miércoles, 27 de diciembre de 2023

Iovis Pater, el culto a Júpiter en la antigua Roma

Júpiter, Casa de los Dioscuros, Pompeya.
Museo Arqueológico Nacional, Nápoles. Foto Olivierw

El culto a Júpiter se implantó en Roma desde tiempos muy antiguos conformando junto a las diosas Juno Regina y Minerva la tríada capitolina, que recibió culto en la colina del Quirinal.

“La cuesta que sube muy cerca de Flora, tiene el nombre de Capitolium Vetus «Capitolio Viejo», porque allí hay una capilla de Júpiter, Juno y Minerva, y ésta es más antigua que el templo que fue construido en el Capitolio.” (Varrón, De la lengua latina, V, 158)

Tríada Capitolina. Museo Arqueológico de Palestrina, Italia. Foto Sailko

Júpiter fue el nombre latino que se dio al dios Zeus griego cuando este se asimiló a la religión romana. El nombre Iuppiter es contracción de Iovis Pater (Padre Jove); se nombraba como Iuppiter y como Iovis (Jove).

Desde muy antiguo se le veneró tanto en el pueblo latino, como entre muchas de las antiguas comunidades itálicas y se le consideró como la más potente divinidad del antiguo panteón romano.

En su iconografía se le representa habitualmente como un hombre barbado, de melena ondulada, vestido con un manto que no suele cubrir su torso, aunque a veces aparece totalmente desnudo. Suele presentarse acompañado de un cetro que le identifica como el rey de los dioses, un águila, un haz de rayos, y ocasionalmente con un globo terráqueo, este último como símbolo de su dominio sobre el mundo. El haz de rayos refleja su poder como dios de los fenómenos atmosféricos y su dominio sobre las fuerzas de la naturaleza.

Símbolos de Júpiter. Casa del Efebo, Pompeya

Por último, el águila se consideró en la antigüedad un ave divina porque en su vuelo se acerca a los dioses que habitan en el cielo. Se la considera una mensajera de Júpiter y, como reina de las aves, representativa del don de la adivinación que se le atribuye al dios. Durante el imperio se creía que un águila era la encargada de transportar el alma del difunto emperador hasta su encuentro con los dioses. Todos los símbolos, tanto juntos como por separado, conllevaban la idea de la supremacía de Júpiter, sobre los demás dioses, sobre los hombres y sobre el universo.

“Tampoco creyeron que el Júpiter que adoramos en el Capitolio y en otros templos fuese el que lanza el rayo; sino que consideran a Júpiter como nosotros, guardador y moderador del universo, del que es alma y espíritu, señor y artífice de esta obra, y al que todos los nombres convienen. ¿Quieres llamarle Destino? no te equivocas; de él dependen todos los acontecimientos; en él están las causas de las causas. ¿Quieres llamarle Providencia? bien le llamas: su providencia vela por las necesidades del mundo, para que nada altere su marcha, y realice su ordenado fin. ¿Prefieres llamarle Naturaleza? no errarás: de él ha nacido todo; de su aliento vivimos. ¿Quieres llamarle Mundo? no te engañas: él es todo lo que ves, está todo entero en cada una de sus partes y se sostiene por su propio poder. De la misma manera que nosotros pensaron los Etruscos, y si dicen que el rayo procede de Júpiter, es porque nada se hace sin él.” (Séneca, Cuestiones Naturales, II, 45)

Júpiter con Cupido, Herculano. Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Foto Luigi Spina

En un principio formó con Marte, dios de la guerra y Quirino, dios de la agricultura, la tríada arcaica o precapitolina, pero a finales del siglo VI a.C. Tarquinio el Soberbio terminó el templo dedicado a la tríada capitolina, que había iniciado Tarquinio Prisco, con el que se sentó las bases del culto que por siglos iba a ser tan relevante en la religión de Estado en Roma.

Moneda con el templo y la tríada capitolina.
Gabinete de monedas, Berlín

Sin embargo, el primer templo romano de Júpiter lo construyó Rómulo en el Capitolio con la advocación de Júpiter Feretrio, donde se consagraban los "spolia opima", es decir, las armas de cualquier jefe enemigo muerto en combate por el jefe romano.

“El espectáculo mayor, con mucho, del triunfo lo constituyó Coso portando los despojos opimos del rey muerto. Los soldados le cantaban versos libres comparándolo con Rómulo. Colgó los despojos como ofrenda, con una solemne dedicación, en el templo de Júpiter Feretrio al lado de los despojos de Rómulo, que fueron los primeros en recibir el nombre de opimos y eran los únicos hasta entonces.” (Tito Livio, IV, 20, 2)

Rómulo con los spolia de Acron, pintura de Jean Auguste Dominique Ingres.
Museo del Louvre. Foto Sailko

Este culto se remonta a los inicios de la historia romana y marca el paso de Roma desde una simple comunidad agrícola hacia una prominente comunidad entre los pueblos latinos. Dicho culto, desarrollado durante la época de animismo de la religión romana, retuvo su naturaleza animista, y la deidad nunca cambió del estado de numen al de dios, por lo que Júpiter Feretrius nunca se representó con forma humana.

Su aparición se produce tras la victoria de los romanos sobre los caeninenses, que habían llegado a vengar el rapto de las Sabinas, cuando Rómulo marcó en el Capitolio un espacio sagrado para un templo dedicado a Júpiter Feretrius y le dedicó las armas de Acron, el jefe enemigo al que había matado.

“Decretado por el Senado el triunfo solamente a Marcelo, apareció éste en la pompa, si se atiende a la brillantez, riqueza y copia de los despojos, y al número de los cautivos, magnífico y admirable como los que más; pero el espectáculo más agradable y nuevo era ver que él mismo conducía al templo de Júpiter la armadura del bárbaro, para lo cual había hecho cortar el tronco de una frondosa encina, y disponiéndolo como trofeo puso ligadas y pendientes de él todas las piezas, acomodándolas con cierto orden y gracia; y al marchar el acompañamiento púsose al hombro el tronco, subió a la carroza, y como estatua de sí mismo, adornada con el más vistoso de los trofeos, así atravesó la ciudad. Seguía el ejército con lucientes armas, entonando odas e himnos triunfales en loor del dios y del general. De esta manera continué la pompa, y, llegada al templo de Júpiter Feretrio, subió a él e hizo la consagración, siendo el tercero y el último hasta nuestra edad, porque Rómulo fue el primero que trajo iguales despojos, de Acrón, rey de los Ceninenses; el segundo Cornelio Coso, de Tolumio, Etrusco, y después de estos Marcelo, de Virdómaro, rey de los Galos, y después de Marcelo, nadie. Dase al dios a quien se hizo la ofrenda el nombre de Júpiter Feretrio, según unos, por habérsele llevado el trofeo en un féretro, como derivado de la lengua griega, muy mezclada entonces con la latina; según otros, ésta es denominación propia de Júpiter Fulminante, porque al herir o lisiar los Latinos le llaman ferire. Otros, finalmente, dicen que se tomó el nombre del mismo golpe o acto de herir en la guerra, porque en las batallas, cuando persiguen a los enemigos, repitiendo la palabra “hiere”, se excitan unos a otros.” (Plutarco, Marcelo, 8)

Denario de época de Trajano con el general Marcus Claudius Marcellus
y el templo de Júpiter Feretrius

Durante el reinado de Tarquinio el soberbio se instituyó la celebración de las Feriae Latinae en las que se debía ofrecer un sacrificio a Júpiter Latiaris. Según Dionisio de Halicarnaso, estas fiestas se celebraban aún en su época, siglo I a.C. y surgieron tras ganar a los Latinos y persuadirles de aceptar un acuerdo que reconocía la predominancia de Roma y celebrar un festival para conmemorar la paz entre los pueblos, al cual asistían muchos magistrados de Roma y delegados de las antiguas ciudades latinas que rodeaban Roma. El festival era dirigido por los cónsules y se sacrificaba un toro a Júpiter Latiaris y la carne se compartía entre los participantes de las ciudades que asistían al encuentro. La ceremonia estaba controlada por Roma como signo de su dominio sobre las demás ciudades. La documentación sobre el culto a Júpiter Latiaris parece indicar que existiría un templo o santuario dedicado a él en el monte Albano.

“Tarquinio, después de obtener la hegemonía sobre los latinos, envió embajadores a las naciones de los hérnicos y de los volscos, invitándolos también a un tratado de amistad. Los hérnicos votaron unánimamente a favor de la alianza, mientras que sólo dos poblaciones volscas, Ecetra y Ancio, aceptaron la propuesta. Con el propósito de que los tratados con las ciudades se mantuvieran perpetuamente, Tarquinio decidió establecer un templo común para los romanos, latinos, hémicos y para los volscos que habían entrado en la alianza, con el fin de que cada año se reunieran en el lugar fijado y allí celebraran una fiesta, comieran juntos y participaran en sacrificios comunitarios. Como todos aceptaron la resolución con satisfacción, fijó como lugar para celebrar la reunión un monte elevado situado aproximadamente en el centro de los pueblos, monte que se levanta sobre la ciudad de los albanos. Estableció por ley que allí, todos los años, se celebraran fiestas, hicieran una tregua, ofrecieran sacrificios comunitarios al llamado Júpiter Latiaris y celebraran banquetes en común. Fijó también lo que cada ciudad debía aportar para los sacrificios y la parte que cada una debería recibir. Las ciudades que tomaban parte en la fiesta y en los sacrificios eran cuarenta y siete. Los romanos han seguido celebrando estas fiestas y sacrificios hasta nuestros días con el nombre de Fiestas Latinas, y las ciudades participantes llevan, unas, corderos; otras, quesos; otras, una determinada cantidad de leche, y otras, alguna ofrenda del mismo tipo; y de un toro que todas sacrifican en común, cada ciudad toma la parte que le está fijada. Los sacrificios se realizan en nombre de todos, y son los romanos los que los dirigen.” (Dionisio de Halicarnaso, Historia Antigua de Roma, IV, 49)

Estatuilla en bronce de Júpiter. Colección privada

Para los primeros romanos, Júpiter era el dios del cielo y de los fenómenos atmosféricos, pero también era considerado un rey con poder para proteger y hacer prosperar a la comunidad romana y a la que representa en sus relaciones con los pueblos extranjeros. De su aspecto benefactor procede el epíteto de Optimus, así como el de Maximus corresponde al ser considerado el más importante de los dioses. El culto a Júpiter Optimus Maximus establecido en la monarquía de los Tarquinios y su posterior adopción por la república romana creó una imagen divina de poder que reflejaba el bienestar de la sociedad romana y la misión a cumplir entre los demás pueblos.

"Pero al propio Júpiter, esto es, 'el padre que ayuda' -al que, en los casos oblicuos, llamamos Jove, de 'ayudar'- lo llaman los poetas 'padre de las deidades y de los hombres", mientras que nuestros mayores lo llaman 'Óptimo Máximo'. Y, desde luego, antes 'Óptimo' -esto es, sumo benefactor- que 'Máximo', ya que el hecho de aprovechar a todos resulta más grandioso y, a buen seguro, más de agradecer, que el de poseer grandes recursos." (Cicerón, De la naturaleza de los dioses, II, 64)

Júpiter entronizado. Museo Británico, Londres

De vuelta al culto de Júpiter Capitolino, en su templo había dos capillas dedicadas a Juno Regina y Minerva, y los tres eran invocados en momentos solemnes nombrando primero a Júpiter, seguido por Juno y Minerva, indicando en su orden la jerarquía que el pueblo romano les otorgaba. Júpiter llegó a convertirse en el genio tutelar de la ciudad y del pueblo romano, bajo cuya protección se acogían la justicia, la razón, y el destino del Estado. Con el paso del tiempo esta protección se extendió a todos los lugares del Imperio, siendo muy bien acogido entre los pueblos conquistados.

"Hannón.— ¡Oh, Júpiter, que velas por el género humano y le das sustento, tú que eres el sostén de nuestras vidas y en cuyas manos tienen puestas sus esperanzas todos los mortales, yo te ruego que me concedas que sea hoy el día feliz que me traiga el logro de mis afanes y devuelve la libertad a mis hijas, de las que he tenido que verme privado tan largo tiempo, después que me fueron arrebatadas de la patria en tan tierna edad! Así sabré que hay una recompensa para un amor paternal que no se da por vencido." (Plauto, Pseudolus, V, 4)

Cistóforo de Vespasiano acuñado con motivo de la restauración del Capitolio. 

Según algunos autores los romanos agradecían a Júpiter Optimus Maximus por los dones que les concedía, riqueza, honor, seguridad, aunque no por ser virtuosos o justos, sin embargo, tampoco le culpaban por los males que les acontecían.

“Porque, si Júpiter Óptimo Máximo, cuya voluntad y cuyo albedrío gobiernan el cielo, la tierra y los mares, suele a menudo, con fuertes vientos o con tempestades desenfrenadas, con calor excesivo o con frío insoportable, dañar a los mortales, arrasar las ciudades y malograr las cosechas -si pensamos que nada de esto ha ocurrido para ruina nuestra por decisión divina sino que se ha producido por la violencia y el poderío de la misma naturaleza y si, al contrario, vemos que él nos concede y nos reparte los beneficios de los que nos servimos, como son la luz de que gozamos y el aire que respiramos.” (Cicerón, Pro Roscio, 131)

Estatuillas de Júpiter en un lararium de Boscoreale, Italia.
The Walters Art Museum, Baltimore, Maryland, EE.UU.

Los romanos atribuían la expansión y la extensión de su imperio a la piedad que sentían por sus dioses, sobre todo, a Júpiter. Esta idea se reforzaba mediante los ritos que se llevaban a cabo en el Capitolio. Desde el punto de vista romano, el sacrificio que los pueblos extranjeros hacían a Júpiter confirmaba la preeminente posición de Roma en el mundo, ya que los que hacían las ofrendas, reyes y élites de Grecia, Asia menor, África del Norte, y el Oriente próximo dependían del favor romano. La asociación de Júpiter Optimus Maximus con la protección del estado hizo que su culto tuviese un relevante carácter oficial en las provincias del Imperio.

"Pero, después de su derrota en el Lago Regilo, los latinos se indignaron tanto contra quienes abogaban por la reanudación de la guerra que no sólo rechazaron a los legados volscos, sino que los detuvieron y los condujeron a Roma. Allí fueron entregados a los cónsules y se aportaron pruebas que demostraban que volscos y hernicios se estaban preparando para la guerra con Roma. Cuando el asunto fue llevado ante el Senado, éste quedó tan complacido por la acción de los latinos que liberó a seis mil prisioneros de guerra y puso a la consideración de los nuevos magistrados el asunto de un tratado que hasta entonces se habían negado persistentemente a considerar. Los latinos se felicitaron por la actitud que habían adoptado y los autores de la paz recibieron grandes honores. Enviaron una corona de oro como regalo a Júpiter Capitolino." (Tito Livio, Ab Urbe condita, II, 22)

Júpiter Capitolino. Museo Metropolitan, Nueva York

Un importante aspecto del papel de Júpiter como protector del estado era ser testigo de los tratados y alianzas llevados a cabo por Roma. Con la hegemonía de Roma sobre el Mediterráneo, las ciudades estado y los reyes buscaban en el senado romano alianzas y garantías para su propia autonomía. Copias de los acuerdos entre estados se depositaban en el templo de Júpiter tras hacer un juramento y un sacrificio. El acto requería un permiso del senado, pero el sacrificio era voluntario. Cuando los aliados regresaban a su hogar, confirmaban los acuerdos ofreciendo sacrificios a sus propios dioses.

Que el sacrificio de extranjeros a Júpiter era voluntario se puede constatar en el siguiente decreto del Senado que recoge un tratado de alianza entre Roma y Atypalaia, una isla del Egeo, en el año 105 a.C.

“Con el pueblo de Astypalaia paz, amistad y alianza serán renovadas; como un buen hombre de un pueblo bueno y amistoso su enviado será tenido y se le dará un trato amistoso. Se decreta que Publius Rutilius, cónsul, se encargue de que una placa de bronce de esta alianza se clave en el Capitolio como le parezca que convenga al interés de la Republica y su buena fe. Se decreta que Publius Rutilius, cónsul, ordene al cuestor según el procedimiento oficial entregar al enviado regalos y que al enviado se le permita hacer un sacrificio en el Capitolio, si así lo desea, y que según las leyes Rubria y Acilia se exponga una copia de esta alianza en un lugar público y visible y por donde la mayoría de ciudadanos pasen, y que cada año en la asamblea de Astypalaia se pueda leer en voz alta.” (IG XII 3.173)

Estatuilla de bronce. Museum of Fine Arts, Boston, EE.UU.

El emperador Octavio Augusto, a pesar de favorecer a sus propios dioses protectores, Marte y Apolo, acomete la reconstrucción del templo de Júpiter Capitolino haciéndolo más majestuoso, manifestando así la idea de que el prínceps es el elegido por la divinidad para congraciarse con los hombres, ya que la destrucción del templo en varias ocasiones durante el siglo I a.C. se habría debido a la ira de Júpiter por las guerras civiles que habían asolado a Roma a lo largo de los años. Con el Imperio inaugurado por Augusto no solo se termina el periodo convulso de la República, sino que se inicia un periodo de prosperidad que complace a los dioses y especialmente al dios principal de la ciudad de Roma.

Recreación del Templo Capitolino de Roma. Pintura de C.R. Cockerel.
Royal Academy of Arts, Londres

Sin embargo, el deseo de Augusto de romper el vínculo con la república y poner el foco político en su propia persona hace que el culto de Júpiter Capitolino vaya perdiendo relevancia en la religión oficial del estado en favor de los dioses tutelares del emperador Apolo y Marte.

“Consagré ofrendas, procedentes de botines, en el Capitolio y en el templo del divino Julio y en el templo de Apolo y en el templo de Vesta y en el templo de Marte Vengador: todo ello me supuso cerca de cien millones de sestercios.” (Augusto, Res Gestae, 21, 2)

Su más importante función en la ideología religiosa del recién creado imperio fue como recipiente de los votos por el emperador debido, motivada por la creencia de que la seguridad de la comunidad dependía totalmente en el bienestar del gobernante. Mientras que para Cicerón Júpiter intervenía directamente para proteger el bien común, en el principado de Augusto este papel se reservaba al propio emperador. Por lo tanto, el que había sido dios supremo en la república romana, en la religión oficial del periodo de Augusto queda relegado a escuchar las oraciones del pueblo romano para que proteja a su salvador.

“Si uno habla de las campañas que has hecho por tierra y por mar, y con estas palabras halaga tus oídos atentos: «Si más quiere el pueblo que tú estés a salvo, o tú que a salvo esté el pueblo, déjelo en la incertidumbre el que cuida de ti y de la urbe: Júpiter»— serás capaz de reconocer el elogio de Augusto.” (Horacio, Epístolas, I, 16, 27)

Augusto representado como Júpiter.
Museo del Hermitage, San Petersburgo

Las fiestas del vino o Vinalia se celebraban en honor de Júpiter y Venus, para pedir protección sobre las huertas, las viñas y la vendimia, pues Júpiter era el mayor representante del vino en el mundo romano y patrocinaba la obtención del vino sacrificial, además de controlar el aspecto sagrado del ritual. La Vinalia priora o urbana se celebraba el 23 de abril, cuando se abrían los odres de vino del año anterior para bendecirlo y degustarlo y también para pedir buen tiempo hasta la siguiente cosecha. La fecha de la Vinalia rustica era el 19 de agosto, cuando se sacrificaba un cordero al dios Júpiter para pedir protección contra las tormentas de verano que podían dañar las uvas antes de la vendimia. El sacerdote (flamen dialis) arrancaba un racimo de uvas de la viña y hasta que la ceremonia no se llevaba a cabo no se podía traer mosto nuevo a la ciudad.

“Las Vinalia recibieron su fiesta por el vino, este día es de Júpiter, no de Venus. La atención prestada a este asunto no es poca en el Lacio, pues en algunos lugares la vendimia la llevaban a cabo inicialmente sacerdotes en nombre del Estado, como aún ahora en Roma, pues el flamen dialis consulta los auspicios para la vendimia y, cuando ha ordenado recoger la uva, sacrifica una cordera a Júpiter, y el flamen es el primero que, entre la sección y el ofrecimiento de las entrañas de aquélla, recoge la uva. En las puertas de Túsculo está escrito: Que no se transporte el vino nuevo dentro de la ciudad antes de ser proclamadas las Vinalias.” (Varrón, De la lengua latina, VI, 16)

Festival de la vendimia, pintura de Alma-Tadema, Galería Nacional de Victoria,
Melbourne, Australia

El 11 de octubre tenía lugar la Meditrinalia cuando se bebía el primer mosto de la reciente vendimia y se rogaba a Júpiter por la salud.

“En el mes de octubre, el día de las Meditrinales (Meditrinalia) recibió su denominación a partir de mederi «curar», porque Flaco, flamen de Marte, decía que este día se solían hacer libaciones de vino nuevo y de viejo y probar éstos como medicina; y esto suelen hacer aún ahora muchos, cuando dicen: Bebo el vino nuevo, el viejo: me curo la enfermedad nueva, la vieja.” (Varrón, De la lengua latina, VI, 21)

La dedicación a Júpiter podría haberse originado en tiempos de Eneas cuando Mecencio, rey etrusco que reinaba en Cere, fue llamado por Turno para que le ayudara en su lucha contra Eneas y Latino. Para convencerlo Turno le prometió la mitad de la cosecha del vino del campo latino y de su propio territorio, mientras que Eneas le ofreció esto mismo a Júpiter. Turno y Mecencio murieron y la promesa a Júpiter se cumplió, dando así origen a las fiestas de los Vinalia, en las que se ofrecían a Júpiter las primicias de la cosecha vinícola.

“Turno se atrajo la ayuda de los etruscos. Mecencio era ilustre y, con las armas en las manos, feroz, y, si grande a caballo, a pie era más grande aun; Turno y los rútulos intentaron atraérselo a su partido. Frente a esos intentos, hablo de la siguiente manera el caudillo etrusco: «El valor que poseo me ha costado caro; pongo por testigos mis heridas y las armas que tantas veces manche con mi sangre. Tú, que pides mi auxilio, reparte conmigo una recompensa que no es grande: los próximos mostos de tus lagares. El asunto no requiere tardanza alguna: a vosotros os corresponde dar, a nosotros, vencer. jComo desearia Eneas que yo me hubiera negado a esto!». Los rútulos estuvieron de acuerdo. Mecencio se puso las armas; Eneas se las puso, y habló Júpiter: «El enemigo ha prometido su vendimia al rey tirreno; ¡Tú, Júpiter, te llevarás el mosto de la viña del Lacio! Prevalecieron los votos mejores. El soberbio Mecencio sucumbió y atronó la tierra con su pecho rabioso. Había llegado el otoño, manchado con las uvas prensadas: hicieron entrega del vino debido a Júpiter, su acreedor. Desde entonces el día se llamó de los Vinalia. Júpiter reclama ese día y disfruta participando en su fiesta.” (Ovidio, Fastos, IV)

Detalle de mosaico con la imagen de Júpiter de la casa del Planetario, Itálica, Sevilla, España

Catón recomendaba hacer un sacrificio anual a Júpiter para que bendijera a los bueyes en su tarea de arar los campos y procurar así una buena cosecha. El ritual descrito podía también realizarse a la hora de emprender una nueva empresa, como abrir un nuevo negocio o comprar una casa.

“Es necesario hacer el sacrificio sagrado de la siguiente manera: ofrécele a Júpiter Dapalis una copa de vino tan grande como quieras; ese día debe ser festivo para los bueyes, los boyeros y quienes participen del banquete sagrado. Cuando llegue el momento de presentar la ofrenda, lo harás de esta manera: «Júpiter Dapalis, puesto que se te debe ofrecer en mi casa ante mis esclavos un cáliz de vino para el banquete sacrificial, seas por ello glorificado con esta ofrenda sacrificial que se te va a presentar». Lávate entonces las manos, después coge el vino: «Júpiter Dapalis: te glorificamos con esta ofrenda sacrificial que se va a presentar, te glorificamos con el vino ofrecido». Si quieres, hazlo con Vesta. Banquete sacrificial a Júpiter: una pieza de carne y un ánfora de vino. Consagra la ofrenda a Júpiter estando puro mientras estés en contacto con ella: después, una vez hecho el banquete sacrificial, siembra mijo, panizo, ajo y lenteja.” (Catón, De Agricultura, 132)

Sacrificio a Júpiter. Pintura de Noël Coypel. Castillo de Versalles, Francia

Durante la celebración de los Ludi Romani (juegos romanos) en la noche del 13 de septiembre, día central de los ludi Romani y único antes de que se ampliasen hasta abarcar entre el 4 y el 19 de ese mismo mes, tenía lugar en el Capitolio un banquete, llamado epulum Iovis, en presencia de las estatuas de las tres divinidades que habitaban el gran santuario capitolino, Júpiter, Juno y Minerva. A Júpiter se le pintaba la cara de rojo y se le reclinaba en un lecho, y las diosas permanecían sentadas en una silla. El banquete lo organizaba el colegio de los epulones y asistían los senadores y posiblemente los magistrados. Se servía comida que se ofrecía incluso a los dioses como si estuvieran realmente presentes y se amenizaba con música y bailes. El epulum Iovis se celebraba también en los idus de noviembre, coincidiendo con los ludi plebeii.

“Las mujeres solían comer sentadas en compañía de los hombres, que lo hacían recostados. Esta costumbre del banquete de los hombres pasó también al de los dioses y así, en el banquete en honor de Júpiter, éste era invitado al festín en un lecho mientras que Juno y Minerva eran invitadas a sentarse en sillas. Nuestra época conserva esta rigurosa costumbre más cuidadosamente en el Capitolio que en las casas privadas, naturalmente, porque mantener las normas de conducta corresponde más a las diosas que a las mujeres.” (Valerio Máximo, Hechos y dichos memorables, II, 1, 2)

Estela con banquete de Hades y Perséfone. Museos Vaticanos. Foto Egisto Sani

El emperador Augusto parece haber sido bastante temeroso de las tormentas con rayos y truenos por lo que dedicó un templo a Júpiter Tonante con motivo de haber salvado su vida durante una tormenta durante su campaña en Hispania.

“Consagró un templo a Júpiter Tonante por haberle salvado del peligro cuando, durante una marcha nocturna en su expedición contra los cántabros, un rayo paso rozando su litera y mató al esclavo que le precedía para alumbrarle.” (Suetonio, Octavio, 29, 3)

Júpiter de Esmirna, Museo del Louvre, París

En el siglo I se vive otro momento de gran inestabilidad política y social que provoca un nuevo incendio del templo de Júpiter Óptimo Máximo durante las luchas entre los partidarios del emperador Vitelio y los Flavios. Los vitelianos atacan a los seguidores de Vespasiano y acaban incendiando el templo. El hijo de Vespasiano, Domiciano, se refugia en un aposento y huye disfrazado. La destrucción del templo aparece como signo de la ira de los dioses por el continuo ataque al trono imperial y se hace necesaria la presencia de un líder que traiga estabilidad y paz. El elegido será Vespasiano, quien se encargará de restaurar el mayor símbolo de la pax deorum, el templo de Júpiter Óptimo Máximo. Vespasiano también llevará a cabo una vinculación directa de la protección de su persona y la de la casa imperial con la figura de Júpiter a través de Iovis Custos (Júpiter Custodio)

Denario de plata con Vespasiano y Júpiter Custos

Construyó una capilla en el lugar donde su hijo Domiciano se había refugiado que sería posteriormente ampliado y convertido en templo bajo el reinado de este último.

“Domiciano, escondiéndose al primer ataque en el aposento de la guardia, vestido hábilmente por un liberto con una vestidura de lienzo, mezclado y pasando inadvertido entre la turba de los ayudantes de los sacrificios, se ocultó en casa de Cornelio Primo, cliente de su padre, situada junto al Velabro. Al hacerse cargo de los acontecimientos nuestro padre Vespasiano, derruido el aposento de la guardia del templo dedicó una capilla a Júpiter Conservador, en la que puso un altar y una lápida de mármol con la inscripción de sus avatares. Al alcanzar aquel después la dignidad imperial, edificó y consagró a Júpiter Custodio un grandioso templo, representándose a sí mismo en brazos del dios.” (Tácito, Historias, III, 74)

Marco Aurelio ofreciendo un sacrificio delante del templo de Júpiter Capitolino (izda)
y Júpiter Custos o Conservador (drcha). Foto Samuel López

La preferencia de Domiciano por esta divinidad, y por extensión por la familia imperial, se verá también reflejada en las monedas, siendo las acuñaciones de Iovis Custos una constante durante el periodo de reinado de la dinastía Flavia. La figura de Iovis Custos será primordial en la acuñación de moneda de Vespasiano, como protector, por un lado, de la figura imperial frente a los intentos de usurpación o magnicidio por parte de los oponentes políticos, y, en caso de Vespasiano, por la protección que dicha divinidad ejerció sobre su hijo Domiciano durante el ataque viteliano al Capitolio.

Júpiter también fue venerado por su capacidad sanadora y salvadora para lo que habría sido llamado Iuppiter Salutaris. Parece haber sido habitual solicitar a la divinidad principal del panteón romano su intervención para curar a alguien de una enfermedad.

‘Júpiter, tú que das y quitas los grandes dolores —dice la madre del niño que lleva ya cinco meses en cama—, si al niño se le va la fría cuartana, en la mañana del día en que tú prescribes ayunos se pondrá desnudo en el Tiber’. Pongamos que el azar o el médico salvan al enfermo del peligro de muerte: su delirante madre lo matará plantándolo en la gélida orilla y hará que le vuelva la fiebre. ¿De qué mal está aquejado su espíritu? Del miedo a los dioses." (Horacio, Sátiras, II, 3, 288 Júpiter Salutaris)

Júpiter sentado en su trono.
Museo Arqueológico Nacional de Nápoles.
Foto Samuel López

Con esta misma advocación Salutaris se solicitaba la protección del estado tras largas series de catástrofes y se hacían sacrificios.

"Siendo cónsules Galieno y Fausiano, entre tantas calamidades bélicas, se produjo además un gravísimo terremoto y hubo oscuridad durante muchos días. Se escuchó también un trueno que provenía del retumbar de la tierra, y no del tronar de Júpiter. A consecuencia del terremoto muchas construcciones se derrumbaron cuando sus habitantes se encontraban en el interior y muchos hombres murieron de miedo. Este desastre fue más funesto en las ciudades de Asia, pero también Roma y Libia se vieron afectadas por él. La tierra se abrió en muchos lugares y por las hendiduras brotó agua salada. El mar inundó muchas ciudades. Entonces se buscó el favor de los dioses; consultados los libros Sibilinos y de acuerdo con lo prescrito por ellos, se hicieron sacrificios a Júpiter Salvador." (Historia Augusta, Los dos Galienos, 5, 2 (Iovis Salutaris)

Altar votivo. Museo de Aquincum, Budapest. 

"A Júpiter Optimus Maximus Salutaris. Lucius Serenius Bassus, centurión de la legión II Adiutrix, liberado de una grave enfermedad, cumplió su voto de buen grado." 

A Júpiter Óptimo Máximo como protector del bienestar general se le otorgaba el poder de deshacer los conjuros maléficos que buscaban efectos negativos en personas o comunidades, como en el ejemplo siguiente, donde se agradece a Júpiter que haya eliminado los nombres de unos decuriones que habían sido grabados en una tablilla de conjuro por un esclavo público, posiblemente por venganza.

“A Júpiter Óptimo Máximo, guardián y protector del bienestar de la colonia y del Consejo Decurional de Tuder, ya que Júpiter, con su inmenso poder, retiró los nombres del Consejo Decurional que habían sido fijados en una tumba por la acción criminal de un esclavo público y porque Júpiter evitó y libró a la colonia y a los ciudadanos de caer en el peligro. Lucio Cancrio Primigenio, liberto de Clemente, seviro augustal y primer flavial, gracias al consejo decurional, hizo cumplir este voto.” (CIL XI 4639)

Estatua de Júpiter. Museo del Prado, Madrid

En las provincias romanas se produjo un fenómeno de sincretismo por el que se identificó a Júpiter con divinidades indígenas locales con las que compartía ciertos atributos. La vinculación de Júpiter con diversos ámbitos de la vida social y económica, como la agricultura o los fenómenos naturales, ayudó a que los pueblos que iban siendo romanizados adoptasen el culto oficial romano a la par que mantenían la veneración por sus propios dioses locales. Así puede verse en el caso de Júpiter Taranis. Taranis era una deidad celta venerada en la Galia, Britania, y otras regiones europeas, considerado un dios supremo de las fuerzas naturales y cuyo principal símbolo era la rueda. Cuando las provincias en las que Taranis recibía culto fueron romanizadas, fue asimilado al dios oficial romano Júpiter, apareciendo en algunas inscripciones con el nombre oficial de Júpiter Optimus Maximus Taranis y siendo representado como un hombre con barba sujetando un haz de rayos y una rueda.

"A Júpiter Óptimo Máximo Tanarus. Titus Elupius Praesens, de la tribu Galeria de Clunia, príncipe de la XX legión Valeria Victrix, en el consulado de Cómodo y Laterano, cumplió su voto por su propia voluntad y de buen grado."

Júpiter Taranis. Museo Arqueológico Nacional de Saint Germain en Laye, Francia

Así, por ejemplo, en Egipto, Júpiter, que era también el dios relacionado con la adivinación, fue asociado al dios egipcio Ammón, con el que compartía rasgos similares. Ammón, el dios carnero, fue el oráculo más famoso en la antigüedad, y alcanzó gran renombre en Egipto. Entre los romanos Júpiter Ammón inspiraba el Oráculo manifestándose a través de sus sacerdotes. La efigie de Júpiter Ammón responde al arquetipo fijado en época de Augusto: una máscara con abundante cabellera de pelo rizado en la que sobresalen dos cuernos de macho cabrío, que son los atributos de la divinidad.

Herma con la imagen de Júpiter Amón,
Museo del Prado, Madrid

El culto a Júpiter Optimus Maximus Dolichenus se originó en Comagene, cerca de Doliche, en Asia menor. Esta deidad era en realidad el dios local Baal, que había surgido del sincretismo de varios dioses de procedencia aramea, acadia y hurrita. El culto se hizo muy popular entre los soldados porque se creía que Júpiter Doliqueno era el protector de los campos de batalla, el hierro y las armas hechas con él. Era principalmente una deidad suprema del cielo. No obstante, tuvo muchos seguidores entre la población civil, comerciantes, artesanos y más. Tras la conquista romana de Siria en el año 64 a.C. y la anexión de Comagene en el 71 d.C., Doliqueno se hizo presente como deidad venerada en el Imperio, asimilado a Júpiter Optimus Maximus. Su iconografía mostraba un hombre barbado que llevaba un gorro frigio en su cabeza, de pie sobre un toro, con un hacha en su mano derecha, un haz de truenos en la izquierda, y una espada enfundada al hombro, todo como símbolo de su poder sobre la naturaleza y los hombres.

Estatuilla de Júpiter Doliqueno dedicada por Marrius Ursinus.
Museo de Arte de Viena, Austria

En la ciudad de Roma su culto tuvo un gran seguimiento y se ha encontrado testimonio de ello en el Monte Aventino. En las inscripciones realizadas en monumentos conmemorativos aparece Júpiter Doliqueno como la deidad que manda erigirlos y se puede observar que los fieles al culto se clasificaban en una ordenada jerarquía en la que sus miembros parecen ser todos varones.

"A la Buena Fortuna

Por orden de Júpiter Óptimo Máximo Doliqueno, el eterno custodio de todo el cielo y la superior deidad, conservada e invicta, L. Tettius Hermes, caballero romano y candidato y patrono de este lugar, ha donado para su propia bienaventuranza y de la de Aurelia Restituta, su esposa, y de la de Tettia Pannuchia, su hija y de los suyos y de Aurelius Lampadus, su hermano queridísimo, y para la bienaventuranza del sacerdote y candidato venerador de este lugar, una placa de mármol con podio y columnas. A estos ha elegido Júpiter Optimo Máximo Doliqueno para servirle: M. Aurelius Oenopio Onesimus, con el prenombre de Acacius, el notaro, y Septimius Antonius, con el prenombre Olympius, el padre de los candidatos, los patronos, queridísimos hermanos y los honorabilísimos colegas Aurelius Magnesius, Aurelius Serapiacus, Antonius Marianus, Marcus Iulius Florentinus, Erster de este lugar, y Aurelius Severus, el veterano y responsable del templo y Aurelius Antiochus, el sacerdote. Geminius Félix y Vibius Eutychianus los portadores del dios, Cornelius Crescentianus….."

Estela con Júpiter Doliqueno entre otras divinidades orientales. Museos Capitolinos, Roma

En Siria se inició un culto en la ciudad de Heliópolis a un dios que los romanos llamaron Júpiter Heliopolitano, al que parece que asimilaron al sol y que pudo proceder de Egipto.

"De donde resulta evidente que ambos dioses han de ser considerados una sola divinidad. Asimismo, los asirios, en la ciudad que llaman Heliópolis, adoran con grandiosos ceremoniales al sol, bajo el nombre de Júpiter, al que califican como Zeus Heliopolitano. La estatua de este dios fue adquirida de la ciudad egipcia llamada igualmente Heliópolis, cuando Senemur —o tal vez se llamaba Senepo— reinaba en Egipto." (Macrobio, Saturnales, 23, 10)

Júpiter Heliopolitanus.
Museo Metropolitan, Nueva York


Esta deidad posiblemente asociada a la agricultura se representaba sin barba, con una ajustada túnica en la que aparecían las imágenes posiblemente de otros dioses, una especie de sombrero semejante a un cesto o un modio (medida de capacidad), con un látigo en la mano derecha (según Macrobio) y un haz de trigo en la izquierda; se acompaña de un toro a cada lado. Su imagen se sacaría en procesión al igual que se hacía con la de muchos dioses en el ámbito mediterráneo. El Júpiter Heliopolitano parece haber sido venerado desde los tiempos de Augusto cuando se instalaron en Heliópolis (actual Baalbek, Líbano) algunos veteranos y pudo haber sido asimilado a un antiguo dios sirio.

"Ahora bien, apreciamos que Júpiter y el sol son uno mismo no sólo a partir del propio ritual de las ceremonias, sino también a partir de la representación del dios. En efecto, la estatua de este dios, de oro, le representa de pie e imberbe, la diestra alzada con un látigo a la manera de un auriga, la izquierda empuñando rayo y espigas, atributos todos estos que muestran el poder compartido de Júpiter y del sol. Además, el culto de este templo destaca por la adivinación, que se asocia a la esfera de poder de Apolo, dios que se identifica con el sol. De hecho, en Heliópolis, su estatua se lleva sobre unas andas, tal como se llevan las estatuas de los dioses en la procesión de los juegos del circo; y los porteadores son generalmente notables de la provincia, con la cabeza rasurada, purificados por una larga continencia, y son guiados por el espíritu del dios, portando la estatua no adonde ellos quieren, sino adonde les empuja el dios, como vemos que en Ancio las estatuas de las Fortunas se mueven para dar las respuestas oraculares." (Macrobio, Saturnales, I, 23, 12)

Júpiter Heliopolitano,
Museo del Louvre, París

Júpiter Serapis fue una divinidad nacida de la asimilación de Júpiter, dios supremo de la religión romana (el Zeus de los griegos), a Serapis, de origen greco-egipcio, el cual también fue considerado como dios supremo del Estado y una divinidad cósmica. Se acudía a él para conocer su oráculo y se le hacía invocaciones para pedir la sanación. El culto de Serapis, dios nacido del sincretismo entre Osiris y Apis, se inició bajo Ptolomeo I Soter tras consolidar su poder sobre tierras egipcias, pues la nueva capital, Alejandría, necesitaba una divinidad tutelar que aunara de igual manera elementos de la tradición egipcia y caracteres griegos aceptables para los habitantes helenos.

Júpiter Serapis. Foto Casa Christie´s

Siguiendo a Elio Arístides, quien dedicó un discurso a Zeus y otro a Serapis en el siglo II d.C. Zeus es el dios creador del Universo y responsable de su buen funcionamiento. Como dios omnipotente ejerce su poder sobre los demás dioses y los hombres a los que concede el don de la civilización y se presenta como un dios benévolo, sabio y justo.

"Zeus es el padre de todo, tanto del cielo como de la tierra, de los dioses y los hombres, de los animales y plantas. Gracias a él vemos y tenemos todo lo que tenemos. Él es el benefactor, el patrono y el supervisor de todo. Él es el presidente, el conductor y el administrador de todo lo que existe y de todo lo que está por existir. Él es el dispensador de todo. Él es su autor. Puesto que él es quien concede la victoria en las asambleas y los tribunales se le invoca como «Zeus del Agora». Porque la concede en las batallas, como «Dispensador de la Victoria». Puesto que presta auxilio en las enfermedades y en todas las circunstancias, «Salvador». Él es Libertador. Él atiende a quienes les invocan — naturalmente, puesto que es padre— . Él es Rey, Protector de la Ciudad, Accesible, Dios de la Lluvia, Celeste, Corifeo y todas las otras advocaciones que él nos descubrió, y que son grandes nombres y adecuados a su ser. Él es quien posee el principio, el fin, la medida y la oportunidad de todo. En todas partes él es igualmente poderoso sobre todos. Él es el único que podría decir lo que se debe sobre él, porque es el dios que ha recibido la mayor parte." (Elio Arístides, Discurso XLIII, 29)

Zeus o Júpiter Serapis.
Museo Metropolitan, Nueva York

En lo que respecta a Serapis, este dios tiene en su poder el cuidado del alma y el cuerpo de los hombres, así como de todo lo que rodea su vida, y comparte con Zeus la sabiduría, la justicia y la benevolencia, junto con la capacidad de traer la armonía al mundo. Es un dios poderoso, pero creado por Zeus y por tanto inferior a él. Sus seguidores participarían de unos ritos mistéricos, los cuales no se daban en el culto a Zeus o Júpiter.

"Además, también Serapis es el único que sin guerras, luchas ni peligros otorga la posesión de riquezas que, junto con la salud, es lo más importante para los hombres. Así pues, él se muestra propicio a lo largo de toda nuestra vida y ninguna parcela se descuida por este dios *** Él mismo todo lo examina e interviene en todos los asuntos, empezando por el alma y terminando por los bienes materiales. Él ha hecho de nuestra vida una suerte de armonía y la ha compuesto con sus dones, haciendo que se ame la sabiduría gracias a la salud, convirtiendo a la salud en un bien aún más agradable gracias a los bienes materiales, y uniendo y consolidando los extremos de la vida con un elemento central, como si fuera una traviesa, al sumar a los bienes del alma la salud y la posesión de riqueza. ¿Cómo no debemos invocarlo en los grandes festivales y durante todos los días como protector, salvador de todos los hombres y dios autosuficiente?" (Elio Arístides, Discurso XLV, 19)

Júpiter Serapis. Museo del Bardo, Túnez

El culto a Serapis se propagó por todo el Mediterráneo gracias al comercio y la navegación entre territorios. En Roma estaba ya instalado en la época de la república, aunque sufrió algunas persecuciones, lo mismo que durante los primeros años del imperio. Fue Calígula el emperador que permitió que los cultos egipcios recuperasen su lugar en Roma. El mayor apogeo del culto a Serapis fue durante los siglos II y III d.C. cuando los emperadores emitieron monedas con sus efigies y la figura de Serapis como dios protector, la cual había adoptado ya la iconografía del Zeus griego y el Júpiter romano, aunque añadiendo un rasgo característico suyo, el calathus o modio en la cabeza como símbolo de fertilidad.


Busto de Júpiter Serapis en alabastro.
Museo Arqueologico de Florencia, Italia




Bibliografía

Los Ludi en la Roma arcaica, Jorge Martínez.Pinna
Júpiter Óptimo Máximo en la propaganda de Augusto y Vespasiano: Justificación religiosa de dos fundadores dinásticos, Diego M. Escámez de Vera
Serapis: el dios sincrético, Verónica Reyes Barrios
Culto al servicio del poder: Serapis, dios sincrético del Mediterráneo, Sergio López Calero
La construcción del Dios Único: Zeus y Serapis a través de los Discursos de Elio Aristides, Elena Cerón Fernández
Optimus Maximus en la literatura latina antigua, Beatriz Antón y Cristina de la Rosa
Tito Flavio Vespasiano y Júpiter Óptimo Máximo: la justificación propagandístico-religiosa de una nueva dinastía imperial en Roma, Diego M. Escámez de Vera
The Cult and Temple of Jupiter Feretrius, Lawrence A. Springer
Capitoline Jupiter and the historiography of roman world rule, Alexander Thein
Ex Asia et Syria: Oriental Religions Oriental in the Roman Central Balkans, Nadežda Gavrilović Vitas
The Cult of Jupiter and Roman Imperial Ideology, J. Rufus Fears
The Same, but different: the temple of Jupiter Optimus Maximus through time, Ellen Perry
Jupiter Dolichenus, Charles S. Sanders
Jupiter Optimus Maximus Dolichenus and the Re-Imagination of the Empire: Religious Dynamics, Social Integration, and Imperial Narratives, Lorand Deszpa
Rome, Diplomacy, and the Rituals of Empire: Foreign Sacrifice to Jupiter Capitolinus, Larisa Masri
Jupiter, Venus and Mercury of Heliopolis (Baalbek): The images of the “triad” and its alleged syncretisms, Andreas J. M. Kropp
Jupiter's Legacy: The Symbol of the Eagle and Thunderbolt in Antiquity and Their Appropriation by Revolutionary America and Nazi Germany, Justin S. Hayes



domingo, 12 de noviembre de 2023

Matrimonium, el matrimonio en la antigua Roma

 

Hércules y Ónfale, Museo Nacional de Nápoles. Foto Stephano Bolognini

En la sociedad romana, el matrimonio era la unión de dos personas de distinto sexo, con la intención de ser marido y mujer, de procrear y educar a sus  hijos y mantener una vida en común. Para que el matrimonio existiese debía darse la convivencia del marido y la mujer y la intención de establecer una relación duradera ente ambos (lo que se denominaba affectio maritalis).

“Matrimonio es la unión de un hombre y una mujer, que forman una asociación durante toda su vida y se implican en el común disfrute de privilegios humanos y divinos.” (Digesto, XXIII, 2, 1)

 

Estela funeraria de un matrimonio. Museo de la Romanidad, Nimes, Francia

El derecho romano exigía varios requisitos para que el matrimonio fuera válido. Para que la unión tuviera el carácter de matrimonium legitimum, se requería que los cónyuges gozaran del ius connubii o aptitud legal para unirse en matrimonio. En los primeros tiempos sólo eran titulares de tal derecho los ciudadanos romanos, por lo cual quedaban excluidos de las nupcias los peregrinos, los latinos y los esclavos. Con la concesión de la ciudadanía a todos los súbditos del Imperio, por la célebre constitución de Caracalla del año 212, el connubium se extendió a los extranjeros y latinos.

Otro presupuesto fundamental del matrimonio era haber alcanzado la aptitud sexual para poder procrear, que el derecho romano estimaba que para la mujer era a los doce años y para el hombre a los catorce.

“Con aquella condescendencia de Licurgo para con las doncellas, guardaba conformidad lo relativo a los esponsales, casándolas ya crecidas y robustas, para que de una parte la unión hecha, cuando ya la naturaleza la echaba menos, fuese principio de cariño y amor, y no de odio y de miedo que contra la naturaleza las violentase; y de otra los cuerpos tuviesen bastante vigor para llevar el preñado y los dolores; como que el matrimonio no tenía otro objeto que la procreación de los hijos; pero los Romanos las casaban a los doce años, e, incluso, más jóvenes, porque así el cuerpo y las costumbres iban más sin vicio y sin siniestro alguno al poder del marido. Déjase conocer, que lo primero miraba más a lo físico por la procreación de los hijos, y lo segundo a las costumbres por haber de vivir juntos.” (Plutarco, Comparación de Licurgo y Numa Pompilio, 4)


Ilustración de Angelo Todaro

El consentimiento de los contrayentes era para la ley romana un elemento vital del matrimonio. También se necesitaba el consentimiento del paterfamilias cuando alguno de los futuros cónyuges fuera alieni iuris (cualquier persona sometida a la autoridad del pater familias), y con respecto al varón, de todos aquellos, padre o abuelos que, no teniendo la cualidad de pater en el momento de las nupcias, pudieran eventualmente ejercer potestad sobre él. En el caso de la mujer el consentimiento no era requerido a su padre, porque los hijos que nacieran de la unión matrimonial no iban a formar parte de su familia, sino de la del marido. El consentimiento, ya fuera expreso o tácito, podía ser negado por el pater, hasta que la lex Iulia autorizó la intervención del magistrado cuando la negativa no estuviera justificada. Para las mujeres sui iuris (no sometidas a la autoridad del pater familias), menores de veinticinco años, el derecho imperial autorizó el consentimiento de la madre a falta del paterno, y hasta llegó a admitir el de los parientes próximos en caso necesario.

“Por todo lo cual, ¿qué matrimonio, oh presentes, puede haber más concorde que el de un sacerdote con una sacerdotisa?

Todos acogieron con vítores su discurso y le desearon los mejores auspicios para su boda. Entonces volvió a tomar la palabra y dijo:

—Os agradezco vuestro favor; pero también sería conveniente preguntar a la muchacha su opinión en este asunto. Si hiciera uso del derecho que me da mi autoridad, sería del todo suficiente el quererlo yo; porque a quien le es posible obligar, preguntar le resulta superfluo. Ahora bien, en una boda es necesario el consentimiento de ambos. — Y dirigiéndose a ella, le preguntó expresamente— : ¿Cuál es, pues, tu opinión acerca de nuestra boda? —al tiempo que le pedía explicaciones sobre su identidad y su familia.”
(Heliodoro, Etiópicas, I, 21)


Vista de un sarcófago con una escena entre Aquiles y Polixena. Museo del Prado, Madrid

Para que las nupcias fueran legítimas había que evitar ciertas situaciones que provocaban obstáculos legales y que tenían origen ético, social, político o religioso.
Según el derecho romano no podían contraer matrimonio los castrados y los esterilizados, aunque sí podían los nacidos impotentes. Tampoco podían casarse los que estuvieran ya casados anteriormente.

“Helvio Cinna, tribuno de la plebe, confesó a muchas personas haber tenido escrita y preparada una ley, que Cesar le había mandado presentar en su ausencia, por la que se le permitía, a fin de procurarse descendencia, desposar a su libre elección a cuantas mujeres quisiera.” (Suetonio, Julio César, 52, 3)


Estela funeraria de Viria Phoebe y C. Virius Alcimus. Museo Británico, Londres

Entre otros impedimentos tenía especial importancia el parentesco. En el antiguo derecho la prohibición en línea recta -natural o adoptiva- se extendía hasta el infinito, en tanto que en la colateral llegaba hasta el sexto grado. Justiniano prohibió el matrimonio de padrino y ahijada, en razón del vínculo espiritual que existía.

“Las personas relacionadas como ascendientes y descendientes no pueden casarse legalmente entre sí. Por ejemplo, padre e hija, abuelo y nieta, madre e hijo, abuela y nieto, y así hasta el infinito, y tal unión es criminal e incestuosa. Y la ley es tan absoluta que las personas relacionadas como ascendentes y descendentes por adopción tienen prohibido el matrimonio entre ellos de tal forma que la disolución de la adopción no evita la prohibición y una hija o nieta adoptiva no puede ser tomada como esposa tras la emancipación.
Las relaciones colaterales también están sujetas a prohibiciones similares, aunque no tan severas. Está prohibido casarse entre hermanos, incluso si solo comparten un progenitor, pero, aunque una hermana adoptiva no puede convertirse en la esposa de un hombre mientras se mantenga su adopción, no habrá impedimento para casarse si la adopción de ella se disuelve con su emancipación, o si el hombre está emancipado. Por tanto, si un hombre desease adoptar a su yerno, primero debería emancipar a su hija, y si desease adoptar a su nuera debería primero emancipar a su hijo.”
(Justiniano, Instituciones, I, 10, 1-13)

Pintura de Alma-Tadema

La diferencia de clases sociales excluía también la posibilidad de matrimonio. Se sabe que por el derecho antiguo estaban prohibidas las nupcias entre patricios y plebeyos, prohibición que fue ratificada por las XII Tablas y que más adelante desapareció por la lex Canuleia del año 445 a. C. También estuvo vedado el matrimonio entre ingenuos y libertinos hasta la sanción de la lex Iulia et Papia Poppaea del tiempo de Augusto. Había impedimento para que las personas de dignidad senatorial y sus hijos contrajeran nupcias con quienes ejercían profesiones u oficios deshonrosos, como los actores, histriones, gladiadores, dueños de casas de prostitución, etcétera. El emperador Justino abolió esta disposición para posibilitar el matrimonio de su sobrino Justiniano con Teodora, mujer que había habitado el Embolum, famoso pórtico de la prostitución, donde ella después hizo levantar el templo de San Pantaleón. Justiniano dispuso con esta reforma que independientemente de la dignidad que ostentara el marido podía casarse con una mujer de cualquier clase o profesión.

“La constitución de Leo, de bendita memoria, estará vigente en todos los casos no mencionado aquí. Sin embargo, no queremos mantener la ley de Constantino, de bendita memoria, escrita para Gregorio, y de la interpretación hecha de ella por Marciano, de bendita memoria, por la que los matrimonios de mujeres, a las que la ley Constantiniana llama abyectas, con hombres honrados con las mayores dignidades, están prohibidos, sino que damos el derecho a aquellos de los más notables que lo deseen de contraer matrimonio con dichas mujeres con firma de documentos matrimoniales. Otros no honrados con alguno de estos méritos tendrá derecho a contraer matrimonio con la firma de documentos o simplemente por el afecto conyugal, siempre que las mujeres sean libres y también aquellos con los que ellas pudieran contraer matrimonio.” (Código de Justiniano, 117, 6)


Pintura de Louis Hector Leroux

Una vez realizado el matrimonio la mujer debía habitar la casa del marido, que constituía su domicilio legal. Los cónyuges se prometían fidelidad, aunque la infidelidad de la esposa se trataba con más severidad, pues la mujer adúltera cometía un delito público que se castigaba con dureza; en cambio, el adulterio del marido, siempre que no tuviera lugar en la ciudad del domicilio conyugal, no era causa de divorcio.
La esposa, además, estaba obligada a seguir al esposo siempre, a menos que él se hubiese convertido en reo de algún delito. La esposa adquiría el nombre y la dignidad de su cónyuge, los que conservaba, aunque quedara viuda, mientras no se casase de nuevo.


Estela funeraria de L. Antistius Sarculo y Antistia Plutia. Museo Británico, Londres

 El marido tenía que ofrecer protección a su mujer y representarla ante la justicia. Un cónyuge no podía ejercer acción alguna que trajera aparejada una pena infamante contra otro. En materia civil, la condena que obtuviera uno de los esposos en un juicio entre ambos, estaba limitada por un beneficio que impedía que se privara al vencido de lo necesario para subsistir de acuerdo con su condición social. Los cónyuges debían proporcionarse alimentos el uno al otro, por lo cual, en caso de necesidad, estaban obligados a suministrarse comida, vestido, habitación, etcétera. La cantidad se determinaba según las posibilidades económicas del que los debía prestar y de las necesidades del esposo que iba a recibirlos.

“A Protarchus de Thermion, hija de Apion, con su tutor Apollonius, hijo de Chaereas, y de Apollonius, hijo de Ptolemaus. Thermion y Apollonius, hijo de Ptolemaus afirman que han decidido compartir una vida en común, y el dicho Apollonius, hijo de Ptolemaus reconoce que ha recibido de Thermion en mano una dote de un par de pendientes de oro que pesan 3 cuartos y (…) dracmas de plata; y desde ahora Apollonius, hijo de Ptolemaus proporcionará a Thermion, como esposa suya, todo lo necesario y ropa en proporción a sus medios y no la maltratará o la echará, ni la insultará ni traerá otra esposa, o de lo contrario devolverá la dote incrementada en la mitad, y Thermion cumplirá sus deberes con su esposo y su vida en común y no se ausentará de la casa por una noche o un día sin el consentimiento de Apollonius, hijo de Ptolomeus, ni le deshonrará, ni dañará su casa común, ni se juntará con otro hombre, pues si es hallada culpable de alguna de estas acciones tras un juicio, se le despojará de la dote, y además a la parte transgresora se le impondrá la sanción correspondiente.” (Contrato matrimonial, BGU 1052 13 a.C.)

Museo Nacional Romano, Termas de Diocleciano

Desde el antiguo derecho de Roma las mujeres casadas solían entrar a formar parte de la familia del marido, colocándose bajo su potestad y dejando de estar bajo la autoridad del pater familias de su propia familia. Esto se producía mediante la fórmula del matrimonio cum manu.

Para que el marido adquiriera tal potestad se requería un acto legal que podía desarrollarse de tres formas:

“Antiguamente hubo tres formas de matrimonio cum manu.” (Gayo, Instituciones, I, 110)

La confarreatio era una solemne ceremonia religiosa en la que los desposados hacían unos votos ante diez ciudadanos romanos que actuaban como testigos y ante el gran pontífice y el flamen dialis (sacerdote de Júpiter). Los novios ofrecían un sacrificio y compartían un pan de trigo (panis farreus). La mujer desde entonces era admitida en la comunidad familiar del pater de su esposo, bajo la potestad del cual quedaba.


Ilustración de Angelo Todaro

Este rito era propio de los ciudadanos de la clase aristocrática de la sociedad romana y a partir de la promulgación de la ley Canuleya del año 445 a.C., que autorizaba matrimonios entre patricios y plebeyos, la confarreatio fue casi excepcional, y se reservó para los miembros de la clase senatorial.

Se exigía todavía a fines de la República para que los hijos del matrimonio pudieran ser sacerdotes mayores, hasta que el emperador Tiberio abolió los efectos civiles de la confarreatio.

“La confarreatio, otro modo en que se origina la manus, es un sacrificio ofrecido a Júpiter Farreus, en el que se usa una torta de trigo, de la cual se deriva el nombre de la ceremonia, y se hacen otros actos solemnizados con fórmulas orales, en presencia de diez testigos y esta ley está todavía en uso, porque las funciones de los sacerdotes mayores, es decir, los flamines de Júpiter, de Marte, de Quirinus, y los deberes del rey ritual, solo pueden ser realizados por personas nacidas de matrimonios con el rito de confarreatio. Tampoco puede ninguna persona ostentar un cargo sacerdotal si no está casada por confarreatio.” (Gayo, Instituciones, I, 112)


Ilustración de North Wind Picture Archives

La coemptio era una forma de adquirir la conventio in manum que recuerda a las más antiguas costumbres de la humanidad cuando el matrimonio se realizaba mediante una compra. En Roma consistía en una venta ficticia de la mujer al esposo, o a quien ejercía la potestad sobre él. Esta venta la realizaba el padre, o quien tuviera potestad sobre ella, si era alieni iuris; o la mujer misma, si era sui iuris, con la autorización de su tutor, de modo que por tal venta la mujer pasaba a ser propiedad del marido o de aquel bajo cuya potestad este viviera.

“Con la coemptio el derecho de la manus sobre una mujer corresponde a una persona a quien es llevada mediante una venta imaginaria. Porque el esposo compra a la esposa que queda bajo su poder en presencia de al menos cinco testigos, ciudadanos romanos por encima de la edad de la pubertad, además de un encargado de la balanza.” (Gayo, Instituciones, I, 113)

Tal venta se realizaba en presencia de cinco testigos por lo menos, ciudadanos púberes, y de otro ciudadano de la misma condición, encargado de pesar el metal con que se pagaba la compra. La coemptio va también haciéndose infrecuente ya en la época de Cicerón como consecuencia de la aversión que sienten las mujeres hacia el matrimonio cum manu.


Belerofonte y princesa Filonoe. Ilustración de suburbanbeatnik, DeviantArt

Cuando el matrimonio se celebraba sin las formalidades de la confarreatio o de la coemptio, el marido podía adquirir la manu por el usus, es decir, con la convivencia ininterrumpida de la pareja durante un año entero, con el consentimiento del padre o tutor de la mujer. Al cabo de ese tiempo el hombre adquiría el derecho de propiedad sobre la mujer, como si ésta fuera un objeto. La mujer, según la ley de las III Tablas, podía interrumpir esta propiedad ausentándose del hogar común todos los años, durante tres días con sus noches (trinoctium). Este modo arcaico de adquirir la potestad marital no sobrevivió al fin de la época republicana y fue el emperador Augusto quien lo abolió totalmente.

“El marido podía adquirir la manu por el usus tras un año entero de cohabitación ininterrumpida. Tal posesión anual implicaba un tipo de usucapión (derecho de adquisición por posesión temporal), e introducía a la mujer en la familia del marido, en la cual se le daba el estatus de una hija. Asimismo, la ley de las XII tablas decretaba que una esposa que deseaba evitar estar sujeta a la manus del esposo debería ausentarse tres noches al año de su casa para evitar la usucapión anual: pero el total de esta ley ha sido parcialmente abolida por estatuto, o parcialmente eliminada por falta de uso.” (Gayo, Instituciones, I, 111)


Pintura de Pompeya. Museo Británico, Londres

Los romanos conocieron junto al matrimonio cum manu, las iustae nuptiae sine manu, que fueron un medio para que el pater familias se procurase los hijos que deseara sin agregar a su familia la mujer que se prestaba a dárselos. Tras la decadencia de la manu maritalis, se hace frecuente la práctica del matrimonio sine manu, en el que, al no tener el marido poder alguno sobre la mujer, ésta quedaba en la misma situación familiar y patrimonial que tenía antes de las nupcias. En consecuencia, si era alieni iuris al tiempo de contraer matrimonio, continuaba sometida a la potestad de su padre, en tanto que, si tenía calidad de sui iuris, debía nombrársele un tutor. Su marido no era su tutor legítimo, y tampoco podía nombrar al tutor de la propia mujer.

La mujer casada podía tener patrimonio propio en función del tipo de matrimonio escogido. Si una mujer alieni iuris contraía matrimonio cum manu, ella no poseía ningún patrimonio, pero si lo contraía sine manu, el patrimonio adquirido tras el matrimonio revertía al de su padre por no haberse alterado la relación jurídica. Pero si la mujer era sui iuris, en un matrimonio cum manu sus bienes eran absorbidos, al pasar todo lo que tenía con anterioridad al matrimonio y lo que adquiriese en un futuro al marido o al padre de este. Por lo tanto, en este caso no tendría un patrimonio propio, sino que se produciría la constitución de una comunidad de bienes con su marido. Si el matrimonio era sine manu, la mujer conservaba todos sus bienes anteriores y posteriores al matrimonio, sin que el marido tuviese poder sobre su patrimonio.

“Pero, por otra parte, existe la grave injusticia cometida contra Andrón Sextilio y que es intolerable. Habiendo muerto su mujer Valeria sin testamento, Flaco se ocupó de todo, como si la herencia le perteneciera a él en persona. Me gustaría saber qué mal hay en eso. ¿Es que pretendía algo sin razón? ¿Cómo lo pruebas? «Era mujer», dice, «de condición libre». iVaya hombre entendido en derecho! ¿Qué? ¿No se pueden recibir legalmente herencias de mujeres de condición libre? (Había pasado a depender legalmente de su marido», responde él. Ahora comprendo; pero pregunto: ¿fue por cohabitación o por contrato? Por cohabitación no puede ser, porque nada se puede sustraer de la tutela legal sin el consentimiento de todos los tutores. ¿Por contrato? Luego con la aprobación de todos los tutores; entre los cuales, ciertamente, no dirás que se hallaba Flaco.” (Cicerón, En defensa de L. Flaco, 84)


Estela funeraria,Ostia, Italia

La regla básica del matrimonio romano consistía en que el marido (o, eventualmente su paterfamilias) tenía la obligación de encargarse en solitario de los gastos derivados del mantenimiento de la casa y los miembros de su familia directa con todo su patrimonio con independencia de que la esposa hubiera entrado en el seno de su familia mediante conventio in manum o no. No obstante, con la finalidad de que el cumplimiento de tal deber no resultase tan costoso, la costumbre imponía que la mujer (o una tercera persona en su nombre, que solía ser el paterfamilias) realizase aportaciones patrimoniales al marido (o a su paterfamilias) para fortalecer y mejorar la situación económica de la comunidad conyugal, así como colaborar a su sostenimiento.

“Aunque tú seas un hombre muy moderado en tus dispendios, y hayas educado a tu hija como convenía a una hija tuya, nieta de Tutilio, dado que se va a casar con una persona muy distinguida, Nonio Celere, a quien el desempeño de sus deberes públicos le impone una cierta necesidad de brillo personal, ella debe ser dotada de la ropa y la servidumbre adecuadas a la posición social de su esposo, cosas que, aunque ciertamente no aumenten la dignidad, sin embargo, la adornan y la completan. Se que eres una persona muy rica en bienes del espíritu, pero de recursos económicos limitados. Por ello, reclamo para mí una parte de tu carga, y como un segundo padre de nuestra muchacha le asigno una cantidad de cincuenta mil sestercios; y le asignaría una cantidad mayor, si no estuviese seguro de que solo con la modestia de mi pequeño regalo se puede conseguir de tu dignidad que no lo rechaces. Adiós.”
(Plinio, Epístolas, VI, 32)

Pintura de Alma-Tadema

La costumbre de la dote es probable que naciese con la formalización del matrimonio cum manu, para compensar a la mujer por la pérdida de derechos sucesorios que sufría (como consecuencia de la conventio in manum) al romper el vínculo agnaticio (relación familiar por línea paterna) con su familia de origen. Más tarde, al generalizarse el matrimonio sine manu (o matrimonio libre), la dote se extiende a este, teniendo como objetivo ayudar a sostener las cargas matrimoniales, o en contribuir a los gastos del hogar doméstico.

En las épocas antigua y clásica no había una obligación jurídica de constituir la dote, ya que el hecho de dotar era considerado como un deber moral y social, sobre todo para el padre de la mujer, hasta el punto de que no se concebía un matrimonio sin dote. De hecho, durante todo el periodo clásico no hubo obligación legal por parte de la mujer de constituir la dote, ni para el padre de la mujer, ni para la mujer misma si era sui iuris, ni para sus parientes más cercanos, pero, sin embargo, todos ellos estaban obligados por un compromiso moral y social.


Pintura de Giovanni Muzzioli

Es con una constitución de Caracalla y Septimio Severo cuando la dote pasa a ser una obligación jurídica para el padre de la mujer (ya que hasta entonces simplemente había sido una obligación moral), consistente en realizar una aportación patrimonial. Esta obligación jurídica acabó alcanzando a otras personas, como a la propia mujer, la madre o el hermano consanguíneo.

“A la buena Fortuna. Aurelia Thaesis, hija de Eudaemon y de Herais, de Oxirrinco, junto a Aurelius Theon también llamado Nepotianusy tal como se ha estipulado, ha dado su hija Aurelia Tausiris en matrimonio a Aurelius Arsinous, hijo de Tryphon y Demetria, de dicha ciudad, a quien se le entrega como dote de la novia, en oro común según la norma de Oxirrinco un collar del tipo maniaces con una piedra, que pesa sin la piedra trece cuartos, un broche con cinco piedras engastadas en oro, que pesa sin las piedras cuatro cuartos, un par de pendientes con diez perlas, que pesan sin las perlas tres cuartos, un anillo pequeño de medio cuarto, y de ropa, una capa dalmática plateada con un valor de 260 dracmas, una túnica blanca con rayas y borlas, con un valor de 160 dracmas, otra capa dalmática, blanca con borde púrpura, con un valor de 100 dracmas,…el novio Aurelius Arsinous reconoció que había recibido de Aurelia Thaesis, todo lo anteriormente mencionado en su justo peso y valor. Por tanto, que los esposos vivan juntos sin culpa, cumpliendo los deberes del matrimonio, y que el esposo provea a la esposa con todo lo necesario según sus posibilidades. Año 7 de los Emperadores Valeriano y Galieno.” (Papiro Oxirrinco 1273)

Detalle de mosaico de la villa de Noheda, Cuenca, España

En la época arcaica y en el periodo preclásico, la propiedad de la dote correspondía al marido, tanto en el matrimonio cum manu como en el sine manu, por su carácter funcional de ayudar a sostener las cargas del matrimonio. En el caso de que la mujer fuera sui iuris y el matrimonio cum manu, sus bienes pasaban de forma automática al patrimonio del marido, puesto que la mujer carecía de capacidad patrimonial. Si la mujer era alieni iuris, o el matrimonio era sine manu, era necesario un acto de entrega al marido de los bienes destinados a contribuir las cargas del matrimonio.

A finales de la época republicana la dote se considera un conjunto de bienes propio de la mujer, a la cual se tendrá que restituir en el caso de que se disuelva el matrimonio. Con la legislación de Justiniano se establecen claramente los derechos de la mujer y de su familia sobre la dote, tanto durante el matrimonio como en el caso de que se tenga que devolver por disolución del vínculo conyugal.

“Pero si, Dios no lo quiera, debido a desavenencias tiene lugar la separación del matrimonio, el esposo restituirá al que entregó a la novia, si todavía vive, o, si no, a la esposa, la mencionada dote íntegra en 60 días desde la fecha de la demanda, los objetos de oro de acuerdo a sus pesos, de la ropa se podrá elegir entre aceptar recuperarlas con la valoración que se haga entonces y recibir lo que reste en plata o aceptar la cantidad de la mencionada valoración, y el desgaste de estos objetos será adeudado al esposo. Si en el momento de la separación la esposa está embarazada, el esposo pagará por los gastos del parto 40 dracmas. Al exigir la devolución de la mencionada dote los representantes de la esposa tendrán el derecho de ejecución sobre el esposo y sobre su propiedad…” (Papiro Oxirrinco, 1273)


Pintura de Alma-Tadema

Con la llegada del cristianismo la Iglesia propuso un matrimonio que se fundaba en la igualdad de los cónyuges, de los que se requería a ambos su consentimiento, excluyendo el de los familiares, a la vez que fomentaba la familia matrimonial en vez de la patriarcal, basada en los antiguos lazos de parentesco. Otro pilar fundamental del matrimonio cristiano era su indisolubilidad; el vínculo matrimonial solo finalizaba con la muerte y el divorcio solo se daba en determinadas circunstancias.

Un nuevo matrimonio formaba parte de la comunidad cristiana a la que los cónyuges pertenecían y su unión respondía al cumplimiento de la voluntad de Dios. Por tanto, la validez de un matrimonio residía en la celebración de un acto jurídico, que solía ser la inscripción en unas tablas nupciales, y un acto religioso en la que un sacerdote bendecía la unión.

¿Por consiguiente debemos encontrar las palabras para expresar la felicidad de ese matrimonio que la Iglesia cimenta, y la ofrenda confirma, y la bendición firma y sella; de la que los ángeles llevan noticias al cielo, que el Padre da por ratificada? (Tertuliano, A su esposa, II, 8)


Estela funeraria de Nammonius Mussa y Kalandina, Graz, Austria

Sin embargo, aunque la Iglesia predicaba la igualdad de sexos ante el matrimonio, la realidad era que la sociedad y la cúpula eclesial consideraban a la mujer inferior al hombre y demandaban el sometimiento de la esposa a su marido.

“Debéis compartir todo, alegrías y penas por igual. El santo sacramento del matrimonio ha hecho que todo os pertenezca a partes iguales. Esto es especialmente importante en cuanto a los deberes y obligaciones en el hogar; solo así se construirá vuestro matrimonio sobre una sólida base. Dejad ambos que se sepan vuestros puntos de vista y opiniones, pero, al final, que tu marido tenga la última palabra.” (San Gregorio Nacianceno, Carta a su hija espiritual Olympiatha con ocasión de su matrimonio con Nevrithios, 384 d. C.)


Relieve con una escena de la boda entre Tetis y Peleo, Museo del Louvre

El matrimonio en Roma solía ir precedido de una promesa formal de celebrarlo, realizada por los futuros cónyuges o sus respectivos paterfamilias, que se llamaba esponsales (sponsalia), nombre que deriva de sponsio, contrato verbal y solemne que se usaba para completar la promesa. En un fragmento del Digesto se define a los esponsales como: "mención y promesa mutua de futuras nupcias" (Digesto, XXIII, 1, 1).

“iOh, que trágico y prematuro funeral! iOh, ese instante de la muerte más cruel que la propia muerte! Ya había sido prometida a un distinguido joven de buena familia, ya había sido señalado el día de los esponsales, y nosotros ya habíamos recibido las invitaciones para el acto.” (Plinio, Epístolas, V, 16)


Pintura de Alma-Tadema

En las primeras épocas el incumplimiento de los esponsales daba lugar a una acción de daños y perjuicios que se traducía en el pago de una suma de dinero, aunque su aceptación no duró mucho tiempo, ya que el incumplimiento de los esponsales era incompatible con la idea romana del matrimonio y cualquier convención en la que se prometiera una suma de dinero como pena resultaría ineficaz.

“En su libro titulado Las dotes, Servio Sulpicio escribió que en la región de Italia denominada Lacio los esponsales solían hacerse con arreglo a la siguiente costumbre y norma jurídica: “Quien iba a tomar esposa recibía, por parte de la familia de la que debía llevársela, garantías de que le sería entregada en matrimonio. A su vez, quien iba a llevársela formulaba también su compromiso [spondebat]. Este contrato de garantías [stipulatio] y promesas [spomio] se llamaba sponsalia [esponsales]. Entonces, la prometida se llamaba sponsa [esposa], y quien había prometido llevársela, sponsus [esposo]. Ahora bien, si después de tales garantías la sponsa no era entregada o el sponsus no quería casarse con ella, el firmante del contrato emprendía una acción legal en virtud de la promesa hecha [ex sponsu]. Los jueces intervenían. El juez preguntaba por qué motivo no había sido entregada o aceptada la sponsa. Si no apreciaba una causa justificada, calculaba una suma de dinero como fianza y, según los intereses afectados de quien debía entregar o recibir a aquella mujer, condenaba a pagar a quien había formulado la promesa de sponsio [spoponderat] o a quien había dado las garantías [,stipulatus erat]". Según Servio, esta ley de los esponsales fue observada hasta que fue concedida la ciudadanía a todo el Lacio en virtud de la ley Julia Esto mismo es lo que escribió Neracio en su libro Las nupcias.” (Aulo Gellio, Noches Áticas, IV, 4)

Pintura de Alma-Tadema

En el derecho clásico los esponsales tuvieron un carácter más ético-social que legal, especialmente por la imposibilidad de exigir su cumplimiento, aunque la promesa tenía efectos jurídicos, relacionados con la capacidad de los interesados para contraer esponsales y en el reconocimiento de relaciones personales entre las partes contrayentes.

En cuanto a la capacidad de los prometidos, se aplicaban los mismos requisitos e impedimentos que para el matrimonio, sin embargo, se permitió la celebración de esponsales antes de alcanzar la pubertad, aunque era necesario haber cumplido siete años. Se autorizó también que las viudas prometiesen nupcias antes de que hubiera transcurrido el año de luto.

“Para Aurelia María, una virgen, la más inocente y pura, que murió en paz con los justos y los elegidos, que vivió 16 años, 5 meses y 19 días; que había estado prometida con Aurelius Damatius por 25 días, Aurelius Ienisireus, un veterano y Sextilia , sus muy desgraciados padres hicieron esto para la hija más dulce y amada y en contra de sus oraciones sufrirán la pena más grande mientras vivan; santos mártires, cuidad de María.” (CIL 05, 01636)

En la tumba de Crepereia Tryphaena descubierta en Roma se encontró el cuerpo de una adolescente con su ajuar funerario que incluía un anillo de oro con una piedra en la que se puede leer el nombre de Filetus, muy probablemente su prometido, lo que indica que se habrían celebrado sus esponsales y el hallazgo de otro anillo con iconografía relativa al matrimonio y la aparición de una corona de mirto sobre su cabeza hace suponer que su casamiento estaría cercano.

Anillos de Creperia Tryphaena, Centrale Montemartini, Roma

En lo que respecta a las relaciones personales que los esponsales creaban entre los prometidos, el derecho romano otorgó consecuencias jurídicas que, en alguna medida, eran semejantes a las que se derivaban del matrimonio. De esta forma, los esponsales crearon un vínculo entre los parientes de los prometidos que constituyó un impedimento matrimonial; se prohibió realizar otra promesa de matrimonio, antes de disolver la anterior, bajo pena de infamia; se autorizó al prometido a perseguir por injurias a quien ofendiera a su futura esposa y se consideró adúltera a la prometida que no mantenía sus deberes de fidelidad.

En la época cristiana se impuso la costumbre de garantizar el cumplimiento de los esponsales, ya que el relajamiento de las costumbres hacía que los casos de ruptura injustificada de la promesa de matrimonio fueran muy frecuentes. A partir de entonces el ofrecimiento matrimonial se acompañaba con arras, que eran perdidas por la parte que las había entregado y no cumplía los esponsales, en tanto que la parte que las había recibido e incumplía el compromiso tenía que devolver, al principio el cuádruple y en el derecho de Justiniano la cantidad percibida, más otro tanto.

“Su prometida era Junia Fadila, bisnieta de Antonino, que más tarde se casó con Toxocio, un senador de la misma familia que pereció después de la pretura y del que aún se conservan obras en verso. Ella guardó las arras reales, que, según cuenta Junio Cordo —investigador de tales hechos—, dicen que fueron éstas: un collar de nueve perlas, una redecilla con once esmeraldas, un brazalete con un engarce de cuatro zafiros, además de los vestidos, todos regios y bordados en oro, y los demás adornos propios de los esponsales.” (Historia Augusta, Los dos Maximinos, 27, 6)


Detalle del mosaico de Cresis, Antioquía. Museo de Hatay,
Antakya, Turquía

Si las nupcias no se contraían las arras podían ser recuperadas, salvo que el prometido que había hecho los presentes hubiera roto el compromiso por su culpa. Cuando el matrimonio no se celebraba por muerte de uno de los contrayentes, debía restituirse la donación por entero al sobreviviente o sus herederos, a menos que hubiese mediado el beso esponsalicio (beso que el esposo da a la esposa en la confirmación de los esponsales que han contraído), en cuyo caso se recobraba la mitad.

En los tiempos más antiguos era costumbre por parte del novio prometido entregar al padre de la novia una joya, que podía ser un anillo, como promesa del futuro matrimonio. Ya en la república, se hizo costumbre entregarlo a la novia. El nombre dado a dicho anillo era annulus pronobus, el cual solía ser de hierro, que simbolizaba fuerza y duración. La aceptación de este anillo suponía el sometimiento de la futura esposa al esposo.

“Aquellos además que habían recibido anillos de oro porque iban en una embajada solo los llevaban en público, pero en sus casas los llevaban de hierro; esta es la razón por la que incluso ahora un anillo de hierro sin ninguna piedra se envía como regalo cuando se compromete.” (Plinio, Historia Natural, XXXIII, 4)

Es posible que ese anillo de hierro del que hablaba Plinio evolucionara con el
tiempo y fuera cada vez más elaborado, incluyendo metales como oro y plata, gemas y grabados.





Con el tiempo, las familias más pudientes entregaban anillos de oro como símbolo de su riqueza y estatus, aunque parece ser que solo se lucía en ocasiones especiales, cuando era preciso mostrarlo como símbolo de ostentación.

“Entre las mujeres incluso ha desaparecido aquella costumbre de nuestros antepasados que protegía la modestia y la sobriedad; cuando ninguna conocía el oro excepto en uno sólo de sus dedos, el que su esposo había ligado con el anillo nupcial.” (Tertuliano, Apologética, 6, 4)

En la propia ceremonia matrimonial era también posible hacer entrega de un anillo nupcial que podía llevar diversos símbolos relativos al matrimonio, como los rostros de los esposos, o bien unas manos derechas entrelazadas, e, incluso, mensajes deseando felicidad o salud o con los nombres de los contrayentes escritos.


Anillo de oro, siglo V,  Museo Británico, Londres

La representación de las manos derechas entrelazadas era considerada desde muy antiguo un símbolo de pacto y fidelidad y desde época de los Antoninos se tuvo como símbolo de la armonía conyugal.

“Querido Pánfilo, bien ves su hermosura y sus pocos años; y no ignoras que al presente ambas cualidades le resultan nocivas para custodiar su castidad y su fortuna. Debido a eso, yo, por esa tu diestra y por tu Genio, por tu fidelidad y por la soledad en que se va a encontrar esta, te conjuro que no la apartes de ti ni la abandones. Si yo te he amado como a un verdadero hermano, si esta siempre te ha apreciado como al que más y siempre se ha mostrado complaciente contigo en todas las cosas, yo te doy a ella como esposo, amigo, tutor y padre. Te lego los bienes que poseemos y los confío a tu lealtad”. Pone en la mía la mano de la muchacha; y expira en el acto. He recibido, pues, a Glicera como una prenda; y como la he recibido, así la guardaré.” (Terencio, Andria, I, 5)


Anillo de oro, siglo III

En referencia a esta armonía surgieron en la parte oriental del imperio unos anillos que llevaban inscrita la palabra omonoia, concordia en griego, acompañada habitualmente de otros motivos iconográficos relativos al cristianismo que imperaba en todo el territorio. Todo ello hacía referencia al hecho de que el matrimonio se realizaba por voluntad de Dios y debía seguir las directrices dadas por Cristo.


Anillo de matrimonio, siglo V-VI, foto Phoenix Ancient Art


Bibliografía

El matrimonio como estrategia en la carrera política durante el último tramo de la república, Santiago Castán Pérez-Gómez
Naturaleza jurídica del matrimonio: matrimonium y contractum como sinónimos durante siglos, Elisa Muñoz Catalán
Aspectos relativos al matrimonio en derecho romano y en derecho civil, Pablo Morales Solá
La dote en Roma, Miriam Sánchez Serrador
Análisis de la evolución del matrimonio a través del tiempo, Luis Pablo Angulo Vivanco y Anny Karina Carvajal Vivanco
La dextrarum iunctio y su evolución a los anillos de fede. Algunos ejemplos en gemas del Museo Arqueológico Nacional (Madrid), Elena Almirall Arnal
«His and Hers»: what degree of financial responsibility did husband and wife have for the matrimonial home and their life in common, in a Roman marriage?, John A. Crook
Roman Dowry and the Devolution of Property in the Principate, Richard P. Saller
The marriage alliance in the roman elite, Suzanne Dixon
To Have and to Hold: Marrying and Its Documentation in Western Christendom, 400–1600, Edited by Philip L. Reynolds and John Witte, Jr.