viernes, 24 de agosto de 2018

Mons Vesuvius, la destrucción de Pompeya, Herculano, Estabia y Oplontis durante la antigua Roma



Destrucción de Pompeya y Herculano, pintura de John Martin

El día 24 de agosto del año 79 d.C. tuvo lugar la erupción más intensa del Vesubio causando la expulsión de una gran nube de gases, piedras, roca fundida y cenizas y alcanzando la lava una velocidad de unos 100 kilómetros por hora aproximadamente. Alrededor del volcán se asentaban varias poblaciones que aprovechaban la fertilidad del terreno y eran destino vacacional de muchos ciudadanos romanos, entre ellas, Pompeya, Herculano, Estabia y Oplontis. De la zona habló Estrabón indicando la riqueza de la tierra, excepto la cima del monte que daba muestras de anteriores erupciones.

“Pompeya sirve de puerto a Nola, Nuceria y Aquerras, localidad homónima de la que está cerca de Cremona, a través del río Sarno, por el que entran y salen las mercancías. Domina estos lugares el monte Vesubio que está colonizado en derredor por tierras de cultivo muy hermosas, salvo en su cima. Esta misma es plana en su mayor parte, pero totalmente improductiva, y por su aspecto parece ceniza y muestra unas grietas, que se abren como poros, de piedras ennegrecidas en su superficie, como si hubieran sido consumidas por el fuego. En cierta medida, se podría conjeturar que, en otro tiempo, este territorio fue pasto de las llamas, que albergaba cráteres de fuego y que éste acabó por extinguirse por falta de madera. Quizás ésta sea la causa de la fertilidad de su entorno.” (Estrabón, Geografía, V, 4, 8)


Vesuvius, ilustración de Jean-Claude Golvin

La erupción ocurrió en dos fases, en la primera el Vesubio expulsó una gigantesca columna de gas, ceniza y roca a la atmósfera. Piedra pómez cayó sobre las ciudades que rodeaban el volcán hiriendo a las personas que se encontraban en las calles y bloqueando puertas y caminos. Las rocas se amontonaron hasta llegar a una altura de dos metros y medio y su peso provocó el hundimiento de tejados atrapando a los habitantes en sus casas y negocios. Esta fase, llamada pliniana, duró un día entero.

La segunda fase, más destructiva incluso, se caracterizó por el flujo piroclástico, que consiste en una rapidísima corriente de gas y cenizas volcánicas avanzando por la ladera del volcán. Algunos gases que alcanzaron Pompeya y las otras poblaciones eran tóxicos y pudieron asfixiar a muchos residentes que no pudieron o no quisieron evacuar las ciudades durante la primera fase, aunque la mayoría probablemente murieron por las altas temperaturas alcanzadas. Las ciudades alrededor del volcán quedaron arrasadas y enterradas durante siglos.


"A mediados de agosto del año 79 d.C. se manifestaron los primeros indicios de una erupción del Vesubio, como ya había sucedido frecuentemente. En las primeras horas de la mañana del día 24, sin embargo, se vio claramente que se avecinaba una catástrofe jamás vivida.
Con un trueno terrible se desgarró la cima del monte. Una columna de humo, abriéndose como la copa de un gigantesco pino, se desplegó en la bóveda del cielo, y entre el fragor de truenos y relámpagos, cayó una lluvia de piedras y ceniza que oscureció la luz del sol. Los pájaros caían muertos del aire, las personas se refugiaban dando gritos, los animales se escondían. Las calles se veían inundadas por torrentes de agua, y no se sabía si tales cataratas caían del cielo o brotaban de la tierra.
Aquellas ciudades de reposo estival quedaron sepultadas en las primeras horas de actividad de un esplendoroso día de sol. De dos maneras les amenazaba el trágico final. Un alud de fango, mezcla de ceniza con lluvia y lava, caía sobre Herculano, inundaba sus calles y callejas, aumentaba, cubría los tejados, entraba por puertas y ventanas y anegaba la ciudad toda, como el agua empapa una esponja, envolviéndola con todo lo que en ella no se había puesto a salvo en huida rapidísima, casi milagrosa.
No sucedió así en Pompeya. Allí no cayó ese turbión de fango contra el cual no quedaba más salvación que la huida, sino que empezó el fenómeno con una fina lluvia de ceniza que uno podía sacudirse de encima, luego cayeron los lapilli, como si fuese pedrisco, y después cayeron trozos de piedra pómez de muchos kilogramos de peso. Lenta y fatalmente se manifestó la temible envergadura del peligro. Pero entonces era ya demasiado tarde. Pronto quedó la ciudad envuelta en vapores de azufre que penetraban por las rendijas y hendiduras y se filtraban por las telas que las personas, al respirar cada vez con más dificultad, se ponían para cubrirse el rostro. Y corriendo, huían al exterior para lograr así la libertad de respirar el aire; pero las piedras les daban con tanta frecuencia en la cabeza, que retrocedían, aterrorizados. 



Ilustración de Greg Ruhl

Apenas se habían refugiado de nuevo en sus casas, se derrumbaban los techos, dejándolos sepultados. Algunos, durante breve tiempo, conservaron la vida. Bajo los pilares de las escalinatas y las arcadas se quedaba acurrucados durante unos angustiosos minutos. Luego, volvían los vapores de azufre que los asfixiaban.
Al cabo de cuarenta y ocho horas el sol salió de nuevo. Pero ya Pompeya y Herculano habían dejado de existir. En un radio de dieciocho kilómetros, el paisaje quedó asolado. Y los campos antes fértiles, totalmente arrasados. Las partículas de ceniza se habían extendido hasta el norte de África, Siria y Egipto.
Del Vesubio sólo ascendía una débil columna de humo y de nuevo el cielo se tornaba azul."
(Dioses, tumbas y sabios, C. W. Ceram)


El único testimonio que se conserva del acontecimiento es de Plinio el Joven, quien vivió la tragedia en persona y describió en dos cartas al historiador Tácito la muerte de su tío, Plinio el Viejo, mientras observaba el acontecimiento, y su propia experiencia durante su estancia en Miseno.

Erupción del Vesubio y muerte de Plinio el Viejo.

“El 24 de agosto, como a la séptima hora, mi madre le hace notar que ha aparecido en el cielo una nube extraña por su aspecto y tamaño. Él había tomado su acostumbrado baño de sol, había tomado luego un baño de agua marina, había comido algo tumbado y en aquellos momentos estaba estudiando; pide el calzado, sube a un lugar desde el que podía contemplarse mejor aquel prodigio. La nube surgía sin que los que miraban desde lejos no pudieran averiguar con seguridad de que monte (luego se supo que había sido el Vesubio), mostrando un aspecto y una forma que recordaba más a un pino que a ningún otro árbol. Pues tras alzarse a gran altura como si fuese el tronco de un árbol larguísimo, se abría como en ramas; yo imagino que esto era porque había sido lanzada hacia arriba por la primera erupción; luego, cuando la fuerza de esta había decaído, debilitada o incluso vencida por su propio peso se disipaba a lo ancho, a veces de un color blanco, otras sucio y manchado a causa de la tierra o cenizas que transportaba…. Se dirige rápidamente al lugar del que todos los demás huyen despavoridos, mantiene el rumbo en línea recta, el timón directo hacia el peligro, hasta tal punto libre de temor que dictaba o él mismo anotaba todos los cambios, todas las formas de aquel desastre, tal como las había captado con los ojos. Ya las cenizas caían sobre los navíos, más compactas y ardientes, a medida que se acercaban; incluso ya caían piedra pómez y rocas ennegrecidas, quemadas y rotas por el fuego; ya un bajo fondo se había formado repentinamente y los desprendimientos de los montes dificultaban grandemente el acceso a la playa…. Luego se retiró a descansar y ciertamente durmió sin la menor sombra de duda, pues su respiración, que a causa de su corpulencia era más bien sonora y grave, podía ser escuchada por las personas que iban y venían delante de su puerta. Pero el patio desde el que se accedía a su habitación, repleto de cenizas y piedra pómez de tal manera había subido de nivel que, si hubiese permanecido más tiempo en el dormitorio, ya no habría podido salir…. Luego que fue despertado, salió fuera y se reúne con Pomponiano y los demás que habían pasado toda la noche en vela. Deliberan en común si deben permanecer bajo techo o salir al exterior, pues los frecuentes y fuertes temblores de tierra hacían temblar los edificios y, como si fuesen removidos de sus cimientos, parecía que se inclinaban ya hacia un lado, ya hacia el otro. Al aire libre, por el contrario, el temor era la caída de fragmentos de piedra pómez, aunque estos fuesen ligeros y porosos, pero la comparación de los peligros les llevó a elegir esta segunda posibilidad….

Ilustración de Peter V. Bianchi, National Geographic

Mi tío decidió bajar hasta la playa y ver sobre el lugar si era posible una salida por mar, pero este permanecía todavía violento y peligroso. Allí, recostándose sobre un lienzo extendido sobre el terreno, mi tío pidió repetidamente agua fría para beber. Luego, las llamas y el olor del azufre, anuncio de que el fuego se aproximaba, ponen en fuga a sus compañeros, a él en cambio le animan a seguir. Apoyándose en dos jóvenes esclavos pudo ponerse en pie, pero al punto se desplomó, porque, como yo supongo, la densa humareda le impidió respirar y le cerró la laringe, que tenía de nacimiento delicada y estrecha y que con frecuencia se le inflamaba. Cuando volvió el día (que era el tercero a contar desde el último que él había visto), su cuerpo fue encontrado intacto, en perfecto estado y cubierto con la vestimenta que llevaba: el aspecto de su cuerpo más parecía el de una persona descansando que el de un difunto.” (Plinio el Joven, Epístolas, VI, 16)


Plinio el Joven relata su vivencia durante la erupción del Vesuvio y su puesta a salvo.

“Había habido primero durante muchos días un temblor de tierra, que no causa un especial temor pues es frecuente en Campania; pero ciertamente aquella noche fue tan violento que se creería no que todo temblaba, sino que se daba la vuelta. Mi madre se precipitó en mi dormitorio, yo a mi vez ya me estaba levantando con la intención de despertarla, si estaba durmiendo. Nos sentamos en el patio de la casa, reducido espacio que separaba el mar de los edificios de la finca. Tengo dudas de si debo calificar mi comportamiento de firmeza de ánimo o de estupidez (iba a cumplir dieciocho años): pido un libro de Tito Livio, y me pongo a leerlo, como si no tuviese otra cosa mejor que hacer, e incluso continúo haciendo extractos, tal como había empezado. He aquí que llega a casa un amigo de mi tío materno que había venido hacia poco de Hispania para verle, y cuando nos ve a mi madre y a mi sentados, y a mí además leyendo un libro, nos reprende a ambos, a mí por mi indolencia y a ella por permitirla. 

Plinio el Joven y su madre en Miseno, pintura de Angelica Kauffman

No por ello sigo menos absorto en mi lectura. Ya había amanecido, pero la luz era todavía incierta y tenue. Ya los edificios de los alrededores amenazaban ruina y, aunque nos encontrábamos en un espacio abierto, pero estrecho, el miedo de un derrumbamiento era cierto y grande. Solo entonces nos pareció oportuno abandonar la ciudad; nos sigue una muchedumbre atemorizada, que, prefiriendo seguir el consejo ajeno que el propio (comportamiento que en el temor se asemeja a la prudencia), con su densa columna nos presiona y empuja en nuestra marcha.
Una vez que dejamos atrás nuestras casas, nos detuvimos. Entonces vivimos muchas experiencias extraordinarias, muchos temores. Pues los vehículos que habíamos mandado llevar con nosotros, aunque el campo era completamente llano, empezaron a moverse en direcciones opuestas, y ni siquiera calzados con piedras permanecían quietos sobre el mismo sitio. Además, veíamos que el mar se retiraba sobre sí mismo y se replegaba como empujado por los temblores de la tierra. Desde luego, la costa había avanzado y gran cantidad de animales marinos se encontraban varados sobre las arenas secas. Por el lado opuesto una nube negra y espantosa, desgarrada por ardientes vapores que se retorcían centelleantes, se abría en largas lenguas de fuego, semejantes a los relámpagos, pero de mayor tamaño…. Entonces mi madre empezó a rogarme, a suplicarme, a ordenarme que huyese del modo que fuese; diciéndome que un hombre joven podía hacerlo, pero que ella, entorpecida por la edad y su exceso de peso, no podía, y que moriría en paz, si no había sido la causa de mi muerte. Y le respondí que no me pondría a salvo, a no ser con ella; después, asiéndola de la mano, la obligo a acelerar el paso. Me obedece con dificultad, y se reprocha ser la causa de mi demora. Ya caía ceniza, pero todavía escasa. Volví la vista atrás: una densa nube negra se cernía sobre nosotros por la espalda, y nos seguía a la manera de un torrente que se esparcía sobre la tierra. «Salgamos del camino», le dije, «mientras podamos ver, para no ser derribados al suelo y pisoteados en la oscuridad por la muchedumbre que nos sigue». Apenas nos habíamos sentado un poco para descansar, cuando se hizo de noche, pero no como una noche nublada y sin luna, sino como la de una habitación cerrada en la que se hubiese apagado la lámpara… De pronto se produjo una tenue claridad, que nos pareció no el anuncio de la llegada del día, sino de la aproximación del fuego. Pero las llamas se habían detenido algo más lejos; luego las tinieblas vinieron de nuevo, las cenizas cayeron de nuevo, esta vez abundantes y densas. Poniéndonos de pie repetidamente la sacudíamos de nuestra ropa; de otro modo hubiésemos quedado enterrados e incluso aplastados por el peso…. Finalmente, aquella oscuridad se desvaneció y se dispersó a la manera de humo o de una nube; después se vio la luz del día, un día verdadero; el sol también brilló, amarillento, sin embargo, como suele brillar en los eclipses. Recorríamos con ojos todavía aterrorizados todos los objetos cambiados y sepultados en una profunda capa de ceniza como si se tratase de nieve. Regresamos a Miseno y luego de haber recuperado nuestras fuerzas lo mejor que pudimos, pasamos la noche en tensión, suspensos entre el temor y la esperanza. Se imponía el temor, pues los temblores de tierra continuaban, y muchos, que habían perdido la razón, con sus tétricos vaticinios convertían en objeto de burla las desgracias ajenas y las suyas propias. Nosotros, sin embargo, ni siquiera entonces, aunque hubiésemos sufrido los peligros y todavía esperásemos otros, no teníamos la in
tención de partir, hasta que no tuviésemos noticias de mi tío.” (Plinio el Joven, Epístolas, VI, 20)

Pintura de József Molnar

La erupción descrita era la segunda catástrofe que afectaba a Pompeya en pocos años, ya que diecisiete antes había sufrido un fuerte terremoto que sacudió toda la bahía de Nápoles, causando graves desperfectos en la ciudad, muchos de los cuales estaban siendo todavía reparados cuando fue sepultada por la lava y cenizas expulsadas por el Vesubio. En sus cartas Plinio declaró que la tierra tembló en varias ocasiones justo antes de la erupción, pero, sin embargo, no se le dio mucha importancia debido a que los terremotos eran habituales en la zona. El sur de Italia es lugar de movimientos tectónicos que provocan frecuentes sismos debido a que coincide con la unión de las placas euroasiática y africana.

“Pompeya, célebre ciudad de la Campania, rodeada de un lado por las playas de Sorrento y Stabia, y de otro por la de Herculano, entre las que el mar se abrió ameno golfo, quedó sepultada, como sabemos, por un terremoto que devastó todas las comarcas inmediatas, y esto, óptimo Lucilio, en invierno, estación exenta de estos peligros, según decían nuestros mayores. Este terremoto ocurrió el día de las nonas de febrero, siendo cónsules Régulo y Virginio. La Campania, que nunca había estado segura de estas catástrofes, aunque no había pagado al azote otro tributo que el del miedo, quedó ahora terriblemente asolada. Además de Pompeya, Herculano fue destruido en parte, y lo que queda de él no está muy seguro. La colonia de Nuceria, más respetada, tiene también de qué quejarse. En Nápoles muchos edificios particulares, aunque ninguno público, quedaron destruidos, alcanzándole, si bien ligeramente, el espantoso desastre. De las quintas que cubren la montaña, algunas se estremecieron, sin experimentar otro daño.” (Séneca, Cuestiones Naturales, VI, 1)

Relieve con terremoto en Pompeya en el año 62 d.C.

El terrible suceso que destruyó Pompeya y las otras ciudades aconteció durante el mandato del emperador Tito que tomó medidas para paliar las consecuencias de la tragedia y socorrer a los supervivientes.

“Tristes e imprevistos acontecimientos perturbaron su reinado: la erupción del Vesubio, en la Campania; un incendio en Roma, que duró tres días y tres noches, y una peste, en fin, cuyos estragos fueron espantosos. En estas calamidades demostró la vigilancia de un príncipe y el afecto de un padre, consolando a los pueblos con sus edictos y socorriéndolos con sus dádivas. Varones consulares, designados por suerte, quedaron encargados de reparar los desastres de la Campania; se emplearon en la reconstrucción de los pueblos destruidos los bienes de los que habían perecido en la erupción del Vesubio sin dejar herederos.” (Suetonio, Tito, VIII)

Pintura de Pierre- Henri de Valenciennes

En la zona de Campania tuvo gran importancia el desarrollo de Pompeya como centro vinícola gracias a la fertilidad proporcionada por la tierra volcánica y al clima de la zona. La ciudad se convirtió en productora y exportadora de los vinos que se producían allí mismo o en las fincas del entorno. La erupción del Vesubio en el año 79 d.C. terminó con su pujanza, como deja patente Marcial en uno de sus epigramas, y desplazó el cultivo de las viñas a otras zonas limítrofes.

“Éste es el Vesubio, verde hasta hace poco con la sombra de sus pámpanos, aquí su famosa uva hacía rebosar los bullentes trujales. Éstas son las cumbres que Baco prefirió a las colinas de Nisa, por este monte desplegaban hace poco sus danzas los sátiros, ésta es la morada de Venus, más grata para ella que Lacedemonia, aquí había un sitio famoso por el nombre de Hércules. Todo está asolado por las llamas y sumergido en lúgubre ceniza y los dioses no querrían que esto se les hubiera permitido.” (Marcial, Epigramas, IV, 44)

Pintura mural de Pompeya con el Vesubio y el dios Baco

Bibliografía:

https://www.researchgate.net/publication/281359457_Los_Plinios_el_Vesubio_Pompeya_y_el_Imperio_Romano_de_la_segunda_mitad_del_siglo_ILos Plinios, el Vesubio, Pompeya y el Imperio Romano de la segunda mitad del siglo I; Gerardo J. Soto
https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/5191037.pdf; Los Plinios, la Campania romana y las erupciones plinianas; Gerardo J. Soto Bonilla
https://clasicos.hypotheses.org/646; Plinio el Joven y el Vesubio: la épica de la destrucción; Francisco García-Jurado
https://www.nationalgeographic.org/thisday/aug24/vesuvius-erupts/



martes, 21 de agosto de 2018

Oecus, exedra, diaeta, salones de la domus en la antigua Roma



Ulises devuelve Briseida a Aquiles, villa romana de Carranque, Toledo. Foto de Samuel López

Las dependencias de la domus romana que estaban pensadas para ensalzar el prestigio del dominus solían tener grandes proporciones, a veces terminadas en exedras semicirculares, rectangulares o pentagonales, y estaban lujosamente decoradas. En ellas se desarrollaban las ceremonias y actos sociales de los nobles y nuevos ricos romanos durante la época del Imperio, a los que los grandes potentados rurales de los siglos III-V imitaron en su forma de vida y en sus actos públicos trasladando el lujo y suntuosidad de las mansiones urbanas a las villas rústicas.

Villa romana de la Olmeda, Palencia. Foto de Samuel López


La decoración de las salas dedicadas a actos o ceremonias de representación reflejaba el deseo de los propietarios de que todos los que posasen la vista en dichas estancias quedasen impresionados por el lujo y la vistosidad de las paredes, suelos y elementos arquitectónicos, además de por su conocimiento del mundo clásico o por las referencias a sus aficiones. De ahí que hayan quedado representaciones de escenas mitológicas y literarias relativas al mundo griego, de escenas cinegéticas o motivos paisajísticos.

“A ellos los deleitan los guijarros lisos de variado color, hallados en la playa, a nosotros, en cambio, ingentes columnas jaspeadas, traídas de las arenas de Egipto o de los desiertos de África, que sostienen un pórtico o un comedor capaz de contener una multitud de invitados.” (Séneca, Epístolas a Lucilio, 115)

Pintura mural de villa Poppea, Oplontis, Italia. Foto de Samuel López

La palabra oecus de origen griego designa un salón de grandes proporciones utilizado para recibir a invitados o visitantes importantes, pero es un vocablo que apenas aparece en la literatura latina, aunque sí lo cita Vitrubio.

“Los griegos llaman andronas a las salas (oeci) donde se celebran banquetes exclusivamente para hombres, pues las mujeres tienen prohibido su acceso.” (Vitruvio, De Arquitectura, VI, 7)

Vitrubio describe cuatro tipos de oecus, el cual se diferenciaba de otras salas por contener columnas. Solían construirse con vistas a los jardines, para poder deleitarse la vista desde los lechos.

“La longitud de los triclinios deberá ser el doble de su propia anchura. La altura de las habitaciones que sean alargadas guardará la siguiente proporción: sumaremos su longitud y su anchura; tomando la mitad de la suma total, se la daremos a su altura. Pero si se trata de exedras o bien de salas cuadradas de reuniones, su altura medirá lo mismo que su anchura más la mitad.” (Vitruvio, VI, 3, 8)

El oecus tetrástilo era una sala rectangular con una zona central que podía dedicarse a comedor, que se delimitaba por cuatro columnas, sobre un zócalo, y que sostenía una bóveda que se apoyaba sobre arquitrabes y cornisas, que podían ser de madera o yeso. Las columnas creaban un espacio entre las paredes laterales y la parte central, que podrían ser utilizados por los esclavos para atender tanto a sus amos mientras comían, como para presentar los platos que se iban a degustar.

Oecus tetrástilo, casa de las Bodas de Plata, Pompeya. Fotos pinterest

El oecus corintio era similar al tetrástilo, pero con la diferencia de que tres de los lados se delimitaban por una fila de columnas apoyadas en el suelo, aunque también se cubría con una bóveda rebajada.

“He aquí la diferencia entre las salas corintias y las salas egipcias: las corintias tienen una sola hilera de columnas, que se apoya en un podio, o bien directamente sobre el suelo; sobre las columnas, los arquitrabes y las cornisas de madera tallada o de estuco, y, encima de las cornisas, un artesonado abovedado semicircular (rebajado). En las salas egipcias, los arquitrabes están colocados sobre las columnas y desde los arquitrabes hasta las paredes, que rodean toda la sala, se tiende un entramado; sobre el entramado se coloca el pavimento al aire libre, ocupando todo su contorno. En perpendicular a las columnas inferiores y sobre el arquitrabe se levanta otra hilera de columnas, una cuarta parte más pequeñas. Encima de su arquitrabe y de los elementos ornamentales se tiende el artesonado y se dejan unas ventanas entre las columnas superiores; de esta forma, las salas egipcias se parecen más a las basílicas que a los triclinios corintios.” (Vitruvio, De arquitectura, VI, 3, 9)

Oeci corintios, Casa de Meleagro (izda), casa del Laberinto (drcha)

El oecus egipcio tenía la apariencia de una basílica. Las columnas sustentaban una galería con suelo pavimentado, que formaba un paseo alrededor de la sala; por encima había otra fila de columnas, de altura una cuarta parte menor que la inferior, que rodeaba el techo. En los espacios entre columnas se ubicaban las ventanas que dejaban pasar la luz.

Casa del mosaico en el atrio, Herculano

El oecus cyziceno, aunque poco utilizado en Italia, solían ser para el verano, por lo que miraba hacia el norte y se abría a los jardines con puertas plegables. El escritor Plinio tenía este tipo de sala en sus villas.

“También hay otro tipo de salas que no siguen el uso y la costumbre de Italia, que los griegos llaman cyzicenos. Estas salas están orientadas hacia el norte y, sobre todo, hacia zonas ajardinadas; en su parte central poseen unas puertas de dos hojas. Su longitud y su anchura deben permitir que se puedan ubicar dos triclinios, uno en frente de otro y un espacio suficientemente amplio a su alrededor; a derecha y a izquierda se abren unas ventanas de doble hoja, para poder contemplar los jardines desde los mismos lechos del triclinio. Su altura será equivalente a su propia anchura más la mitad.” (Vitruvio, De arquitectura, VI, 3, 10)

Casa del fauno, Pompeya, foto de Carole Raddato

En la casa griega y romana la exedra se define como una sala con asientos alrededor, que se destina a la conversación. Tenía una cuidada decoración y sus dimensiones variaban. La cultura, el arte y el ocio se unían en estas estancias aptas para la recepción de visitas. Se celebraban veladas de música o recitales de poesía. Cicerón hablaba de exedras (exedrae) destinadas al plácido reposo de la siesta, y sobre todo a la conversación. El mismo decoró una con cuadros.

“En los pórticos de mi casa de Túsculo me he construido unos rincones de lectura y quisiera adornarlos con pinturas: es más, si hay algo de este tipo de decoraciones que me guste es la pintura.” (Cicerón, Cartas a familiares, VII, 23)

Pintura de Edward John Poynter

Las exedrae, en plural, se identifican no con un gran salón pleno de exuberancia, sino con varios ámbitos más pequeños, salitas de estar que con frecuencia dan a dormitorios, creando a veces dentro de la casa pequeños departamentos en que sus moradores gozan de cierta independencia.

“Y así todo esto lo ordenan de este modo: el primer pensamiento o pasaje del discurso lo destinan en cierto modo a la entrada de la casa, el segundo al portal de ella, después dan vuelta a los patios, y no sólo ponen señales a todos los aposentos por su orden o salas llenas de sillas, sino también a los estrados y cosas semejantes.” (Quintiliano, XI, 2)

La diaeta parece que podía referirse a un pabellón pequeño, formado comúnmente por sala y dormitorio, accesible desde los pasillos o los deambulatorios de un patio.

"Al final de la terraza, después de la galería y del jardín, hay un pabellón que es mi favorito, verdaderamente mi favorito: yo mismo lo he construido; en él hay una habitación soleada que mira por un lado a la terraza, por otro al mar, y por ambos al sol; hay también un dormitorio que se asoma a la galería por una doble puerta, y al mar por una ventana. Hacia la mitad de la pared posterior hay un gabinete elegantemente diseñado, que se puede incluir en la habitación, si se abren sus puertas de cristales y sus cortinas, o independizarlo, si se cierran.
Caben en su interior un lecho y dos sillones; tiene el mar a sus pies, las villas próximas a su espalda, los bosques en frente; se pueden contemplar gran número de vistas panorámicas separada o simultáneamente por otras tantas ventanas. Unido a este gabinete hay un dormitorio para el descanso nocturno, que ni las voces de mis esclavos, ni el murmullo del mar, ni el estruendo de las tormentas ni el fulgor de los relámpagos, ni siquiera la luz del día, pueden penetrar, a no ser que las ventanas estén abiertas." (Plinio, Epístolas, II, 17)

Pintura de Ettore Forti

Las diaetae amoenae estaban dotadas de baños y eran unos pabellones atractivos que incitaban al deleite, por su elegancia y armonía constructiva, en muchos casos con ornamentación ostentosa, y, sobre todo, por el entorno ajardinado en el que solían ubicarse.

“Pero hay, sin embargo, una estancia, una que sobrepasa con mucho a todas las demás y que, en línea recta sobre el mar, te trae la vista de Parténope; en ella, los mármoles escogidos de lo hondo de las canteras griegas, la piedra que alumbran los filones de la oriental Siene, la que los picos frigios han arrancado de la afligida Sínada en los campos de Cíbele doliente, mármol coloreado en que brillan los círculos púrpureos  sobre su fondo cándido; aquí también el que ha sido cortado de la montaña del amicleo Licurgo, que verdea imitando las hierbas que se doblan sobre las rocas, y aquí brillan los amarillos mármoles de Numidia con los de Tasos, Quíos y Caristo, que al contemplar las olas se recrean; todos ellos, vueltos hacia las torres de Calcis, envían su saludo.” (Estacio, Silvas, II, 2)

Tenía la función de uso personal de un miembro de la familia para apartarse del bullicio generado por la actividad cotidiana en la casa; para recibir una visita de forma más privada o íntima, o para alojar invitados. En el Digesto se encuentra el caso de una novia que reside en casa de su prometido en un apartamento separado (diaeta).

“Una muchacha fue llevada a la hacienda de su prometido tres días antes de que tuviese lugar la ceremonia del matrimonio, residiendo en un apartamento separado de las habitaciones de su futuro esposo hasta el día en que ella pasase a depender de él, y antes de que fuese recibida con el rito del agua y el fuego, es decir, antes de que se celebrasen las nupcias…” (Digesto, XXIV, 1, 66)

Pintura de AlmaTadema

Al final del imperio la sala llamada diaeta podía destinarse a sala de estar o pequeño comedor, posiblemente un lugar más íntimo y privado para acoger visitantes y amigos más cercanos.

“Desde este comedor (triclinium) se pasa a un cuarto de estar o pequeño comedor (diaeta), que tiene una amplia vista al lago. En esta sala hay un lecho semi-circular (stibadium) y un reluciente aparador a los que se asciende desde el pórtico por unos escalones que ni son bajos ni estrechos. Reclinado en este lugar, te ves envuelto por el placer de la vista cuando no estás ocupado con la comida.” (Sidonio Apolinar, Epístolas, II, 2)

La adopción de estos nuevos espacios de recepción, oeci, exedrae y diaetae acabarán relegando al tradicional atrium y tablinum a un segundo plano a finales del siglo II a. C. El atrio quedará convertido en un simple vestíbulo, donde recibir a los clientes, y terminará por casi desaparecer cuando el peristilo se imponga como centro de la casa romana y el tablinum perderá su función de recepción para los amigos y relaciones de negocio para acabar dando paso al oecus como sala principal donde el señor recibiría la salutatio matutina de los clientes más señalados y acogería a sus visitas más notables.  Algunos autores criticaron la ostentación y el lujo de las mansiones que algunos se construían para manifestar su poder económico y social en detrimento de la comodidad y habitabilidad de la vivienda para la familia y las visitas.

“Plantaciones de laureles, platanares, pinares que llegan al cielo y baños para más de uno los tienes tú solo, y para ti se alza un elevado pórtico de cien columnas, y pisado por tus pies reluce el ónice, y tu hipódromo polvoriento cascos veloces lo hacen resonar, y el flujo del agua al pasar canta por doquier; tus atrios se extienden a lo lejos. Pero ni para cenar ni para dormir hay sitio por ningún lado. ¡Qué bien malvives!” (Marcial, Epigramas, XII, 50)

Arriba: Pintura de atrio romano de Gustave Boulanger
Abajo: pintura con sala abierta al peristilo de Ettore Forti

Bibliografía:

La casa romana, Pedro Ángel Fernández Vega, Ed. Akal
Arte romano, Susan Walker, E. Akal