió catorce coronas cívicas, y seis Capitolino, en un caso por haber salvado a su jefe Servilio. Escipión Africano no quiso recibirla por salvar a su padre en el Trebia. ¡Oh, costumbres eternas que premiaron tan grandes hazañas sólo con el honor y que, mientras que las demás coronas eran más valiosas por su oro, no quisieron que la salvación de un ciudadano tuviese precio, manifestando claramente que no es lícito ni siquiera salvar a un hombre por amor al lucro!” (Plinio, Historia Natural, XVI, 14)


La corona oleagina o de olivo era también una corona honoraria que se concedía tanto a los soldados como a sus comandantes por cuya intervención se había obtenido una victoria, aunque ellos no estuvieran presentes en la acción.

“César, aparentando estar de acuerdo con ellos en que reclamaban cosas razonables y que sus peticiones estaban dentro de lo humano, licenció primero a los que habían combatido a su lado en Módena contra Antonio; y después, como también los demás seguían con sus demandas, licenció, de entre estos, a los que llevaban diez años en el ejército; y para contener a los demás, añadió que ya no volvería a emplear a ninguno de los soldados licenciados, aunque lo pidiera insistentemente. Cuando oyeron esto, no pronunciaron una palabra, sino que comenzaron a escuchar lo que decía con mucha atención, porque anunció que no a todos los licenciados les iba a dar todo cuanto les había prometido y a repartirles tierras, sino solo a los primeros y, de los restantes, únicamente a los que más méritos habían hecho; y porque a todos ellos les dio dos mil sestercios, y a los que habían combatido en la batalla naval les concedió además una corona de olivo.” (Dión Casio, Historia romana, XLIX, 14)

Corona de olivo hecha de oro

La corona navalis parece ser la que se concedía al soldado que saltaba primero armado en la nave enemiga, mientras que la llamada rostrata puede corresponder a la que se otorgaba al comandante que destruía una flota enemiga entera u obtenía una victoria naval muy señalada. Las dos se hacían de oro y la rostrata se decoraba con la proa de los barcos, como se puede ver en la moneda con el rostro de Agripa.

“A Agripa le regaló una corona de oro labrada con espolones de naves, algo que no se concedió nunca a nadie ni antes ni después. Y para que cada vez que Agripa, por celebrar un triunfo, llevara siempre en vez de la corona de laurel la corona de «vencedor en una batalla naval», sancionó más tarde la concesión con un decreto.” (Dión Casio, Historia romana, XLIX, 14)

As de Agripa con corona rostrata. Museo Británico, Londres

La corona mural (corona muralis) era la que se daba al soldado que escalaba primero el muro y entraba donde estaban los enemigos, y se decoraba con almenas. La corona vallar, valar o castrense (corona vallaris o castrensis), de oro, se concedía al que primero entraba en el campo enemigo, venciendo los obstáculos de fosos, trincheras y estacadas.

“La corona mural es aquella con la que un general condecora al primero que escala una muralla y a viva fuerza trepa por ella para penetrar en una ciudad enemiga; por eso está decorada con una especie de almenas de murallas. La corona castrense es aquella con la que un general condecora a quien, combatiendo, es el primero en penetrar en el campamento enemigo. Esta corona tiene como distintivo una empalizada.” (Aulo Gelio, Noches Áticas, II, 11, 16-17)

Estela dedicada a  Quinto Sulpicio Celso con corona mural.
Galería Lapidaria, Museos Capitolinos, Roma 

Agripa aparece en algunas monedas llevando una combinación de la corona mural en reconocimiento por su victoria en la guerra Perusina en 40 a.C., y la corona rostral (adornada por espolones de nave) obtenida por sus victorias navales sobre Sexto Pompeyo en Miles y Naulos, frente a las costas sicilianas, en 36 a.C., y ampliamente revalidada en Actium frente a Marco Antonio cinco años más tarde. Es una distinción que sólo Agrippa recibió.

“Agripa se hizo merecedor de una corona de la armada que nunca había recibido ningún romano, por su singular valentía en combate.” (Veleyo Patérculo, Historia romana, II, 81, 3)

Áureo con Agripa con la corona mural y rostral juntas

La media corona llamada por su nombre griego, stephanos, era un privilegio de las diosas de época griega y helenística, y empezó a utilizarse en los retratos de las damas fallecidas de la familia imperial y en tiempos de Nerón aparece en las imágenes de damas aún vivas. Consistía generalmente en un arco metálico más elevado en la parte central que en los laterales.

A finales del siglo I d.C. se incorpora a las representaciones de mujeres que no pertenecen a la casa imperial y, con frecuencia, dentro del entorno funerario. Si bien en el caso de las emperatrices y princesas el uso de la diadema podía significar autoridad y privilegio, después al ser su uso más amplio entre la población femenina, habría perdido tales connotaciones para mostrar un aire de respetabilidad y piedad.

Agripina la menor con diadema. Museo de la ciudad de Barcelona.
Foto de Samuel López

En el siglo IV se produjo una evolución desde la diadema original, una sencilla cinta, a una diadema adornada con joyas, símbolo de dignidad imperial, con la que los emperadores de esa época aparecen en sus retratos.

“Y, si quieres conocer el milagro en su integridad y cuidadosamente, no te quedes en las simples palabras, sino pesa en tu interior el acompañamiento de guardias, los soldados de escudo, los tribunos, los jefes que son alimentados en el palacio, los que están al frente de las ciudades, el fausto de los que van delante del rey, la multitud de los que le siguen y de los que van abriendo paso, y finalmente todo el conjunto de siervos. Y luego, en medio de todos, considera al emperador que va entrando con inmensa pompa y que por sus vestiduras parece aún más digno de honra, lo mismo que por la púrpura y las piedras preciosas de que lleva salpicada la diestra hasta el arranque del manto, y finalmente, por la diadema en donde ellas resplandecen también desde su cabeza.” (Juan Crisóstomo, Discurso acerca del bienaventurado Babilas)

Cabeza de Justiniano con diadema en pórfido rojo, Venecia

Los emperadores que más exaltaron su vanidad adoptaron, siguiendo la moda oriental, el uso de coronas de oro u piedras preciosas en cualquier tipo de ceremonia, religiosa o social, e incluso en el ámbito privado.

 “Después de salir de Siria, Antonino llegó a Nicomedia, donde se dispuso a pasar el invierno ya que así lo exigía la estación. Y al punto cayó en éxtasis y empezó a ejecutar las desenfrenadas danzas rituales del dios de Emesa, a cuyo culto había sido consagrado. Se vestía con los más costosos modelos tejidos en púrpura y oro y se adornaba con collares y brazaletes; en su cabeza llevaba una corona en forma de tiara cubierta de oro y piedras preciosas. Su atuendo estaba entre las vestiduras de los sacerdotes fenicios y la lujosa indumentaria de los medos. Detestaba los vestidos romanos y griegos porque, decía, estaban hechos de lana, una pobre materia prima. Sólo le gustaban los tejidos de seda Aparecía en público al son de flautas y tambores, sin duda en honor de su dios.” (Herodiano, Historia del imperio romano después de Marco Aurelio, V, 5, 3)

Detalle del retrato de Septimio Severo, Altes Museum, Berlín

Los emperadores a partir de Constantino introdujeron el uso de la diadema oriental adornada con piedras preciosas y perlas. Estas últimas, que representaban riqueza, lujo y rareza, se habían hecho muy populares en la sociedad romana. Todos los emperadores a partir del siglo IV aparecieron retratados con diademas o coronas de pelas y gemas.

 “Fue el primero en contemplar el espectáculo allí, y llevó por primera vez en su cabeza una diadema con perlas y piedras preciosas, ya que deseaba cumplir las palabras proféticas que decían: Tú pusiste en su cabeza una corona de piedras preciosas (Salmo 20.4); ninguno de los emperadores anteriores había llevado una así.” (Juan Malalas, Crónica, XIII, 8, Constantino)


Emperador Arcadio con diadema perlada.
Museo Arqueológico de Estambul, Turquía

La diadema perlada no fue una insignia de autoridad en las emperatrices romanas, pero sí un distintivo de su elevada situación social y un “signo de poder”. Se desarrolló a partir de modelos helenísticos, combinados con elementos de adorno personal como la sarta de perlas, empleadas por las mujeres distinguidas desde época tardorrepublicana, en principio, para mostrar su condición de matronas. En parte era una exhibición de lujo, pero, ante todo, las perlas manifestaban la perfección moral de sus portadoras. Como consortes, al igual que las reinas helenísticas, eran perpetuadoras de la continuidad del principado, pero también eficaces intermediarias entre los ciudadanos y los príncipes.

Es sobre todo a partir del siglo IV cuando las emperatrices hacen mayor uso de las diademas enjoyadas sobre sus tocados.

“Cimótoe traía un ceñidor, Gálatea un extraordinario collar y Espátale una diadema engastada con pesadas perlas que ella misma había cogido en las rojas profundidades. Doto se sumerge repentinamente y arranca corales: era una rama flexible mientras asciende por el agua. Había salido de las olas: fue piedra preciosa. Esta desnuda multitud rodeó a Venus y aplaudiendo la siguen al mismo tiempo con tales palabras: «Te suplicamos que tú, nuestra reina, le lleves estos adornos, estos regalos nuestros a la emperatriz María.” (Claudio Claudiano, Epitalamio de Honorio y María, 160-175)

Emperatriz con diadema. Museo Cívico Paolo Giovio, Como, Italia

La corona radiata fue la que se entregaba a los dioses y héroes deificados. Era de uso emblemático y no honorario, por lo menos para la persona que las usaba, y su adopción no estaba regulada por la ley, sino por la costumbre.

La corona radiada es uno de los atributos propios de Sol Invictus, deidad solar, de gran influencia oriental. Desde época de Augusto los emperadores asumieron su uso, no tanto por deferencia al dios solar, sino como representación de su autoridad espiritual y, quizás de perfección corporal, ya que Apolo se asimilaba al Sol.

Dupondio de Trajano con corona radiata

No fue hasta el siglo III cuando se hizo habitual que los emperadores usasen la corona radiata en sus imágenes de representación, como es el caso de Aureliano, devoto del Sol Invictus, cuyo culto fue declarado oficial en Roma en el año 274 d.C.

“Rociaba con polvo de oro sus propios cabellos. A menudo se paseaba con la corona radiada.” (Historia Augusta, Los dos Galienos, 16)

Antoniniano de Aureliano con corona radiata y el dios Sol

El emperador Constantino presentaba en sus imágenes los atributos que lo mostraban ante sus súbditos como la manifestación visible del Sol (Febo o Apolo), su dios tutelar, apareciendo el monarca como una entidad luminosa y benefactora con sus súbditos.

“Porque tú viste, creo, Constantino, tu propio Apolo acompañado de Victoria, ofreciéndote coronas de laurel, cada una de las cuales te traen un presagio de treinta años.” (Panegíricos Latinos, VII, 21, 4)

Follis de Constantino y el dios Sol con corona radiata

Entre las coronas no honorarias destacan las sacerdotales. La corona spicea, compuesta de espigas de trigo, la llevaban los miembros de los Frates Arvales, hermandad de doce sacerdotes, cuyo origen se remonta a la fundación de la ciudad de Roma, dedicados al culto de la diosa Dea Dia, diosa arcaica protectora de la agricultura y las cosechas, que posteriormente se asimiló a la diosa Ceres. Los sacerdotes hacían sacrificios durante el festival de Ambarvalia para asegurar una buena cosecha.

“En el libro I de sus Memoriales, Masurio Sabino, siguiendo a algunos historiadores, dice que Acca Larentia fue la nodriza de Rómulo: “A esta mujer -dice- se le murió uno de sus doce hijos varones. Y Rómulo se ofreció a Acca Larentia como hijo para ocupar el lugar de aquél, llamándose a sí mismo y a los otros hijos de ella ‘hermanos arvales’. Desde entonces perduró el colegio de los Hermanos Arvales, cuyo número es doce, siendo el emblema de este sacerdocio una corona de espigas y cintas blancas”. (Aulo Gelio, Noches Áticas, VII, 7, 8)

Antonino Pio como arval. Museo del Louvre, París

Durante la República el culto decayó, pero con la llegada del Imperio, Augusto reorganizó la hermandad aumentando el número de sus miembros y convirtiéndose él mismo en uno de sus miembros. En el quinto miliario de la via Campana o Via Salaria, antes de hacer la ofrenda, los sacerdotes rodeaban tres veces el campo donde un grupo de campesinos y pastores danzaban y rezaban en honor de la diosa Ceres. La corona spicea era característica de dicha Diosa, y con la misma aparece representada Livia, la esposa de Augusto.

“Rubia Ceres, sea para ti de mis tierras una corona de espigas que cuelgue ante las puertas de tu templo, y un rojo Príapo en mis huertos frutales eríjase en guardián, para que con su terrible hoz asuste a los pájaros.” (Tibulo, Elegías, I, 1)

Augusto y Livia con coronas de espigas. Izda, Museo Pio Clementino, Vaticano.
Drcha, Museo del Hermitage, San Petersburgo

Cuando el general griego Ptolomeo se convirtió en el rey de Egipto tras la muerte de Alejandro Magno, quiso unificar a los nativos egipcios y a la creciente población griega, creando un nuevo dios que fuera atrayente tanto para unos como otros. Así surgió el culto a Serapis, deidad que combinaba elementos griegos y egipcios. Cuando los romanos se apoderaron de Egipto en el año 31 a.C., Serapis ya era un dios popular con un culto creciente.

Sus sacerdotes aparecen frecuentemente representados con una diadema en la que destaca en su parte central una estrella de siete puntas.

“Dikaios de Ionidai, hijo de Dikaios, sacerdote de Serapis, consagró este lugar en nombre del pueblo de Atenas y el pueblo de Roma y el rey Mitrídates Eupator Dionysus y de su propio padre Dikaios, hijo de [ …] del demos de Ionidai y de su madre […], en honor de Serapis, Isis, Anubis, Harpócrates,….” (ID 2039)

Posibles sacerdotes del culto a Serapis. Izda Museo Getty, Los Ángeles. Drcha, Retrato funerario del Fayum, Museo Británico, Londres

Los romanos copiaron de los griegos la idea de coronar a los difuntos con guirnaldas de flores y según la ley de las Doce Tablas, cualquier persona que hubiera obtenido el derecho a llevar una corona, podía tenerla puesta en su cortejo funerario.

“Hay aquella señal de que pertenecen a los muertos los ornamentos de la gloria, porque manda la ley que la corona ganada por la virtud sea impuesta sin fraude, tanto a aquel que la hubiera ganado, como al padre de él.” (Cicerón, Las Leyes, II, 24)

Retratos funerario del Fayum. Izda, Art Institute de Chicago.
Drcha, Museo Metropolitan de Nueva York

La corona nupcial (corona nuptialis) tenía origen griego y se hacía con flores recogidas por la propia novia, y no debían ser compradas porque era signo de mal augurio. Entre los romanos, una corona de flores de mejorana y verbena trenzadas adornaba la cabeza bajo el velo nupcial en época de César y Augusto; posteriormente se utilizarían mirto y flores de azahar.

“Tú que habitas en el monte Helicón, hijo de Urania,
Tú que arrebatas a la tierna doncella
Para su esposo, ¡oh Himen Himeneo,
Oh Himen Himeneo!,
Ciñe tus sienes con la flor
De la fragante mejorana
Toma el velo nupcial, ven
Aquí, alegre, calzado tu pie de nieve
Con sandalia de jalde,
Y, exultante en este gozoso día,
Canta con clara voz esta
Canción nupcial, golpea
La tierra con los pies y agita
En tu mano la tea de pino.”

(Canción de boda en honor de Manlio y Junia, Catulo, 61)

Boda de Belerofonte y Filónoe, Museo de Nabeul, Túnez

La corona convivial (corona convivialis), era la corona que se utilizaba en las reuniones festivas y surgió en Grecia por la práctica de atar una cinta de lana alrededor de la cabeza para mitigar los efectos de la embriaguez. Posteriormente se empezó a utilizar flores y plantas, que se suponía, podían evitan la borrachera, como las rosas, la más empleada, violetas, mirto, hiedra y otras. Las coronas conviviales no se podían llevar en público y hacerlo se castigaba con prisión.

“Ea, descansa aquí tu cansancio bajo la sombra de los pámpanos y anuda tu pesada cabeza a una corona de rosas mientras tomas los labios hermosos de una tierna joven. ¡Ah, muera quien tenga la severidad de antaño! ¿Por qué guardas las guirnaldas bienolientes para una ceniza ingrata? ¿O acaso quieres que una lápida coronada cubra tus huesos? Ponte vino y dados; muera quien se preocupe del mañana, pues la Muerte, tirándonos de la oreja, dice: "Vivid, que llego.” (Apéndice Virgiliano, Copa)

Las rosas de Heliogábalo, Pintura de Alma-Tadema, Colección de Pérez Simón

En el arte griego arcaico, Dioniso aparecía como un dios de larga barba, coronado de hiedra o de vid, a veces con una cinta en torno a su abundante cabellera, vestido con la túnica larga y el manto de los gobernantes de esa época, que en su caso era de color azafrán. En el siglo IV a.C., adquiere su imagen definitiva: la de un joven bello, que ciñe su larga cabellera con una cinta o la cubre con una corona vegetal.

Con él se relacionan los símbolos vegetales como la vid, bien como planta, racimo, corona o guirnalda de pámpanos; el mirto, especialmente vinculado al Dioniso funerario, y, sobre todo, la hiedra, que, según Ovidio, resulta muy agradable a Baco por el siguiente motivo:

“¿Por qué se ciñe de hiedra? La hiedra es lo más agradable a Baco; decir también por qué es esto así no lleva ningún tiempo. Cuentan que las ninfas de Nisa, en ocasión en que la madrastra (Hera) buscaba al niño, pusieron delante de la cuna ramas de hiedra.” (Ovidio, Fastos, III)


Dioniso coronado de hiedra

La hiedra está estrechamente asociada con Dioniso, dios griego del vino, fertilidad, y éxtasis religioso, entre otras cosas, quien aparece frecuentemente coronado con ella, en el arte y la literatura. La hiedra es una planta de hoja perenne y símbolo de inmortalidad; pero en el culto a Dioniso (o al Baco romano), mientras que el vino inspiraba pasiones ardientes, los poderes refrescantes de la hiedra, una planta de invierno, invitaba al razonamiento en vez de a los impulsos fugaces. El dios utilizaba la hiedra para hacer caer a las mujeres en un fervor místico y un delirio que las atraía a su culto y a unirse a su cortejo de ménades y sátiros.

“Los del cortejo de Baco no celebraban los misterios orgiásticos sin coronas, sino que, apenas se ceñían en sus sienes las flores, se sentían encendidos para la iniciación religiosa.” (Clemente de Alejandría, El Pedagogo, II, 73)

Bacanal, pintura de Henryk Siemiradzki

La hiedra también aparece de forma figurada coronando a los poetas porque les aporta un estado de éxtasis y entusiasmo necesario para la inspiración y composición.

“A mí las hiedras, premio de las frentes doctas, me mezclan con los dioses del cielo; a mí el fresco bosque y los coros ligeros de ninfas y sátiros me separan del vulgo, si Euterpe no hace que callen sus flautas, ni Polimnia se niega a templar la cítara lesbia. Y si me cuentas entre los líricos vates, en las alturas tocaré con mi cabeza los astros.” (Horacio, Odas, I, 1)

El poeta Horacio, pintura de Giacomo di Chirico

La corona de pámpanos estaba dedicada a Dioniso y Baco y se consideraba un símbolo de madurez próximo a la decadencia y se relacionaba con los efectos embriagantes del vino.

“¡Oh Leneo!: dulce peligro es seguir al dios que se ciñe las sienes con el verde pámpano.” (Horacio, Odas, III, 25, 20)


Las coronas de flores se utilizaron en Roma en festividades religiosas, en las ofrendas a los lares, en competiciones deportivas, en sacrificios públicos y privados y en actos sociales, como banquetes públicos o de particulares. Cuando no era posible hacer uso de las flores, se empleaban coronas hechas de láminas metálicas o de materiales pintados de colores.

“Las coronas fueron siempre muy apreciadas, incluso las que se ganaron en los juegos públicos. Era costumbre de los ciudadanos participar en las competiciones del circo, y enviar a sus esclavos y caballos también. Por eso se dice en la ley de las Doce Tablas: Si alguien ha ganado una corona por sí mismo, o debido a su dinero, que se le de como recompensa a su valor. No hay duda que la ley se refiere a la corona ganada por sus esclavos o caballos.” (Plinio, Historia Natural, XXI, 5)



Bibliografía

*Ritual, espectáculo y poder: las procesiones en la antigua Roma, Francisco Marco Simón
*Constantino y las acuñaciones del Sol Invicto, Iván Muñoz Muñoz
*Horacio y la coronación del poeta, María Delia Buisel
*Corona gramínea, la máxima y más rara condecoración militar romana, Guillermo Carvajal
*La «corona radiata» de Helios-Sol como símbolo de poder en la cultura visual romana, Jorge Tomás García
*Isis (y Serapis), dioses de la navegación y del comercio marítimo. Vida cotidiana en un santuario egipcio, Joaquín Ruiz de Arbulo
*La evolución de la diadema perlada como ornamento distintivo de las augustas (305-360 d. c.), Esteban Moreno Resano
*Adorned in Divinity, Claire Smith, Rhodes College
*Crowns. Understanding crowns in Roman culture, Brent MacDonald
*Corona, A Dictionary of Greek and Roman Antiquities, John Murray, London, 1875.
*Symbol or jewellery? The stephane and its wearer in the Roman world (1st-3rd centuries AD), Anique Hamelink
*Pro-Mithridatic and Pro-Roman Tendencies in Delos in the Early First Century BC: the case of Dikaios of Ionidai (ID 2039 and 2040), Javier Verdejo Manchado y Borja Antela-Bernárdez
*Wreath - Its Use and Meaning in Ancient Visual Culture, Dragana Rogić, Jelena Anđelković Grašar, Emilija Nikolić


lunes, 4 de noviembre de 2024

Ad catacumbas, catacumbas en la antigua Roma

Catacumbas de San Genaro, Nápoles, Italia. Foto Samuel López

Los primeros cristianos en Roma llamaron al lugar de enterramiento bajo tierra coemeterium (actual cementerio), pero el nombre de catacumba, procede de ad catacumbas (en la hondonada), porque las conocidas ahora como catacumbas de San Sebastián se hicieron aprovechando una cantera de tierra puzolana, al sur de la ciudad de Roma. Posteriormente el topónimo catacumba pasó a denominar el cementerio subterráneo cristiano.

Las catacumbas fueron esencialmente cementerios o necrópolis subterráneas donde los fieles acudían para cumplir con los rituales en honor de sus difuntos y venerar a los mártires en el día de su aniversario de muerte, considerada como nacimiento a una nueva vida. Estaban formadas por un laberinto de galerías estrechas (ambulacros), cuyos pavimentos guardaban sepulcros individuales bajo tierra (hormas) cubiertos por lastras de mármol o piedra. En las paredes laterales de los pasillos se excavaban nichos a varios niveles (loculi) que albergaban sepulturas para difuntos de condición modesta. Cada lóculo se cerraba con una lápida de mármol, piedra o ladrillos, con el nombre del difunto o difuntos inscrito. Los nichos representan el sistema sepulcral más humilde e igualitario, con el objeto de respetar el sentido comunitario que animaba a los primeros cristianos. La uniformidad de las sepulturas se correspondía con la ideología de la nueva religión, que garantizaba a todos el mismo tratamiento y la igualdad frente a Dios.

"Tuve un nacimiento romano. Si quieres saber mi nombre, Julia me han llamado; viví virtuosa con mi esposo Florencio, a quien dejé tres hijos con vida. Después, he recibido la gracia de Dios, acogida en paz como neófita." (Poesía Epigráfica Latina, 1874, Catacumba de San Calixto)

Santa Cerula, Catacumbas de San Genaro, Nápoles, Italia

El cubiculus era una gran cámara sepulcral donde se enterraba a los miembros de una familia o de un grupo de la comunidad. Se decoraba con imágenes y pinturas alusivas al grupo, a uno de sus integrantes o bien al credo religioso que profesaban. Algunas tumbas de estos cubículos se coronaban por un arco, llamado arcosolium.

Catacumbas de Comodilla, Roma, Italia

Las criptas eran espacios mucho más amplios que los cubículos, en los que se daba sepultura a uno o más mártires y donde se oficiaba misa. Las criptas se encontraban generalmente en el primer nivel de galerías. En el cielo raso de las criptas había lucernarios, perforaciones hacia el exterior que permitían el ingreso de luz natural, y airear el ambiente debido a la presencia de grupos de fieles.

“Después, cuando, a pesar del fácil recorrido, la oscura noche del lugar parece ennegrecerse a través de esa cueva misteriosa, aparecen claraboyas construidas en lo alto del techo, diseñadas para lanzar rayos brillantes sobre la caverna.
Aunque angostos atrios bajo sombríos pórticos van urdiendo por aquí y por allá confusos recodos, no obstante, la luz penetra por abundantes orificios de la bóveda, bajo las entrañas huecas de ese monte excavado.
Así se puede bajo tierra contemplar el brillo del sol en su ausencia y disfrutar de su lumbre. A semejante gruta es encomendado el cuerpo de Hipólito, en un lugar junto al que se situó un altar consagrado a Dios.”
(Prudencio, Libro de las Coronas, XI, 150)

Escena de enterramiento en catacumba. Ilustración siglo XIX

El incremento de la población durante la segunda mitad del siglo II, unido a la práctica de la inhumación que precisaba de grandes cantidades de tierras públicas provocó el incremento de los precios del suelo. Por lo tanto, para superar estas dificultades, a finales del siglo I y comienzos del II, algunas familias y asociaciones romanas empezaron a recurrir a la sepultura subterránea, ahorrando terreno en superficie y garantizando una digna sepultura a sus muertos. Numerosos son los ejemplos de hipogeos funerarios paganos localizados en los suburbios, cubiertos muchas veces por frescos.

Hipogeo de Via Livenza, Roma, Italia

Muchos fueron los motivos que empujaron a la comunidad cristiana a sepultar a sus difuntos en cementerios independientes. Ante todo, el crecimiento numérico de los fieles, la toma de conciencia de pertenecer a una comunidad religiosa, el vínculo que sus adeptos sentían hacia ella, la necesidad -según los rituales cristianos primitivos- de honrar a los difuntos con los refrigeria y, en última instancia, la adquisición, por parte de la iglesia de territorios destinados a sepulturas.

Para garantizar a todos los cristianos la dignidad de una sepultura, Tertuliano señala la presencia de una caja común, que sobrevivía con las contribuciones voluntarias mensuales de los fieles. Hasta ese momento los fieles de la nueva religión sepultaban a sus difuntos en los cementerios comunes.

“E incluso si existe una especie de caja común, no se reúne ese dinero mediante el pago de una suma honoraria, como si la religión se comprara. Cada uno aporta una contribución en la medida de sus posibilidades: un día al mes, o cuando quiere, si es que quiere y si es que puede; porque a nadie se obliga, sino que se entrega voluntariamente. Estas cajas son como depósitos de misericordia, puesto que no se gasta en banquetes, ni en bebidas, ni en inútiles tabernas, sino en alimentar y enterrar a los necesitados, y ayudar a los niños y niñas huérfanos y sin hacienda, y también a los sirvientes ancianos, e igualmente a los náufragos, y a los que son maltratados en las minas, en las islas o en prisión, con tal de que eso ocurra por causa del seguimiento de Dios; se convierten en protegidos de la religión que confiesan.” (Tertuliano, Apologeticum, XXXIX, 5-6)

Ilustración de las catacumbas de San Calixto, Roma, Italia

El impresionante trabajo de excavación fue realizado por los fossores, obreros especializados que se encargaban de la realización de las sepulturas y de los túmulos de los difuntos. A partir del siglo IV formaron parte de la misma jerarquía eclesiástica. Muchas veces eran los propios fossores quienes realizaban las decoraciones pictóricas de los hipogeos.

Ilustración de la necrópolis de Carmona, Sevilla, España

A finales del siglo II, la comunidad cristiana de Roma recurrió a la construcción de cementerios subterráneos, que a diferencia de los hipogeos paganos, se distinguían por su mayor extensión, susceptible de continuas ampliaciones, realizando originales soluciones estructurales, que confirieron a estos monumentos un carácter exclusivo y peculiar. El trazado original preveía en lo posible el desarrollo mediante un sistema de galerías y una planimetría absolutamente regular, intensiva y extensiva de las áreas subterráneas.

“A menudo, entraba en esas criptas, profundamente excavadas en la tierra, con los cuerpos de los difuntos alineados en ambas paredes, donde todo estaba tan oscuro que parecía que iban a cumplirse las palabras de los salmistas: <Dejadles bajar rápidamente al infierno>. Aquí y allá la luz, que no entraba por ventanas, sino por unos huecos en el techo, aliviaba el horror de la oscuridad.” (San Jerónimo, Comentario sobre Ezequiel, 40, v. 5)

Catacumbas de San Genaro, Nápoles, Italia. Foto Samuel López

En el siglo III, a partir de la promulgación del edicto de Milán en el año 313 finalizaron las persecuciones religiosas y se produjo el gran florecimiento del número y extensión de los cementerios comunitarios o catacumbas, que se convirtieron definitivamente en propiedad de la Iglesia. Desde este momento se incrementan las áreas monumentales y se favorecen los cubículos familiares que guardan diversas formas y dimensiones y se caracterizan por una mayor complejidad arquitectónica con el uso de bóvedas, arcos, columnas, pilares y otros elementos. Se incrementam, además, los hipogeos privados, de reducidas dimensiones y ricamente decorados, con escenas bíblicas del antiguo y nuevo testamento, junto a pasajes de la mitología clásica pagana.

Catacumbas de Via Latina, Roma, Italia

Para atraer a los fieles se da mayor importancia a los lugares más próximos a las sepulturas de los mártires, que se convierten en lugares de peregrinación para los devotos. Para facilitar la oración, en la época del papa Dámaso (366-384), se ensanchan las galerías, se crean aulas y habitaciones subterráneas y se excavan basílicas hipogeas con la intención de que adquieran un mayor valor didáctico.

Son también relevantes las inscripciones con composiciones poéticas sobre lápidas de mármol convertidas en invocaciones para solicitar la protección de los mártires en un intento por parte de la iglesia de oficializar el culto a los santos y controlar la devoción popular.

“[Este templo] renovado [encierra] los cuerpos de unos [fieles] servidores del Señor que, [al derramar su sangre], liberaron sus almas para poder al tiempo poseer el [reino] de los vivos. La tumba que, en alto, [a la izquierda], sale al paso de los fieles oculta a Félix y la de la [derecha] a [Adaucto]; en tiempos todavía del papa Siricio, las [consagró] Félix, [cumpliendo una vez más las promesas] que había hecho a los mártires a cambio de su ayuda.” (Poesía Epigráfica Latina, 1971)

Pintura de Jules Eugene Lenepveu

Las más célebres son las inscripciones damasianas, compuestas por el Papa Dámaso para conmemorar las tumbas de los mártires en las catacumbas; en algunas de ellas se ofrece información relevante sobre la vida de los santos y mártires.

“La gloria de Cristo ha mostrado que el mártir Eutiquio pudo vencer los crueles mandatos del tirano y al mismo tiempo las numerosas maneras de hacer daño de los verdugos. A la inmundicia de la prisión le sigue un nuevo tormento para su cuerpo, le disponen como lecho trozos de escombros para que no pudiera llegar a conciliar el sueño. Y pasaron doce días negándosele el alimento; lo envían al calabozo y su sangre santificada lava todas las heridas que le había causado el terrible poder de la muerte.
En el sopor de la noche el insomnio perturba la mente, se muestra el secreto lugar que retiene el cuerpo del santo, se le busca, una vez encontrado se le venera y él los favorece y ayuda en todo. Dámaso ha relatado su conducta meritoria. Rinde culto a este sepulcro.”
(Poesía Epigráfica Latina, 370)

La intensificación de las sepulturas en las zonas cercanas a los mártires llevó a la creación de áreas retro sanctos, para sepulturas privilegiadas que se otorgaban a los difuntos que verdaderamente lo merecían.

Los cristianos descubrieron el importante papel comunicativo de las inscripciones sobre piedra o estuco a la hora de propagar su doctrina. Mediante los epitafios de las catacumbas públicas y privadas los cristianos podían reclamar la atención del lector y hacerlo reflexionar sobre la vida virtuosa de los santos, la inmensa recompensa de la vida eterna y la esperanza en la redención de las almas.

Aquí yace en paz Amelius, que vivió 34 años, 3 meses y 15 días, a su querido hijo lo dedicó su madre, Rufa. Trier, Rheinisches Landesmuseum, Alemania

Con la cristianización la tumba deja de ser la morada eterna para convertirse en un lugar de acogida y recuerdo, ya que el alma viaja hasta los cielos donde se reunirá con los santos. Así que expresiones funerarias tradicionales como sit tibi terra leuis o la dedicatoria a los Manes de los difuntos, irán dando paso a la imagen de Cristo redentor, o a las promesas de intercesión que el difunto -como mediador- asegura a la comunidad cristiana.


“Primer ministro del altar durante mucho tiempo, elegí ser portero de este santo lugar. Pues, regresando a la tierra que es nuestro verdadero hogar, yo, Sabino, hago enterrar aquí en el suelo mi cuerpo silencioso. No me agrada, mejor, me incomoda estar pegado a las tumbas de la gente piadosa: por los méritos de los santos está cerca la vida mejor. No se necesita el cuerpo, dirijámonos, pues, a ellos con nuestra alma, la cual, bien a salvo, puede llegar a ser la salvación del cuerpo. Pero yo que, entonando salmos con mi voz armoniosa, he cantado poemas sagrados con melodías diversas, establecí aquí, en el propio umbral, la morada de mi [cuerpo], convencido de que el momento [deseado] habrá de llegar enseguida, [cuando] la tuba que resuena con sonido [angelical] procedente del cielo, [deje escapar su sonido], reuniendo a los piadosos para ascender al campamento celestial. [Y tu], diácono y mártir [Lorenzo], [une] entonces también [al diácono Sabino a tus coros angélicos].” (Poesía Epigráfica Latina, 1423)

Junto a los nombres de los difuntos, los deseos sobre la vida eterna y las peticiones de protección a los santos que se inscriben en las lápidas funerarias se añaden símbolos que permitían a los cristianos iletrados identificar los mensajes como propios de su fe. Así, por ejemplo, el ancla podría simbolizar la seguridad de su fe en Dios y la esperanza en las promesas que hizo sobre la vida eterna. El ancla, junto al símbolo del Chi Rho, que son las dos primeras letras de Cristo en griego, llevan una cruz, no explícita, en su diseño, lo que permitía su utilización durante las épocas de persecución.


“Nuestros sellos deben llevar la imagen de una paloma, de un pez, de un navío a pleno viento; de una lira, de la que se servía Polícrates o de un ancla que Seleuco hizo grabar en su anillo.” (Clemente de Alejandría, El Pedagogo, III, 11)

Catacumbas de San Sebastián, Roma, Italia

El pez se menciona con frecuencia en el Nuevo Testamento en relación con los milagros de Cristo, en las parábolas, y con la función de los apóstoles como pescadores de hombres. Además es junto con el pan, símbolo de la eucaristía. El nombre del pez en griego ichtys corresponde a un acróstico Iēsoûs Khrīstós, Theoû Huiós, Sōtḗr que significa Jesucristo, Hijo de Dios Salvador.

“Veo a los comensales que se reparten en mesas separadas, y todos llenos con abundancia de comida, de forma que ante sus ojos aparece la abundancia ofrecida por la bendición del Evangelio y la imagen de esas multitudes a quien Cristo, el verdadero Pan y Pez del agua de la vida, llenó con cinco panes y dos peces.” (Paulino de Nola, Epístolas, 13, 11)

Símbolos de la paz son la paloma y la rama de olivo, y la primera representa también al Espíritu Santo, el cual desciende sobre Jesús en su bautismo.

Lápida paleocristiana del siglo III

Con el tiempo estos símbolos fueron sustituidos por la cruz, el crucifijo o escena de crucifixión.

Las primeras manifestaciones de la pintura cristiana de época romana proceden de las catacumbas y se remontan a finales del siglo II y comienzos del siglo III d. C., y, contrariamente a lo que podría creerse, las catacumbas romanas nunca fueron pintadas para hacerlas más bellas estéticamente en su conjunto, sino que solamente un pequeño número de cámaras o de arcos funerarios fueron decoradas con pinturas por parte de los pocos cristianos afortunados de la época.

Durante el siglo III, con la llegada del cristianismo a las clases medias y altas, se produce un hecho fundamental para la historia del arte cristiano: la aparición de una clientela artística cristiana con el suficiente nivel económico como para despertar el interés de los talleres artísticos, donde trabajan los artesanos en base a unos modelos previamente establecidos, que se ven obligados a proveerse de un repertorio iconográfico cristiano que pueda satisfacer la creciente demanda de los nuevos clientes. Existe una limitación del repertorio iconográfico que utiliza la imaginería cristiana del siglo III que la lleva a repetir, casi con monotonía, las mismas escenas una y otra vez. Estas evocan un sentimiento religioso y un código ético que prefesan un grupo de cristianos. Es posible que la Iglesia seleccionase o recomendase las escenas que debían representarse, aunque no está claro que su intención fuese puramente didáctica.

Adán y Eva, junto al árbol de la vida. Catacumbas de San Pedro y Marcelino, Roma, Italia

La imaginería funeraria que ha llegado hasta nuestros días es esencialmente optimista, ya que no aparece ninguna escena violenta, ninguna angustia, debido a que estos cristianos han puesto sus esperanzas en otro mundo, su optimismo reside en el más allá y no en el presente en que viven.

“La situación, pues, se mueve entre estos dos condicionantes: los que en esta vida corporal y terrena han sido felices, serán eternamente desgraciados, porque ya disfrutaron de los bienes que prefirieron; y esto sucede a los que adoran a los dioses y desprecian a Dios; los que, en pos de la justicia en esta vida, han sido desgraciados, despreciados, pobres y vejados frecuentemente con persecuciones e injurias a causa de la propia justicia -y éste es el único camino para llegar a la virtud-, serán eternamente felices, gozando incluso de bienes, puesto que ya soportaron los males; y esto sucede a los que, despreciando a los dioses terrestres y los bienes perecederos, siguen la celestial religión de Dios, cuyos bienes, de la misma forma que el que los concede, son eternos.” (Lactancio, Instituciones divinas, VII, 11)

En las pinturas anteriores a la época de Constantino se muestran motivos ya presentes en la pintura de tradición funeraria pagana que se vinculan a la paz, la felicidad la salvación y el estilo de vida cristiano, y que indican que las imágenes cristianas se adaptaron a las prácticas funerarias que estaban fuertemente enraizadas en la sociedad romana. Así aparecen pájaros, frutas, máscaras, genios, guirnaldas, peces, escenas bucólicas y motivos marinos.

Catacumbas de San Sebastián, Roma, Italia

Las representaciones de jardines pueden interpretarse como el paraíso del que gozan los difuntos y la representación de flores, pétalos o guirnaldas dispersas por la superficie de los cubículos podían aludir a ese mismo paraíso.

“Y siendo esto así, consolaos con estas palabras y con la esperanza de la verdad recobrad vuestros corazones llenos de fe. Tened la seguridad de que Celso, vuestra común prenda, disfruta en la luz del cielo de la leche y de la miel de los vivos; acaso el fecundo Abrahán le da calor acogiéndolo en su regazo y el cariñoso Eleazar lo alimenta con el rocío de su dedo, o bien que en la compañía de los niños de Belén, a los que el perverso Herodes mató por odio, juega en medio del perfumado bosque del Paraíso y teje coronas que serán premio de los venerables mártires. Junto con éstos el niño acompañará al Cordero Real unido a los coros de las vírgenes.” (Paulino de Nola, Poemas, 31)

Hipogeo de Crispia Salvia, Marsala, Sicilia

El pavo real que fue ampliamente representado en la imaginería pagana debido a una antigua creencia de que la carne del pavo real era incorruptible y permanecía sin descomponerse incluso después de la muerte. San Agustín puso a prueba esta teoría y quedó sorprendido por el tiempo que resistió, según desvela en La ciudad de Dios:

“Y ¿quién sino Dios, creador de todas las cosas, dio a la carne del pavo real muerto la prerrogativa de no pudrirse o corromperse? Lo cual, como me pareciese increíble cuando lo oí, sucedió que en la ciudad de Cartago nos pusieron a la mesa una ave de éstas cocida, y tomando una parte de la pechuga, la que me pareció, la mandé guardar; y habiéndola sacado y manifestado después de muchos días, en los cuales cualquiera otra carne cocida se hubiera corrompido, nada me ofendió el olor; volví a guardarla, y al cabo de más de treinta días la hallamos del mismo modo, y lo mismo pasado un año, a excepción de que en el bulto estaba disminuida, pues se advertía estar ya seca y enjuta.” (Agustín de Hipona, La Ciudad de Dios, XXI, 4)

Este extraño fenómeno y el hecho de que las plumas del pavo real se mudan anualmente para dar paso a plumas nuevas llevó a muchas culturas del mundo antiguo a considerar al pavo real como un símbolo de inmortalidad y resurrección. Además, a los cristianos el patrón en forma de ojo en el plumaje del pavo real les recordaba el ojo que todo lo ve de Dios, y, por todo ello, los pavos reales se encontraban frecuentemente en las catacumbas e iglesias cristianas y se representaban de forma prominente en tumbas, como una alegoría perfecta de la vida eterna y la inmortalidad del alma.

Catacumbas de San Genaro, Nápoles, Italia. Foto Samuel López

Las escenas de banquete, que ya aparecían en el mundo funerario pagano, también se representan en las catacumbas, pues las primeras comunidades cristianas celebraron, casi desde sus mismos inicios y sin que importara de qué tradiciones paganas o judías procediera, una comida en común o ágape de carácter religioso que se centraba en la acción de gracias y, que, en un principio, cumplía la doble función de saciar el hambre, especialmente de los acólitos más pobres, y de establecer un sacramento de unión y confraternización a semejanza de la última cena de Cristo.

“Nuestra cena da razón de sí por su nombre: se llama lo mismo que el amor entre los griegos. Sea cual fuere el gasto que produce, es una ganancia hacer un gasto por motivos de piedad, ya que los pobres y los que se benefician de este refrigerio no se asemejan a los parásitos de vuestra sociedad, que aspiran a la gloria de esclavizar su libertad a instancias del vientre, en medio de gracias groseras, sino porque ante Dios tiene más valor la consideración de los que tienen pocos medios. Si es honroso el motivo del banquete, valorad, teniéndoos a la causa, el modo en que se desarrolla: lo que se hace por obligación religiosa no admite ni vileza ni inmoderación. No se sientan a la mesa antes de gustar previamente la oración a Dios; se come lo que toman los que tienen hambre; se bebe en la medida en que es beneficioso a los de buenas costumbres […] Después de lavarse las manos y encender las velas, cada cual según sus posibilidades, tomando inspiración en la Sagrada Escritura o en su propio talento, se pone en medio para cantar a Dios: de ahí puede deducirse de qué modo había bebido. Igualmente la oración pone fin al banquete.” (Tertuliano, Apologético, 39)

Catacumbas de San Pedro Y Marcelino, Roma, Italia

Otro motivo son las representaciones de oficios relacionados con el mundo de los obreros, los artesanos y los comerciantes que ofrece un interesante muestrario social. Entre ellos destaca la figura de los mencionados fossores.


Junto a estos motivos que ya aparecían en la iconografía pagana se empiezan a representar escenas que remiten al Antiguo y Nuevo Testamento. Del primero se repite con frecuencia el episodio de Daniel en el foso de los leones, el de Jonás engullido por la ballena y expulsado por ella, Noé salvado de las aguas, los tres hermanos en el horno, todos salvados por la providencia divina. 

“Pero tocó a Dios, con cuya inspiración se escribían estos sucesos, el disponer y distinguir primeramente estas dos compañías con sus diversas generaciones, para que se tejiesen de una parte las generaciones de los hombres, esto es, de los que vivían según el hombre, y de otra las de los hijos de Dios, esto es, de los que vivían según Dios, hasta el Diluvio, donde se refiere la distinción y la unión de ambas sociedades: la distinción, porque se refieren de por si las generaciones de ambas, la una de Caín; que mató a su hermano, y la otra del otro, que se llamó Seth, porque también éste había nacido de Adán, en lugar del que mató, Caín; y la unión porque declinando y empeorando los buenos, se hicieron todos tales que los asoló y consumió con el Diluvio, a excepción de un justo que se llamaba Noé, su mujer, sus tres hijos y sus tres nueras, cuyas ocho personas merecieron escapar por medio del Arca de la sumersión y destrucción universal de todos los mortales.” (San Agustín, La Ciudad de Dios, XV, 8)

Noe. Izda. Catacumbas de San Pedro y Marcelino. Drcha. Catacumbas de los Giordani

En todas estas escenas los personajes aparecen en actitud de oración o agradecimiento por la intervención divina para su salvación, además de servir como petición a Dios de que conceda esa misma ayuda a los difuntos.

"Dios, salva a Lucius, como salvaste a Daniel y Noé"

Las escenas relativas al Nuevo Testamento muestran la vida pública de Cristo, los milagros principalmente, como la resurrección de Lázaro, la curación del paralítico, y más, pero no se representan todavía escenas de su Infancia, la Pasión ni la Resurrección.

Milagro de la resurrección de Lázaro. Izda. Catacumbas de San Calixto. Centro Catacumbas de Via Anapo. Drcha. Catacumbas de San Pedro y Marcelino

Las posteriores representaciones del bautismo de Jesús, la samaritana del pozo, y otras reflejan el elemento purificador del agua bautismal que da lugar a una nueva vida y a la salvación del alma.

“Y sucedió que en aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y nada más salir del agua vio los cielos abiertos y al Espíritu que, en forma de paloma, descendía sobre él; y se oyó una voz desde los cielos: —Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me he complacido.” (Marcos, 1, 9)

Bautismo de Cristo. Catacumbas de San Pedro y Marcelino

Una de las imágenes más comunes es la del Buen Pastor, que representa a Cristo como un humilde pastor que lleva una oveja sobre los hombros, mientras cuida de su pequeño rebaño. Esta imagen evoca las figuras griegas de época pre-arcaica del moscóforo, portador del ternero y del crióforo, portador del carnero, que se asociaban al dios Hermes, patrón de los pastores y guía de las almas al inframundo, de ahí la posible comparación con Cristo, cuya naturaleza dual, como hombre y como hijo de Dios, le permitía guiar su rebaño (los hombres) de un mundo al otro ofreciendo la salvación del alma.

“Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pastor. El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. Pero el asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo hace presa en ellas y las dispersa,porque es asalariado y no le importan nada las ovejas. Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas. También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor.” (Juan, 10, 9-16)

El Buen Pastor. Izda arriba, catacumbas de San Calixto, drcha arriba catacumbas de Priscilla, izda abajo catacumbas de Domitilla, drcha abajo catacumbas de San Pedro y Marcelino

Más hacia finales del siglo III y durante el IV se hacen frecuentes las imágenes de la Orante, de los santos y la Virgen María con el niño.

La figura de la orante en las catacumbas tuvo su punto culminante en el siglo III cuando los cristianos todavía no habían encontrado una forma precisa de diferenciarse de su entorno y debían recurrir a a las imágenes ya conocidas dotándolas de un nuevo significado. De esta forma la figura de la orante se asimila a la de la Pietas, divinidad romana pagana, asociada a la correcta conducción de los ritos, al mantenimiento de una actitud apropiada hacia lo divino, el respeto a los muertos y a la seguridad de la vida en el más allá, virtudes todas que eran análogas a las creencias cristianas en la vida eterna y la corrección de la conducta religiosa.

Mujer orante y virgen con el niño. Catacumbas de Priscilla

El gesto que muestra la figura de la orante (o del orante) tenía por tanto un doble aspecto ritual y funerario, en el que tanto podía suponer la petición por parte de fieles de la intervención divina para la salvación del alma del difunto, como la representación de la piedad del propio difunto solicitando la salvación eterna.

“Encomendamos nuestras oraciones a Dios cuando rezamos con modestia y humildad, con las manos no demasiado elevadas, pero con moderación y adecuadamente; y el rostro levantado sin atrevimiento.” (Tertuliano, De la oración, XVII)

También se ha interpretado como la imagen del alma del difunto que ya en el cielo enseña a los que la observan como la fe, representada por la oración y la piedad, ha permitido lograr su salvación. Asimismo, la aparición de la figura de una mujer orante en la mayor parte de casos ha llevado a considerar que se refiriera a la intervención de las viudas, citadas en el Nuevo Testamento, como encargadas, mediante sus oraciones, de buscar el poder de Dios para conseguir la salvación del alma de los difuntos.

“Las viudas presentes y que lloran copiosamente pueden no sólo librar no de la muerte presente, sino también de la muerte futura.” ( Juan Crisóstomo, Homilía XXI, 4, 7)

Orantes. Catacumba de San Calixto, Roma, Italia

En algunas de las catacumbas, como la de Via Latina en Roma, la decoración pictórica alterna temas cristianos con otros paganos, como el de los trabajos de Hércules, lo que podría llevar a la teoría, sin comprobar, de que se tratase de un cementerio privado, en el que recibiesen sepultura tanto miembros de la familia cristianos como paganos cada uno con sus propias creencias.

Catacumbas de Via Latina, Roma, Italia

A finales del siglo aparecen los temas que se verán ampliamente representados en los mosaicos y pinturas del llamado arte paleocristiano, entre ellos, la imagen de Cristo entronizado, rodeado de los apóstoles y el tema de la traditio legis, denominación iconográfica que define a la representación de Cristo entregando la ley divina a san Pedro. Esta imagen suele estar acompañada de san Pablo o de algún otro discípulo, como testigo del acto simbólico de la transmisión del mensaje de salvación evangélica. El cristianismo, como continuador del arte romano, tomó esta representación de la tradición imperial, en la que el emperador hacia entrega de un rollo (que generalmente eran leyes o algún privilegio), a alguien de su entorno o confianza.

“Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos.” (Mateo, 28, 19)

Escena de Traditio Legis, catacumbas de San Pedro Y Marcelino, Roma, Italia

Las invasiones de los bárbaros provocaron la destrucción y profanación de las tumbas en las catacumbas, algunas de las cuales fueron rehabilitadas, aunque en los siglos V y VI se acabaron convirtiendo en lugares de peregrinaje devocional, donde las sepulturas fueron reduciéndose cada vez más ya que se empezó a preferir el enterramiento en la superficie.

“Habiendo colocado los getas su campamento destinado a perecer al pie de la ciudad, provocaron, ya antes, guerras desastrosas contra los santos; y, con intención sacrílega, revolvieron estos sepulcros, consagrados en otro tiempo a los santos mártires, según la costumbre religiosa, a los cuales, reconociendo sus méritos por consejo divino, el papa Dámaso animó a adorar con una oración, clavándolo en una tablilla. Pero la sagrada inscripción desapareció una vez roto el mármol, y ellos, sin embargo, no tuvieron que quedar en el anonimato de nuevo, porque enseguida el papa Vigilio, que lo lamentaba sobremanera estos destrozos, tras haber sido expulsados los enemigos, renovó toda la obra.” (Poesía Epigráfica Latina, 917)

Ilustración del libro Stanley in Africa de James Penn

Aunque las catacumbas cristianas son las más conocidas porque han sido bien conservadas por la Iglesia Católica por ser lugares de enterramiento de los mártires y los primeros lugares de culto, los judíos también usaban catacumbas, siendo estas, según algunas investigaciones, más antiguas que las cristianas.

Como los cementerios de los primeros cristianos, las catacumbas judías estaban situadas fuera de las murallas de la ciudad, siguiendo las directrices que regulaban la convivencia en Roma y que aparecían recogidas en la Ley de las XII Tablas. De este modo, los enterramientos se practicaban fuera del pomerium, que delimitaba el límite sagrado de la ciudad.

“Aquí yace Regina, cubierta por esta tumba que su marido ha erigido como corresponde a su amor. Ella estuvo con él ventiun años, cuatro meses y ocho días. Ellá vivirá de nuevo, volverá a la luz otra vez, porque ella puede esperar, como es nuestra verdadera fe, la promesa de vida a los dignos y piadosos, y ha merecido tener una morada en la tierra santificada.
Todo esto te lo ha asegurado tu piedad, tu casta vida, tu amor por tu gente, tu respeto por la Torah, tu devoción por tu matrimonio que te era tan querido. Por todos estos hechos tu esperanza en el futuro está asegurada, lo que conforta a tu apenado esposo.”
(CIJ 476)

Catacumbas judías de Villa Torlonia, Roma, Italia

Como en la mayoría de cementerios subterráneos, los difuntos se enterraban en loculi tallados en la piedra de toba blanda que se sellaban con yeso. La portada a menudo se inscribiría con el nombre del difunto, así como oraciones o invocaciones. Los que podían permitírselo estaban enterrados en capillas más grandes con arcosolia, cuyas paredes y techos estaban elegantemente decorados con motivos judíos como la menorá y el Arca de la Alianza, o frutos simbólicos como la granada.

Los nombres de las catacumbas tienen diversas procedencias. Algunas llevan el nombre de miembros de familias ricas que habían proporcionado el terreno para la construcción del lugar de enterramiento, como las de Domitila, Priscila o Praetextatus; otras se denominaban por su localización o característica distintiva, como, por ejemplo, la de Ad Decimum, que debía servir como cementerio para la población en torno a la mansio (parada oficial en la calzada para servicio postal) llamada Ad Decimum porque estaba situada en el décimo miliario de la Via Latina. En el siglo IV con la extensión del cristianismo y del culto a los mártires y santos, muchos cementerios cristianos recibieron el nombre de los mártires enterrados en ellos, como es el caso de las catacumbas de San Sebastián en Roma y San Genaro en Nápoles, ambos santos y mártires ejecutados durante la persecución de Diocleciano.

Representación de San Genaro, Catacumbas de San Genaro, Nápoles, Italia. Foto Samuel López



Bibliografía

Historia de la cultura material del mundo clásico, Mar Zarzalejos Prieto, Carmen Guiral Pelegrín y M.ª Pilar San Nicolás Pedraz
Función y justificación de la imagen en el arte paleocristiano: la iconografía cristiana antes de la Paz de la Iglesia, Manel Miró Alaix
En torno a las catacumbas cristianas de Roma: historia y aspectos iconográficos de sus pinturas, Silvio Strano
Traditio Legis y otras representaciones iconográficas a través de objetos de vidrio y vidriados, Juan Carlos Olivera Delgado
El ágape y los banquetes rituales en el cristianismo antiguo, Raúl González Salinero
The Greco-Roman Influence on Early Christian Art, Tim Ganshirt
The Art of the Catacombs, Fabrizio Bisconti
The Catacombs, Vincenzo Fiocchi Nicolai
The Jewish Catacombs at Villa Torlonia (Rome) –Notes on the Architecture and Dating, Yuval Baruch, Alexander Wiegmann y Ayelet Dayan
Petition, Prostration, and Tears: Painting and Prayer in Roman Catacombs, Dale Kinney
Prayer and Piety: the Orans-figure in the Christian Catacombs of Rome, Reita J. Sutherland