sábado, 17 de abril de 2021

Consecratio, el culto imperial en la antigua Roma



Estatua sedente de Augusto

En los reinos helenísticos el soberano se consideraba como una reencarnación de las divinidades y estaba acostumbrado a recibir honores durante su vida terrenal. Los fundadores de las ciudades eran venerados una vez fallecidos, y después de Alejandro Magno también los nuevos jefes del mundo helenístico empezaron a recibir honores divinos.

A través de su política religiosa, Alejandro ponía de relieve el carácter universal de su monarquía y su deificación, por encima de su carácter espiritual, debe ser entendida como un elemento más dentro de la política de unificación de su imperio, que estaba compuesto por pueblos de culturas y religiones muy distintas. El general macedonio era muy consciente de la importancia que una legitimación divina podía suponer para la conquista, control e integración de territorios tan heterogéneos como los que conformaban su imperio. Se presentó como heredero de personajes míticos, por ejemplo, de Dioniso en la India; y rindió culto a dioses egipcios y asiáticos. Este respeto que el macedonio mostró hacia otras creencias fue uno de los motivos que propiciaron que fuera aceptado con tanta facilidad en los nuevos territorios anexionados a su imperio.

“En general, con los bárbaros se mostraba arrogante y como quien estaba muy persuadido de su generación y origen divino, pero con los griegos se iba con más tiento en divinizarse… Alejandro, dentro de sí mismo, no fue seducido ni se engrió con la idea de su origen divino, sino que solamente quiso subyugar con la opinión de él a los demás.” (Plutarco, Alejandro, XXVIII)

Estatua de Alejandro Magno

Después de su muerte, Alejandro, consiguió ascender definitivamente a la categoría de dios, difundiéndose su culto por todo el imperio. Los reyes helenísticos y los emperadores romanos deseaban imitar el gobierno que el rey macedonio había puesto en práctica a lo largo de su campaña. Alejandro era la muestra de que este tipo de políticas eran posibles, por lo que los gobernantes posteriores no dudarán en establecer el culto a sus personas y proclamarse a sí mismos dioses en vida como forma de legitimar su autoridad y sus decisiones

“Según una historia bien difundida que se había enterado de que los árabes veneraban a solamente dos dioses, Urano y Dioniso; al primero porque era visible y contenía dentro de sí mismo a las luminarias celestiales, sobre todo al sol, de donde emana el mayor y más apreciado beneficio para todas las cosas humanas, y al segundo debido a la fama que adquirió debido a su expedición a la India. Por lo tanto, no se creía indigno de que los árabes le consideraran un tercer dios, ya que él había realizado proezas en ningún modo inferiores a las de Dioniso. Si lograba conquistar a los árabes, tenía la intención de concederles el privilegio de continuarse gobernando a sí mismos de acuerdo con sus propias costumbres, como ya lo había hecho con los indios.” (Arriano, Anábasis de Alejandro Magno, VII, 20)

Cuando Octavio llegó al poder como prínceps, los griegos empezaron a adorarlo, por un lado, para demostrarle su lealtad y, por otro, para emprender una comunicación directa con el soberano que les permitía desarrollar un creciente sentido de pertenencia al imperio.

Estatua thoracata de Augusto

Augusto, después de la victoria de Actium y de convertirse en dueño absoluto del poder, asumió la idea de transformar la vieja República en una institución monárquica, pero tomó conciencia de que el control de la vida política, de los ejércitos y de la plebe no era suficiente para garantizar el establecimiento de un nuevo sistema de gobierno y, sobre todo, su permanencia, sino que era necesario contar también con la ayuda de ciertos elementos religiosos, que le sirviesen para reforzar su prestigio de cara a sus conciudadanos.

El 16 de enero del 27 a.C. le fue concedido al emperador por el Senado el cognomen Augustus, título que le acercaba, a los ojos de los hombres, aún más al rango divino, y Augusto, consciente de ello, lo convirtió en su nombre personal, y lo utilizó en todo tipo de documentos, inscripciones, monedas, nombres de ciudades, etc. Todos los emperadores que le siguieron, sabedores también de la veneración religiosa que merecía la persona que lo llevara, lo asumieron como propio por lo que llegó a ser sinónimo de emperador.


Se inició a partir de entonces una forma de devoción hacia Octaviano Augusto, estando él con vida, cuando en distintas ciudades de la parte oriental del imperio se empezaron a decretar honores a su persona: en particular, en el año 29 a. C., algunas delegaciones de griegos de las provincias de Asia y Bitinia pidieron a Augusto permiso para instituir un culto provincial a su persona.

“Octavio mientras tanto, además de organizar muchas cuestiones, ordenó que fuera erigido un templo en honor de Roma y de su padre César, al que denominó Héroe Julio, tanto en Éfeso como en Nicea, las dos ciudades más ilustres de Asia y Bitinia y ordenó a los ciudadanos romanos que habitaban allí a rendirle los honores debidos. Por otra parte, permitió a los extranjeros, llamados griegos, la erección de un templo en su honor: los asiáticos en Pérgamo y los bitinios en Nicomedia. Estos hechos, que comenzaron en este momento, se repitieron con otros emperadores, no sólo entre los griegos sino entre todas las poblaciones sometidas a Roma. [Sin embargo], ninguno de los emperadores que recibieron estos honores se atrevió a hacer una cosa parecida en Roma o en cualquier otra ciudad de Italia; a aquellos que habían gobernado bien se les tributo después de muertos honores divinos y fueron adorados en un templo como héroes.” (Dion Casio, Historia de Roma, LI, 20, 6-8).

Augusto como pontífice máximo, Museo Nacional, Roma

En poco tiempo en las distintas provincias orientales empezaron a aparecer templos destinados al culto del emperador y de su familia, alrededor de los cuales se iban reuniendo las asambleas federales que congregaban las ciudades de lengua griega y de las cuales eran la máxima expresión política.

En una inscripción del año 9 a. C., encontrada en Priene, una ciudad comercialmente muy activa en Asia Menor, se puede leer como se conceden honores al emperador, en este caso, la aprobación de que el año nuevo comience en la fecha que se conmemora el cumpleaños de Augusto:

“Puesto que la providencia, que ha ordenado divinamente nuestra existencia, ha aplicado su energía y celo y ha dado vida al bien más perfecto en Augusto, a quien colmó de virtudes para beneficio del género humano, otorgándonoslo a nosotros y a nuestros descendientes como salvador, [...] por esta razón, con buena fortuna y seguridad, los griegos de Asia han decidido que el año nuevo debe empezar en todas las ciudades el 23 de septiembre, el día del cumpleaños de Augusto”.

Augusto togado, Museo del Prado, Madrid

Rendir culto al emperador era para estos pueblos una forma de expresar la lealtad y agradecer los beneficios recibidos al soberano, quien justificaba así sus poderes extraordinarios y aprovechaba la tradición cultural propia de estos pueblos para poder consolidar la nueva forma de gobierno que quería establecer.

Cada una de las diferentes comunidades que conformaban el imperio romano podía venerar al emperador con las tradiciones que considerara más convenientes, por el hecho de que no existía una normativa de cómo realizar esta veneración por parte del poder central de Roma, para no contradecir el mos maiorum, es decir, las costumbres de los antepasados, cuya recuperación en la vida cotidiana había sido un elemento fundamental en la política de restauración de Augusto.

“Ya que la Providencia, que gobierna todas las cosas de nuestra vida de forma divina, ha otorgado con tremenda generosidad el más alto don al traer a Augusto, que llenó de virtud para hacer el bien a la raza humana, como nuestro salvador y el de nuestros descendientes, el hombre que acaba con la guerra y hace la paz; y ya que gracias a su aparición el emperador ha sobrepasado con crecer las esperanzas de cualquier tiempo anterior, no sólo porque se ha encumbrado por encima de todos los benefactores que vivieron antes que él, sino que ha privado a los futuros benefactores de hacer más de lo que él ha hecho; y ya que por último el cumpleaños del Dios significa para el mundo el comienzo del mensaje de paz [evangelio] del que él es autor [...] por lo tanto, la propuesta del procónsul, de que Augusto sea honrado de la manera antes acordada, se acepta.” (Decreto de la liga de Asia para celebrar el cumpleaños de Augusto)

Retrato en bronce de Augusto


Como la divinización del princeps en vida se relacionaba con el concepto de monarquía y tiranía, era combatida en la capital del imperio de manera contundente por los senadores. Por este motivo el primer emperador romano decidió mantener las apariencias y rechazó que se instituyera un culto a su persona: de esta forma se ganó el respeto de los senadores. Al mismo tiempo no podía (ni quería) ofender a los pueblos orientales, rechazando sus pretensiones, así que encontró un compromiso que le permitió mantener el consenso tanto de las instituciones romanas como de sus súbditos: accedió a la creación de templos y sacerdotes en su honor en asociación a otras divinidades (en muchas ocasiones la diosa Roma) y permitió la celebración de sacrificios sólo al espíritu vivo o divino del emperador (Genius, Numen Augusti).

“El pueblo [lo consagró] a la diosa Roma y a Augusto César, siendo estratego de los hoplitas y sacerdote de la diosa Roma y de Augusto Salvador en la Acrópolis Pamenes hijo de Zenón de Maratón. Era sacerdotisa de Atenea Polias Megista hija de Asclépides de Aleo y era arconte Ares hijo de Doriono de Peane”. (Inscriptiones Graecae, II2, 3173).

En el año 7 a.C., puso su propia imagen entre los Lares Compitales, formándose los Lares Augusti, y añadió el calificativo augustus a abstracciones que estaban ligadas hacia su persona: Victoria Augusta, Pax Augusta, Concordia Augusta, etc. Es posible, además, que la adoración por el emperador al estar vinculada oficialmente con los Lares en el ámbito público, se estableciese también en el entorno doméstico.

Lares Augustales, Galeria de los Uffizi, Florencia. Foto de Sebastiá Giralt


El poeta Horacio, en relación a la organización de los Lares imperiales en el año 13 a.C., indica en una de sus odas que la imagen de Augusto fue añadida por los campesinos de Italia a las de sus dioses domésticos, dirigiéndole una oración en agradecimiento por poder vivir tranquilos en sus propias tierras cuidando de su hacienda e incluyéndole en sus brindis por los dioses lares y los héroes.

“Cada cual acaba el día en sus colinas y guía la vid hacia los árboles desnudos; alegre toma luego a disfrutar del vino, y en la sobremesa, como a un dios, a ti te invoca. Brinda por ti con muchas preces, con vino puro que de las páteras se vierte, uniendo tu divino poder al de los lares, como Grecia recuerda a Cástor y al gran Hércules.” (Horacio, Odas, IV, 5)

El culto de los emperadores vivos proporcionaba cohesión a las ciudades y fue más seguido cuanto más romanizada era la provincia. Desde el ámbito privado se utilizó para expresar sentimientos de lealtad y para intentar conseguir beneficios personales.

“Esta tierra hospitalaria ve que en mi casa hay un santuario dedicado al César. Están, asimismo, su piadoso hijo y su esposa, la sacerdotisa, divinidades no menos importantes que el ya reconocido como dios. Y para que no falte miembro alguno de esta casa, se encuentran ambos nietos, uno al lado de su abuela y el otro al lado de su padre. Yo les dirijo suplicantes palabras, junto con ofrendas de incienso, tantas veces cuantas el día nace por el Oriente. Si lo preguntas, toda la tierra del Ponto, testigo de mi piedad, te dirá que esto no es invención mía. Sabe la tierra del Ponto que yo celebro el natalicio del dios en este altar, con todo el festejo que puedo. Y no menos conocida es esta piedad por aquellos extranjeros si la larga Propóntide los envía a estas aguas… Apartado lejos de Roma, no ofrezco este espectáculo a vuestra vista, sino que me contento con una piedad silenciosa. Y, sin embargo, estas noticias llegarán alguna vez a los oídos del César: a él nada escapa de lo que ocurre en el mundo entero. Tú, César, llamado a estar entre los dioses, lo sabes, sin duda, y lo ves, porque la tierra está sometida a tus ojos. Tú, colocado entre los astros de la bóveda celeste, escuchas mis preces, que te hago con boca preocupada.”
¡Quizá lleguen también hasta ahí aquellos poemas que envié compuestos sobre tu nueva divinidad! Así vaticino que éstos cambiarán tu divina voluntad y que, no sin razón, ostentas el dulce nombre de Padre.”
(Ovidio,Pónticas, IV, 9)


Camafeo Blacas, gema sardónica con el rostro de Augusto,
Museo Británico


El mismo Augusto accedió a la difusión del culto y lo utilizó como instrumento político a su favor preparando el terreno para su consagración eterna, pues, a pesar de que mientras estuvo con vida, jamás fue calificado abiertamente como dios, todos sabían que después de su muerte sería objeto de un culto público como Divus Iulius.

Moneda con Augusto divinizado


Durante los últimos años de su vida Julio César ya recibió honores divinos decretados por el Senado, convirtiéndose en el primer gobernante romano vivo en gozar de tal privilegio. Poco después de su muerte, mientras su cuerpo se quemaba en el foro, el pueblo de Roma reclamó de manera espontánea la divinización de César, erigiéndose en su honor allí mismo un altar y una columna que lo designaba padre de la patria, además de numerosas columnas conmemorativas, una de las cuales se ubicó en el templo de Venus Geniatrix. Unos meses más tarde, Octavio celebró unos juegos funerarios en su memoria y se dedicó un templo a Divus Iulius donde se había levantado el altar en su honor. Octavio adoptó el título de divi filius y el culto a Divus Iulius se extendió por Italia y las provincias.

“Murió a los cincuenta y cinco años y fue incluido entre los dioses por voluntad expresa de los senadores, que contaron, además, con el convencimiento del pueblo. En efecto, durante los juegos que su heredero Augusto daba por primera vez en su honor después de haber sido divinizado, un cometa, apareciendo hacia la hora undécima, brilló durante siete días seguidos, y se creyó que era el alma de Cesar acogido en el cielo; por este motivo se le representa con una estrella encima de su cabeza.” (Suetonio, Julio César, 88)

Julio César fue por tanto el primer romano en ser reconocido como dios en un culto público, tras su muerte, y su deificación respondió a que el emperador Augusto necesitaba una legitimación, y convirtiendo a César en un dios, él mismo sería considerado por todos como divus filius, complaciendo, además, al menos a una parte considerable del pueblo, quien ya consideraba a su padre adoptivo como una divinidad.

Moneda con Julio César divinizado


Hasta ese momento para la mentalidad romana, inclinada a la religiosidad privada, más cercana a los dioses tutelares de la familia que a los dioses olímpicos, había sido complicado admitir la idea de que un mortal, el César, fuera divinizado.

En el año 14 d.C. el Senado romano decidió conceder honores divinos a Augusto, muerto hacía casi un mes en la ciudad campana de Nola. Este hecho trascendental tuvo como consecuencia decretar su consecratio/apotheosis (la consecratio era la consagración por la que el cuerpo se convertía en sagrado y la apoteosis se entendía como la ascensión al cielo del alma del emperador, transfigurada en águila o manteniendo su apariencia humana, pero con la ayuda de un genio alado, como aparece representado en monedas y relieves).

“Es costumbre entre los romanos deificar a los emperadores que han muerto dejando a sus hijos como sucesores. Esta ceremonia recibe el nombre de apotheosis.”

Augusto fue declarado oficialmente divus (pasando a denominarse desde entonces divus Augustus); esto es, se convirtió en una divinidad más del Estado a la que los ciudadanos romanos debían venerar con la dignidad merecida. Para atender en lo sucesivo dicho culto, se creó un sacerdocio específico (el flamen Augustalis) -cargo que recayó originalmente en su nieto Germánico- y se designó a Livia, su anciana viuda, sacerdotisa del divus Augustus. Por último, tanto Livia como el nuevo emperador, su hijo Tiberio, asumieron la construcción de un templo en honor de aquél en Roma.

“Al tiempo que se declaró inmortal a Augusto, se asignaron sacerdotes y ritos sagrados a su culto, y se nombró a Livia, a quien ya se llamaba Julia augusta, su sacerdotisa; también se le permitió emplear a un lictor cuando ejercía el oficio sagrado. Por su parte, ella concedió un millón de sestercios a un tal Numerius Atticus, senador y ex pretor, porque juró que había visto a Augusto ascender al cielo en la manera que la tradición dice que lo hicieron Proculus y Romulus. Un santuario votado por el senado y construido por Livia y Tiberio se erigió al difunto emperador en Roma, y otros se levantaron en otros lugares, algunas comunidades los construyeron voluntariamente y otras por obligación… además, Livia celebró un festival privado en su honor durante tres días en el palacio, y esta ceremonia se ha estado realizando hasta ahora por cualquiera de los emperadores que estuviese en el poder.” (Dión Casio, Historia romana, 56, 46)


Divus Augustus


El sacerdocio provincial fue un cargo religioso creado para supervisar el culto imperial en su ámbito provincial y para difundir por toda la provincia la imagen del emperador divinizado y reinante. El deseo de las provincias de contar con templos consagrados al culto imperial hacía necesario contar con un sacerdocio provincial. El título original del sacerdote provincial fue flamen Augustalis, con indicación del nombre de la provincia a continuación. A partir del principado de los Flavios, los flamines provinciales designados en Hispania, por ejemplo, estaban dedicados al culto a la diosa Roma, a los Augusti (emperadores vivos) y a los Divi (emperadores divinizados).

El flaminado podía ser provincial, local y conventual, según su ámbito de actuación fuera, respectivamente, la provincia, la ciudad, o la división administrativa denominada conventus

La organización provincial del culto imperial era la más relevante, por encima de los niveles conventual y municipal, siendo los flamines provinciales los encargados de las ceremonias anuales. El flaminado provincial era un cargo anual, que era posible repetir, y cuya elección dependía del consejo provincial, formado por representantes de todas las colonias y municipios de la provincia, independientemente de su tamaño. El conjunto de los delegados de las ciudades de la provincia se reunía una vez al año en Tarraco para participar en las ceremonias anuales del culto imperial y elegir al flamen provincial del año.

Sacerdote imperial, Museo de Antalya, Turquía


La obligación que tenía el flamen de organizar los rituales religiosos en la capital provincial conllevaba ciertos privilegios, de manera que en las reuniones de los decuriones o del Senado, tenía derecho expresar su opinión, participar en la votación y presentar propuestas, así como podía ocupar un sitio en la primera fila durante la celebración de los juegos. Era además el encargado de recibir al emperador o a sus legados en sus visitas a la provincia.

Mientras Roma utilizaba el sacerdocio provincial para evitar que conflictos religiosos llegaran a instancias mayores, las élites que lo ejercían se promocionaban socialmente dentro del sistema político-religioso romano.

Los requisitos necesarios para acceder al flaminado provincial consistían en la acumulación de honores y cargos en el ámbito público local, junto a la posesión de una riqueza indispensable para recibirlos, ya que había que pagar una suma de dinero al ser elegido. Poseer la ciudadanía romana era otro de los requisitos ineludibles.

«A Lucio Pompeyo Faventino, hijo de Lucio, de la tribu Quirina, prefecto de la cohorte VI de los astures, tribuno militar de la legión VI Victrix, prefecto de caballería del ala II Flavia de los hispanos, condecorado con una corona de oro, una lanza pura y una insignia por parte del divino emperador Vespasiano, flamen de la provincia Hispania Citerior, sacerdote de la ciudad de Roma y de Augusto, su mujer Valeria Arábiga, hija de Cayo, lo erigió como recuerdo». (CIL II.2637)

Las flaminicas dirigían el culto colectivo a las Augustae y mujeres divinizadas pertenecientes a la casa imperial. La flaminica Fulvia Celera fue sacerdotisa perpetua de la Concordia Augusta, cuyo culto, iniciado por Livia, dedicado al divino Augusto, se encontraba incluido dentro del culto a la casa imperial, puesto que esta virtud familiar, la Concordia, fue una de las divinidades a las que se asociaron las emperatrices, por simbolizar la armonía de la familia imperial. Celera fue también honrada con el flaminado local perpetuo de la Colonia Tarraconense: “flamínica perpetua de la Colonia Tarraconense”, y posteriormente con el flaminado provincial, flaminica de la Provincia Hispania Citerior.

Sacerdote y sacerdotisa del culto imperial


En un nivel inferior estaba el flaminado o sacerdocio conventual. El culto imperial precisaba también de organización a nivel de los conventos y de ahí la necesidad de esta figura. La existencia del sacerdocio conventual muestra que las capitales conventuales actuaron en provincias como Hispania como focos de difusión del culto al emperador a un nivel regional.

El cuerpo sacerdotal se ocupó de custodiar las diversas expresiones que tuvo el culto imperial: adoración a la diosa Roma, a los emperadores vivos y divinizados, a los miembros de la casa imperial (domus Augusta), a las denominadas divinidades augustas, a las abstracciones de las personas divinizadas -como es el caso de las virtudes-, al espíritu protector del emperador (genius Augusti) y a los dioses custodios de su casa (Lares Augustorum).

Los rituales se desarrollaron de forma distinta en virtud del marco jurídico de la ciudad, si era una colonia romana o no. La iniciativa correspondía a los decuriones, principales interesados en promover un culto que constituía la base de su propio poder y promoción.

Sacerdote imperial de Afrodisias


Tiberio, durante su reinado, renunció a ser venerado de cualquier forma, pero su sucesor Calígula en su delirio permanente empezó a exigir ser adorado como un dios en vida.

“Desde ese momento, [Calígula] comenzó a atribuirse la majestad divina; dio, pues, el encargo de que fueran traídas de Grecia las estatuas divinas más veneradas y artísticas, entre ellas la de Júpiter Olímpico, para quitarles la cabeza y ponerles la suya. Prolongó una parte de su palacio hasta el Foro y, tras haber transformado en vestíbulo el templo de Cástor y Pólux, se colocaba a menudo entre los divinos hermanos y se mostraba a los visitantes en el centro del grupo para que lo adoraran; algunos le saludaron incluso con el nombre de Júpiter Laciar. Creó asimismo un templo especial para su divinidad, y sacerdotes y víctimas rarísimas. En este templo se alzaba una imagen suya en oro, de tamaño natural, que cada día se cubría con una vestidura como la que él llevaba. Los ciudadanos más ricos se hacían sucesivamente con los cargos más altos de este sacerdocio mediante las mayores intrigas y las pujas más elevadas. Las víctimas eran flamencos, pavos reales, urogallos, pintadas y faisanes, que se inmolaban cada día por especies. Más aún, por la noche, cuando había luna llena y resplandeciente, la invitaba de continuo a venir a abrazarle y a compartir su lecho, y, durante el día, conversaba en secreto con Júpiter Capitolino.” (Suetonio, Vida de Calígula, 22, 2-4).

Estatua de Calígula, Museo del Louvre


Drusilla, hermana de Calígula, fue el primer caso femenino que se incluyó en el culto imperial. Falleció muy joven el 10 de junio del año 38 d.C., y fue declarada diva el 23 de septiembre del mismo año, ante el testimonio proporcionado por testigos de que había ascendido al cielo. Aunque la organización del culto se ajustó a las normas establecidas, no perduró tras la muerte de Calígula, quien no recibió la apoteosis por parte del Senado. Por lo tanto, el ejemplo de Drusilla como diva representa un episodio breve y sin apenas interés en la evolución general del culto imperial.

“Drusila, que estaba casada con Marco Lépido, amigo y al mismo tiempo amante del emperador, era a su vez concubina de Gayo [en ambos casos, el autor se refiere a Calígula que, por lo tanto, era amante de su hermana y de su cuñado]. Cuando murió, su marido pronunció un elogio fúnebre en su honor, mientras que su hermano [el emperador Calígula] la honró con un funeral público [...] además de serle concedidos todos los honores decretados a Livia, también se decretó que fuera deificada, que se alzara en el Senado su estatua realizada en oro, y que en el templo de Venus en el foro se le dedicara una estatua de la misma magnificencia que la de la diosa y que se la adorara con los mismos honores; además, se votó que se le construyese una tumba personal, que atenderían veinte sacerdotes, tanto hombres como mujeres [...] y finalmente, que en el día de su cumpleaños fueran celebradas fiestas similares a los Ludi Megalensi en los que el Senado y los caballeros participarían en un banquete. Desde ese momento recibió el nombre de Panthea y se la declaró digna de honores divinos en toda la ciudad.” (Dión Casio, Historia de Roma, LIX, 11).

Inscripción en honor de Drusilla: "A la diva Drusilla, hermana del Augusto Germánico"


Livia, esposa de Augusto, mostró habilidad en determinados asuntos como en la propagación y consolidación del culto imperial en torno al divus Augustus. Una serie de decisiones personales de Livia, acordadas con Tiberio y ratificadas por el Senado se vinculan con la deificación de Augusto una vez fallecido y tenían como finalidad reforzar el fundamento religioso que requería el nuevo régimen imperial para justificar y legitimar el poder de una dinastía que se hacía descender de un personaje divino, el divus Augustus.

En su testamento Augusto convirtió a Livia en Julia Augusta, nombre con que se la conocería posteriormente, y con el que entraría a formar parte de la familia Julia del fundador del Principado. Apartada por su hijo Tiberio de cualquier tarea política, Livia se volcó en las actividades relacionadas con el culto imperial destinado a su esposo como centro de la propaganda imperial.

Igual que con Augusto, en Roma Livia no fue equiparada a una diosa durante su vida , pero en las provincias orientales donde alcanzó cierta popularidad, sí llegó a ser honrada como una divinidad.

Cuando murió en el año 29 d.C., los senadores propusieron concederle la apoteosis, Tiberio lo prohibió, pretextando que éste no era el deseo de su madre, y luego procedió a anular su testamento. A pesar de la actitud del príncipe, el Senado decretó ciertos honores, como el luto por un año para todas las mujeres y un arco en su honor, distinción otorgada por primera vez a una mujer romana, y que jamás se llegó a construir, porque Tiberio prometió costearlo con su dinero, lo que nunca hizo.

Estatua de Livia


Claudio, el sucesor de Calígula, fue el que incluyó a Livia en el panteón romano, consiguiendo que los senadores decretasen su apoteosis. La nueva diosa recibió el nombre de diva Augusta y también de diva Julia Augusta. Su estatua se colocó en el templo del divino Augusto, situado en el foro; se ofrecieron juegos en su honor y su culto se adjudicó a las Vestales. Además, se le dedicaron monedas con su efigie como diva.

En Ramnunte, Ática le fue dedicado el templo de Némesis unos años después de su muerte y divinización.

“El pueblo a la diosa Livia. Siendo Demostratos, hijo de Dionisios de Pallene hoplita general y sacerdote de la diosa Roma y del César Augusto, y Antipatros el joven, hijo de Antipatros de Phlya arconte.” (IG II2 3242)

A partir de ese momento, la mayoría de las mujeres de la casa imperial adquirieron el rango de divas. La apoteosis era concedida por un decreto de los senadores, quienes valoraban los méritos de su conducta moral (pietas) y su fidelidad como esposas, en contraposición a la labor política considerada en los príncipes.

Moneda de la diva Julia, hija de Tito

En época de los Flavios, el emperador Domiciano se declaró representante de Júpiter en la tierra y por tanto superior al resto de los mortales. El emperador ejerce su autoridad porque el dios ha delegado su poder en él. Como gobernante intentará tener bajo su control la administración del Imperio en todas sus facetas, incluso en la religiosa, por lo que frente a la aparente libertad disfrutada en época Julio-Claudia respecto al desarrollo de sacerdocios y santuarios de culto imperial a escala local o provincial, Domiciano intentará centralizar los mismos bajo el control de la administración imperial con la redacción de leyes concretas para establecer los límites y regulaciones del culto.

“Con la misma arrogancia, al dictar una circular en nombre de sus procuradores, la comenzó con estas palabras: `Nuestro señor y dios ordena que se haga lo siguiente´. De ahí que quedara establecido a partir de entonces que nadie lo llamara de otra manera ni por escrito ni en sus conversaciones. No permitió que se le erigieran estatuas en el Capitolio, a no ser de oro o de plata y de un peso determinado.” (Suetonio, Domiciano, 13, 2)

Domiciano como genio, Museo Capitolinos


Plinio aprovecha el panegírico sobre Trajano para alabar los motivos por los que el emperador divinizó a su antecesor Nerva, exponiendo las razones por las que anteriores gobernantes habían hecho divi a los que los habían antecedido.

“[A la muerte de Nerva] Tú [Trajano] le honraste primero con tus lágrimas, como cumple a un hijo, y luego con la erección de templos, pero no imitando a aquellos que hicieron lo mismo, aunque con otra intención. Tiberio divinizó a Augusto, pero para hacer acusaciones de lesa majestad; Nerón a Claudio, por burla; Tito a Vespasiano, Domiciano a Tito, pero aquél para parecer el hijo de un dios y éste el hermano. Tú, en cambio, llevaste a tu padre hasta las estrellas, no para aterrar a los ciudadanos, no para escarnio de las deidades, no para tu propia honra, sino porque estimas que es un dios [...] Tú, por más que le rindas culto con aras y tronos y un propio sacerdote, con nada le haces y demuestras que es dios que con ser como eres. Porque cuando un príncipe sucumbe al destino una vez asignado su sucesor, no hay más que una prueba absolutamente cierta de su divinidad: un sucesor virtuoso.” (Plinio el Joven, Panegírico a Trajano, 11 1-3).

En el siglo II la importancia dinástica de las mujeres de la casa Ulpia y Antonina se pone de manifiesto en su deificación una vez muertas, y tendrá una proyección por todo el Imperio a través de las diversas emisiones monetales. Se les dedicaron numerosos honores y estatuas en vida y sobre todo una vez fallecidas, expresando la importancia de su estatus en el estado. Los elogios fúnebres y las consagraciones concedidas por el Senado que las convertían en divae, formaban parte del culto imperial.

Al morir Marciana, la hermana de Trajano fue nombrada diva, la primera de la dinastía a la que se le rindió culto y existe evidencia de que el ejército romano lo seguía haciendo, ofreciéndole sacrificios un siglo después de su fallecimiento. Los emperadores de esta época ascendían al trono por adopción y honrar a sus antecesores con la consagración legitimaba sus derechos sucesorios. Por ejemplo, Adriano emitió unas monedas en las que en el anverso figuraba él mismo y en el reverso aparecía el retrato de sus padres (adoptivos) Trajano y Plotina que habían sido deificados.



La posición de la emperatriz Sabina en la corte llegó a ser muy relevante ya que su filiación dentro de la gens Ulpia a través de su madre, su abuela y su tío abuelo Trajano otorgaba al Imperium de su esposo una legitimidad dinástica que él no tenía por linaje, a pesar de haber sido adoptado por Trajano.

Sabina, una vez muerta, recibió la consagración del Senado en el año 138 d.C. y, de forma inmediata, Adriano hizo acuñar monedas con la leyenda Diva Augusta Sabina. Fue la primera Augusta representada como diva y conducida al cielo por un águila.

Apoteosis de Sabina, Museos Capitolinos. Foto de Carole Raddato


La esposa de Antonino Pío, Faustina la mayor, murió en el 141 y fue inmediatamente consagrada y se le asignó un sacerdocio para la celebración de su culto, así como un templo y un altar. Su marido estableció en su honor una fundación alimenticia para chicas pobres. Se acuñó gran número de monedas con el nombre de Diva Faustina, que circularon a lo largo de todo el reinado de Antonino Pío e incluso posteriormente, en las que la emperatriz está representada como diosa y como personificación de virtudes.

Moneda de la diva Faustina


Cuando Faustina la menor murió en el año 175 d.C. su esposo marco Aurelio pidió al Senado que decretase honores divinos. Fue divinizada por medio de la apoteosis, cuya representación iconográfica fue utilizada además como propaganda imperial a favor de la armonía de la familia imperial, y le dedicó en Ostia el templo de Venus y en Roma un altar donde los recién casados ofrecerían sacrificios la noche de bodas, quedando así el matrimonio bajo la tutela de la diva Augusta. En Ostia un decreto de los decuriones obligaba a los jóvenes recién casados a realizar actos de culto a los representantes de la concordia, Antonino y Diva Faustina.

“Se decretó por el Senado que se erigieran estatuas de plata de Marco y Faustina en el templo de Venus y Roma, y que se erigiera un altar donde todas las doncellas casaderas de la Ciudad y sus prometidos ofrecieran un sacrificio; además, que se llevase siempre al teatro, en una silla, una estatua de oro de Faustina, en cada ocasión que el emperador asistiese como espectador, y que se situara en el lugar especial donde ella había estado situada, en vida, para ver los juegos, y que se sentasen a su alrededor las mujeres más influyentes.” (Dión Casio, Historia romana, LXXII, 72. 31. 1)

Decreto de los decuriones de Ostia


Durante la etapa de gobierno de los Severos siguió la tradición de la divinización de los emperadores difuntos. Herodiano describe el funeral y apoteosis de Septimio Severo que había muerto en Britania.

“Esparcen entonces todo tipo de inciensos y perfumes de la tierra y vuelcan montones de frutos, hierbas y jugos aromáticos. No es posible encontrar ningún pueblo ni ciudad ni particular de cierta alcurnia y categoría que no envíe con afán de distinguirse estos dones postreros en honor del emperador. Cuando se ha apilado un enorme montón de productos aromáticos y todo el lugar se ha llenado de perfumes, tiene lugar una cabalgata en torno de la pira, y todo el orden ecuestre cabalga en círculo, en una formación que evoluciona siguiendo el ritmo de una danza pírrica. También giran unos carros en una formación semejante, con sus aurigas vestidos con togas bordadas en púrpura. En los carros van imágenes con las máscaras de ilustres generales y emperadores romanos. Cumplidas estas ceremonias, el sucesor del imperio coge una antorcha y la aplica a la torre, y los restantes encienden el fuego por todo el derredor de la pira. El fuego prende fácilmente y todo arde sin dificultad por la gran cantidad de leña y de productos aromáticos acumulados. Luego, desde el más pequeño y último de los pisos, como desde una almena, un águila es soltada para que se remonte hacia el cielo con el fuego. Los romanos creen que lleva el alma del emperador desde la tierra hasta el cielo y a partir de esta ceremonia es venerado con el resto de los dioses.” (Herodiano, Historia del Imperio romano, IV)


Moneda de la consagración de Septimio Severo


En el siglo III la monarquía de corte helenístico que había intentado Cesar se vio concretada con el dominado de Diocleciano quien reforzó la autoridad imperial a imitación de las monarquías absolutas de derecho divino de Oriente. En el año 287 Diocleciano se proclamó “hijo de Júpiter” y a su colega Maximiano “hijo de Hércules” en un intento de fundamentar la autoridad imperial en un origen divino. A partir de entonces el título oficial del emperador era Dominus noster y todo lo que lo rodeaba se convirtió en sagrado: su cámara, su palacio, su vestimenta, los símbolos de poder... Sus súbditos le debían sumisión y veneración.

“La gloria de estos triunfos inspiró tal vanidad a Diocleciano, que no contentándose con que le saludasen los senadores conforme a la antigua costumbre, quiso que le adorasen. Enriqueció con oro y pedrerías sus trajes y calzado, haciendo los ornamentos imperiales mucho más preciosos que lo habían sido antes; porque es cosa cierta que los emperadores anteriores no recibían otros homenajes que los que se tributaban a los cónsules, ni tenían otro distintivo de su dignidad que el manto de púrpura”. (Juan Zonaras, Escritores de la historia Augusta, Diocleciano)

Retrato de Diocleciano


El culto imperial se ideó como el camino más apropiado para asegurar una pax deorum duradera, y ya en fechas muy tempranas llegó a convertirse en una especie de religión de Estado, imponiéndose al politeísmo tradicional y acercándose, especialmente a partir del siglo III, a las concepciones filosóficas y religiosas próximas al monoteísmo.

El fomento del culto imperial mediante leyes que reconocían la condición divina de los príncipes, coincidió con el proceso de cristianización de las instituciones romanas. En un principio los cristianos rehusaron a participar de forma activa en el culto imperial como consecuencia lógica de sus convicciones religiosas. Aun cuando viesen en el emperador romano a la más importante figura de autoridad política y al representante de Dios, no se mostraron convencidos de que los césares poseyeran una naturaleza divina y, como consecuencia, no se sentían obligados a rendirles ningún tipo de culto o veneración. Por negarse a participar en el culto al emperador, se les imputó el delito de lesa majestad.

“Por lo demás, nosotros también juramos, aunque no por los genios de los Césares, sí por su salud, que es más venerable que todos los genios. ¿No sabéis que los genios se llaman daemones y de ahí, en forma diminutiva, daemonia? Nosotros respetamos el plan de Dios sobre los emperadores: Él los puso al frente de los pueblos. Sabemos que en ellos hay algo que Dios ha querido, y por tanto queremos que esté a salvo lo que Dios ha querido, y a esto nos comprometemos como a cumplir un solemne juramento. Por lo demás, a los demonios —es decir a los genios— solemos conjurarlos para hacerlos salir de los hombres; no jurar por ellos, como si les reconociéramos el honor propio de la divinidad.” (Tertuliano, Apologética, 32, 2)

Moneda del divo Antonino Pío


Para los cristianos el emperador era el soberano de las comunidades cristianas y su autoridad procedía de Dios, por lo que adorar al emperador sería cometer impiedad contra Dios, así como contra los dioses del panteón grecorromano. Para Tertuliano ni los dioses ni el emperador podrían conseguir para las comunidades cristianas la salvación eterna y, por lo tanto, no habría motivo alguno por el que ambos tuvieran que ser adorados o venerados, sino que debían ser los emperadores los que tendrían que adorar a aquel del que reciben la salvación. El emperador sería en definitiva un hombre y, al serle concedido el título de Dios, dejaría de ser emperador porque para serlo debe ser un hombre.

“No voy a llamar «dios» al emperador, porque no sé mentir, ni me atrevo a burlarme de él, y ni él mismo quiere que se le llame dios. Damos por supuesto que es un hombre; y al hombre le interesa someterse a Dios. Bastante tiene con que se le llame imperator: grande es este nombre que Dios da. Niega que sea emperador el que lo llama dios: porque, si no fuera hombre, no sería emperador. Incluso en el triunfo, cuando está en lo alto de su carro, se le recuerda que es un hombre, puesto que se le aconseja desde detrás: «¡Mira detrás de ti, acuérdate de que eres hombre!” (Tertuliano, Apologética, 33, 3)

Los emperadores siguieron recibiendo honores divinos hasta el final del período teodosiano. De hecho, se puede afirmar que la condición divina del emperador era uno de los fundamentos del principado y lo siguió siendo con la cristianización del Imperio. Las leyes sancionaban el carácter institucional del culto imperial para conformar un ideario político en una época de profundos cambios administrativos, sociales y religiosos.

Constantino y el Papa

Los cultos tradicionales durante el siglo IV se transformaron en una religión centrada en el culto del emperador. No perdieron su naturaleza politeísta, pero sus manifestaciones fueron revisadas para fortalecer la autoridad de los príncipes.

Vegecio especifica que los soldados debían prestar su devoción al emperador como representante de Dios en la tierra.

“Juran por Dios, por Cristo y por el Espíritu Santo; y por Su Majestad el Emperador quien, tras Dios, ha de ser principal objeto del amor y veneración de la Humanidad. Pues cuando él ha recibido el título de Augusto, sus súbditos están obligados a prestarle su más sincera devoción y homenaje, como representante de Dios en la tierra. Y todo hombre, tanto en un puesto civil como militar, sirve a Dios sirviéndole a él [al Emperador] con fidelidad, pues reina por Su Autoridad (la de Dios).” (Vegecio, De re militari, II, V)

Libanio, sobre Juliano afirmaba que después de su deificación sus imágenes fueron colocadas junto a las de los dioses principales al parecer, por iniciativa de los ciudadanos que deseaban continuar con los ritos tradicionales.

“Y ya que hice mención de imágenes, numerosas ciudades le han situado a él en las moradas de los dioses y como a un dios lo veneran. Ya hay quien le pidió con súplicas algún beneficio y no dejó de lograr su objetivo. Con tanta naturalidad ha ascendido para reunirse con aquéllos y compartido, junto a los propios dioses, su poder divino.” (Libanio, Discurso, XVIII, 304)

Desde el período constantiniano hasta época teodosiana, el Senado romano decretaba la deificación de los príncipes mediante una resolución conocida como probatio. Los textos normativos aplicaban el título de divus a un emperador porque jurídicamente debía ser recordado así. El protocolo seguido por el Senado para decretar una divinización imperial constaba de dos actos: la probatio, que reconocía las virtudes del príncipe fallecido y su condición de divus, y la consecratio, que instituía su culto. A partir de Juliano en adelante, el senado se limitó a decretar la divinización del emperador tan solo con la probatio, que reconocía las virtudes del príncipe y su condición divina, divus.


Estatua de Valentiniano


El culto que correspondía al emperador fue también regulado desde el principado de Constantino hasta el de Valentiniano III. Se trataba de una normativa que regulaba sus manifestaciones, entre las que estaban además de las prohibiciones de ciertos ritos, la regulación de los juegos celebrados en honor de los príncipes, el calendario de las festividades imperiales y el protocolo a seguir en la llamada adoratio purpurae (ceremonia ante el emperador romano, postrándose ante él y besando su túnica). Los ludi fueron, no obstante, la forma más incentivada de culto tributado al emperador, porque participaba toda la comunidad civil y también porque asociaba el principado a la fiesta y el entretenimiento.

Para revestir al príncipe de rango divino, se le rodeó de un halo sagrado. Por ello, el contacto directo con su persona fue restringido progresivamente a lo largo del siglo IV a los altos cargos militares y civiles de palacio. Presentarse ante el emperador exigía cumplir con la prokýnesis o adoratio (postrarse y arrodillarse). En el caso de los príncipes, pues eran divinos, sus efigies eran objeto de culto. Solían ser exhibidas en las fiestas imperiales, con ocasión de la celebración de juegos.

“Es obligatoria la adoración ante ellos (los emperadores) para realzar su sacralidad, y no sólo ante su persona, sino también ante sus retratos esculpidos o pintados para que el honor que se les rinde sea perfecto y acorde con su dignidad” (Gregorio Naciancieno, Discursos, IV, 80)

Corte de Justiniano, Pintura de Hermann-Joseph-Wilhelm-Knackfu.


Desde Constantino hasta Valentiniano III, excepto Juliano, todos los emperadores profesaron la nueva religión, pero continuaron recibiendo culto público por la mayor parte de los ciudadanos, independiente de su creencia, pues estos no tenían mayores problemas en rendirles honores divinos. Ello se debía a que durante el s. IV los emperadores cristianos hicieron muchos esfuerzos para aglutinar a toda la población en los rituales del culto, y para ello se apartaron de los símbolos que pudieran molestar a los cristianos. Tanto Constantino como su rival Licinio hicieron que las oraciones a favor del emperador recitadas por los soldados se realizaran en terreno abierto, no frente a las imágenes de los emperadores divinizados y el resto de dioses. Además, se eliminaron los sacrificios tradicionales, ofreciendo la posibilidad de integrarse en el culto a los soldados cristianos. Finalmente, los rituales paganos tradicionales se fueron diluyendo hasta integrarse en las festividades cristianas.

“Del Augusto Teodosio y el césar Valentiniano a Asclepiodotus, prefecto del Pretorio

En las siguientes ocasiones todos los entretenimientos de los teatros y circos se negarán a los habitantes de todas las ciudades, y las mentes de los cristianos y de los creyentes estarán ocupadas en el culto de Dios: a saber, en el día del Señor, que es el primero de la semana, en el natalicio y Epifanía de Cristo, y en el día de Pascua y el de Pentecostés,… y para que nadie piense que está obligado por el honor debido a nuestra persona,… o que a menos que intentase celebrar los juegos despreciando la prohibición religiosa, pudiera ofender nuestra serenidad al mostrar menor devoción hacia nosotros, que no dude nadie que nuestra clemencia se reverencia grandemente por la humanidad cuando se rinde culto al poder y bondad de Dios.” (Código Teodosiano, XV, 5, 5)

Detalle del Disco de Teodosio, Real Academia de la Historia, Madrid


La difusión del culto imperial por todo el Imperio ayudó a la cohesión social política de todos los territorios que lo conformaban. Para expresar la romanidad se producían manifestaciones religiosas cuyo parte central era un sacrificio en honor del emperador. Este sacrificio es el que los gobernadores provinciales exigen a los cristianos, como demuestra la carta de Plinio, siendo gobernador de Bitinia, que informa a Trajano sobre grupos de cristianos en su región y su actuación hacia ellos.

“Me fue presentado un panfleto anónimo conteniendo los nombres de muchas personas. Los que decían que no eran ni habían sido cristianos decidí que fuesen puestos en libertad, después que hubiese invocado a los dioses, indicándoles yo lo que habían de decir, y hubiesen hecho sacrificios con vino e incienso a una imagen tuya, que yo había hecho colocar con este propósito junto a las estatuas de los dioses, y además hubiesen blasfemado contra Cristo, ninguno de cuyos actos se dice que se puede obligar a realizar a los que son verdaderos cristianos.” (Plinio, Epístolas, X, 96)

También, por ejemplo, en el ejército romano, se reservaba un lugar principal al emperador que era adorado en la capilla que presidía todos los campamentos legionarios junto con las águilas y otros símbolos militares. Los soldados romanos estaban obligados a prestar culto a las divinidades oficiales romanas. Como una forma de asegurarse la fidelidad de las tropas se cumplía con el ritual dedicado a los emperadores con un calendario lleno de festividades y sacrificios dedicados a ellos. En el Feriale Duranum, calendario de festividades de carácter militar o relativo a la colonia fundada en Dura Europus (Siria), se mencionan dos tipos de actos religiosos, la supplicatio, que consiste en la libación de vino y la combustión de incienso, y la immolatio, durante la que se sacrifica animales, generalmente, vacas, toros y bueyes.

El día antes de las nonas de abril (4 de abril), con motivo del natalicio del divino Antonino Magno, al divino Antonino, un buey.

Julius Terentius haciendo un sacrificio, pintura de Dura-Europos, Siria.
Yale University Art Gallery

La divinización de los emperadores no era bien vista por todos y encontraba detractores en diferentes ámbitos de la sociedad, como ya se ha visto con respecto a los cristianos. Pero también los senadores, opuestos al culto al emperador desde Augusto, que eran los encargados de aprobar la concesión de la consagración del difunto emperador, generalmente se siguieron oponiendo a ello, independientemente de las virtudes y defectos del gobernante en cuestión. Así sucedió en el caso de algunos emperadores como Adriano.

“Cuando el Senado objetó el conceder honores divinos a Adriano tras su muerte, basándose en ciertos asesinatos de hombres eminentes, Antonino les dirigió muchas palabras con llantos y lamentos, y dijo finalmente: "Pues bien, no os gobernaré, si a vuestros ojos se ha convertido en objeto de odio y enemigo público. Ya que, en tal caso, por supuesto que tendréis que anular todos sus actos, uno de los cuales fue mi adopción ". Al escuchar esto el Senado, tanto por respeto al hombre como por cierto temor de los soldados, concedieron los honores a Adriano.” (Dión Casio, Historia romana, LXX, 1, 2-3)

Estatua de Adriano


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