jueves, 2 de septiembre de 2021

Litterarius, escribir y editar libros en la antigua Roma

Menandro, Casa de Menandro, Pompeya. Wolgang Rieger

En los primeros tiempos de la república romana la dedicación a la literatura no gozaba de prestigio. En el siglo II a. C. el interés por la cultura griega trajo un mayor respeto por la producción literaria.

“Habiéndome liberado por fin, si no por completo, al menos en gran parte, de las fatigas de la abogacía y de mis deberes de senador, he regresado, Bruto, atendiendo a tus insistentes exhortaciones, a esos estudios que, postergados por las circunstancias, pero siempre presentes en mi ánimo, he vuelto a reemprender ahora, después de haberlos interrumpido durante un largo período de tiempo, y, puesto que el sistema y la enseñanza de todas las disciplinas que atañen al camino recto del vivir forman parte del estudio de la sabiduría que se denomina filosofía, he pensado que yo debía arrojar luz sobre esta cuestión en lengua latina, no porque piense que la filosofía no pueda aprenderse en lengua griega y con maestros griegos, sino porque yo siempre he tenido la convicción de que nuestros conciudadanos, o se han mostrado en sus creaciones origínales más sabios que los griegos, o han mejorado cuanto han recibido de ellos, me refiero naturalmente a aquellos campos que han considerado dignos de dedicarles sus esfuerzos.” (Cicerón, Disputaciones Tusculanas, I, 1)

En la antigua Grecia de Homero y Hesíodo, las creaciones poéticas se consideraban regalos de los dioses, en particular, regalos de las Musas, bajo la guía de Apolo. Las Musas además de personificaciones de las artes condicionaban la memoria para preservar el pasado, el presente y el futuro. Instruían al poeta indicando el camino que debería seguir.

Desde sus comienzos la poesía latina adoptó la práctica griega de invocar a las Musas al comenzar sus obras.
 
“¡Vamos!: baja del cielo y entona con la flauta un largo canto,
reina Calíope; o, si es lo que ahora quieres, con tu aguda
voz o con las cuerdas de la cítara de Febo.”
(Horacio, Odas, III, 4)

Museo de Historia y Arte de Luxemburgo, foto Carole Raddato

En la época del Principado de Augusto surgieron nuevos sistemas de relaciones sociales que implicaban más atención a la experiencia personal y una nueva concepción de la naturaleza, lo que proporcionó un mayor prestigio a la poesía, que pasó de ser prácticamente oral a ser escrita para mayor comprensión de su significado.

Los poetas se convirtieron en defensores de la política seguida por Augusto y pasaron a ser figuras públicas y portadores de cierta autoridad moral. Este es el caso del poeta Horacio, admirado por Augusto y favorecido por él y su círculo de amistades.

“Le gustaban tanto los escritos de Horacio, y estaba tan seguro de que serían eternos, que no sólo le encargó la composición del Carmen Secular, sino también las odas que celebran la victoria de Tiberio y Druso, hijastros suyos, sobre los vindélicos.” (Suetonio, Vida de Horacio, 8)

Horacio. Pintura de Giacomo de Chirico

Los autores pasaron por tanto a depender de los deseos de los poderosos que les favorecían y perder su afecto podía tener consecuencias nefastas, como le ocurrió al poeta Ovidio, que fue desterrado a Tomi (Rumanía), por el propio Augusto.

“¿Qué puedo yo hacer con vosotros, libritos, afición funesta, yo que, ¡desgraciado de mí!, perecí víctima de mi propia inspiración? ¿Por qué vuelvo a las Musas poco ha condenadas, objeto de mis delitos? ¿Acaso es poco haber merecido ya una vez el castigo? Mis poemas han hecho que mujeres y hombres quisieran conocerme por mi infausta estrella; mis poemas hicieron que el César condenara mi persona y mis costumbres a causa de mi Arte, cuya desaparición ha sido ya ordenada. Quítame esta pasión y suprimirás también los delitos de mi vida. Reconozco que soy culpable a causa de mis versos: éste es el precio recibido por mi afición y laboriosas vigilias; el castigo ha sido fruto de mi inspiración poética.” (Ovidio, Tristes, II)

Los escritores que manifestaban cualquier oposición a los gobiernos tiránicos de algunos emperadores, como Nerón o Domiciano debían estar muy atentos a que sus obras no levantaran ninguna sospecha.

Durante este periodo de tiempo la literatura se integró en la vida cotidiana de los romanos y pasó a tener un papel fundamental en la vida social de la época. La producción literaria se convirtió en una alternativa a la carrera política que había perdido importancia y reducido la posibilidad de promoción social.

Catulo en casa de Lesbia. Pintura de Alma-Tadema

Las convenciones sociales institucionalizaron la dedicación de los textos literarios a individuos importantes y ricos estableciendo las bases del patronazgo (patrocinium) que permaneció durante siglos en la sociedad romana.

“Que Plocio y Vario, Mecenas y Virgilio, Valgio y el excelente Octavio y Fusco aprueben estos escritos, y ojalá los alaben el uno y el otro Visco. Dejando de lado la adulación, puedo nombrarte a ti, Polión, a ti, Mésala, y también a tu hermano, y al tiempo a vosotros, Bíbulo y Servio; junto con éstos a ti, buen Furnio, y a varios otros hombres doctos y amigos míos a los que omito a propósito. A todos ellos quisiera que esto que escribo —tenga el valor que tenga— les haga gracia, y me dolerá si les gusta menos de lo que yo espero.” (Horacio, Sátiras, I, 10, 80)

Horacio leyendo sus sátiras ante Mecenas, pintura de Fedor A. Bronninkov

Los patronos apoyaban a los poetas no solo con ayuda económica, sino que les ayudaban a integrarse en los círculos sociales de individuos con influencia política. Por ejemplo, Horacio fue recomendado a Mecenas por Virgilio y Vario, luego fue invitado a participar en reuniones en su casa y convertirse en un amicus.

Aunque los autores eran ciudadanos libres sin vínculos con los patronos, necesitaban su apoyo y amistad, porque les ofrecían bibliotecas donde podían trabajar, copistas expertos a su disposición y dinero para publicar sus trabajos. A su vez, un patrono esperaba que el autor le dedicara sus obras.

El poeta Estacio dedica algunas de sus composiciones a personajes ricos a los que ensalza y magnifica buscando, sin duda, la gratificación por sus alabanzas.

“Estacio saluda a su amigo Estela.

He vacilado larga y seriamente, Estela, joven excelente y eminentísimo en esa parcela que has escogido dentro de nuestro quehacer poético, antes de coleccionar y editar estas obritas que, frutos de un ardor repentino y de un cierto placer por la improvisación, <brotaron> una a una de mi seno. En efecto, ¿qué <necesidad había de> cargarme asimismo con la responsabilidad de la publicación, si aún temo por la Tebaida, que sigue siendo mía a pesar de haberme dejado? Sin embargo, también leemos el Cúlex, e incluso admitimos la Batracomaquia y no hay ningún poeta ilustre que no haya hecho preceder sus obras por algún escrito de estilo más relajado. Por otra parte, era tarde para retener mis poemas, puesto que, de hecho, ya los teníais en vuestro poder aquellos en cuyo honor han sido escritos. Para los demás lectores, sin embargo, es inevitable que pierdan mucho de su justificación, ya que no conservan el único encanto que tenían, el de la frescura, porque en ninguno de ellos he trabajado más de dos días, y algunos nacieron en uno solo.”
(Estacio, Silvas, I, dedicatoria)

Stepan Bakalovich, Galería Tretiakov, Moscú

Los emperadores buscaban que los poetas escribieran sus obras con el fin propagandístico de alabar sus hazañas. Así, Augusto había expresado una admiración especial por el Tiestes de Vario, en el que honró el triunfo militar de Augusto en el año 29 a. C. y resaltó el heroísmo del propio emperador y de Agripa. Al autor se le concedió un obsequio de un millón de sestercios.

Horacio habla de la admiración de Augusto por Virgilio y Varo en la epístola que le dedica.

“No desmerecen de tu estima por ellos ni de los obsequios que de ti recibieron —con grandes elogios a quien se los daba—, Virgilio ni Vario, poetas que tú tanto quieres; y es que no se muestra más claramente el rostro de los varones ilustres en las estatuas de bronce, que sus virtudes y su alma en la obra del vate.” (Horacio, Epístolas, II, 1, 245)

Recitatio de Horacio, Pintura de Adalbert von Rössler

El autor podía entregar un ejemplar original de su obra a un librero y editor (bibliopola), para que éste en su taller (taberna libraria) dispusiera la copia múltiple del libro por parte de copistas, que normalmente eran esclavos (servi librarii). Estos editores pagaban una pequeña cantidad a los escritores, pero estos no poseían derechos de autor.

“Frente al foro de César hay una librería con sus jambas totalmente escritas de punta a cabo para que pueda uno leer [los nombres de] todos los poetas. Pídeme allí. No tienes más que preguntar a Atrecto –así se llama el dueño de la librería– y, del primer o segundo estante, por cinco denarios, te entregará un Marcial pulido con piedra pómez y forrado con púrpura.” (Marcial, Epigramas, I, 117)

Librería romana. Mary Evans picture library

El librero Trifón, posiblemente un liberto de origen griego, fue reconocido como editor tanto de marcial como de Quintiliano, el cual ensalzó la calidad de su trabajo.

“Me andabas importunando todos los días, para que diese principio a la publicación de mis libros sobre la instrucción del orador, que había dirigido a mi amigo Marcelo. Por lo que a mí toca, no pensaba estar la obra en sazón, habiendo empleado en trabajarla como eres buen testigo, poco más de dos años, pero embarazado en varias ocupaciones; tiempo que por la mayor parte he gastado en discurrir sobre esta materia casi infinita, y en la lectura de innumerables autores, más que en escribir. Siguiendo por otra parte el precepto de Horacio en su Arte Poética, que aconseja no apresuremos la publicación de nuestro trabajo, sino que le tengamos reservado por el discurso de nueve años, dejaba descansar la obra, para que, calmando aquel amor que tenemos a lo que es parte de nuestro entendimiento, la pudiese yo examinar con menos pasión, leyéndola como si no fuese cosa mía. Pero si es tan deseada su publicación como me aseguras, salga enhorabuena al público, y deseemos que tenga buena ventura, pues confío que por tu cuidado y diligencia llegue a sus manos muy enmendada.” (Quintiliano, Instituciones Oratorias, Prefacio)

Horacio recitando. Vincenzo Morani

Un cierto librero llamado Doro es recordado por haber comprado una copia maestra, y, quizás el texto original, de Cicerón, y por publicar y vender la obra histórica de Livio.

“Llamamos libros de Cicerón los mismos que Doro, librero, llama suyos, y lo uno y lo otro es verdad; porque el uno los llama suyos por ser autor de ellos, el otro porque los compró, y así justamente se dice que son de entrambos, porque en esto lo son, aunque no por el mismo modo, y en este mismo sentido puede Tito Livio recibir o comprar de Doro sus propios libros.” (Séneca, De los beneficios, 7, 6, 1)

Sin embargo, el gremio de los libreros tampoco se libraba de las críticas por carecer de la cultura suficiente para discernir un libro bueno de uno malo.

"¿Quién podría rivalizar acerca de su nivel cultural con comerciantes y libreros, que tienen y venden tantísimos libros? Pues, si quieres corroborar esta opinión, verás que, en lo que a nivel cultural se refiere, no son ellos mucho mejores que tu; antes bien hablan con tosquedad como tú, cerrados de entendederas, como es lógico que sean, gentes que no han podido distinguir lo exquisito de lo vulgar." (Luciano, Contra un ignorante que compraba muchos libros, 4)


Los libros antiguos o manuscritos originales podían alcanzar altos precios en el mercado.

“Me mostró un ejemplar muy antiguo del libro II de la Eneida, comprado en el mercado de los Sigillaria por veinte áureos, del que se creía que había pertenecido al propio Virgilio.” (Aulo Gelio, Noches Áticas, II, 3, 5)

Por ese interés de muchos lectores en los libros antiguos, algunos libreros sin escrúpulos pretendían conseguir mayores ganancias haciendo pasar por antiguos libros que no lo eran utilizando diversos trucos.

“Pero, ¿tú te das cuenta de lo que hacen algunos libreros?
INT. - ¿Y por qué me lo preguntas?
DIÓN-. Porque, como saben que la gente se interesa más por los libros antiguos en la idea de que están mejor escritos y en mejores materiales, entierran en trigo los libros más vulgares de los autores modernos para que acaben pareciendo antiguos por el color. Y luego, después de estropearlos bastante, los venden como si fueran antiguos." 
(Dión Crisóstomo, Discursos, XXI, 12)

Para producir libros a gran escala, los editores contrataban los servicios de esclavos y ya en el Imperio, incluso los ciudadanos romanos trabajaban como copistas (librarii), los cuales preparaban sus ediciones al dictado, sobre todo cuando el objetivo era la velocidad y la cantidad, lo que daba lugar a errores. También solían disponer de una copia maestra. En el siglo I d.C. se les pagaba una tarifa fija standard por línea.

Escribas copiando al dictado

Ático, hombre de vasta cultura y grandes recursos económicos, fue editor y amigo de Cicerón, y tenía en su casa esclavos que copiaban las obras del célebre orador. Los especializados en lectura se llamaban anagnostae y los expertos en escritura eran los librarii.

“Si se consideran sus servicios, contó con una servidumbre excelente; pero si es por la apariencia, se diría que era prácticamente normal. La integraban jovencitos muy instruidos, extraordinarios lectores y en su mayoría copistas, de suerte que no había ni siquiera un lacayo que no fuera capaz de realizar de manera aceptable alguna de estas dos tareas. De los que exige la organización doméstica, los demás eran también especialistas, y de los buenos. Sin embargo, entre ellos no tuvo ninguno que no hubiese nacido y se hubiese formado en su casa." (Cornelio Nepote, Vida de Ático, XIII, 3)

César dictando sus Comentarios. Pintura de Pelagio Palagi

Cicerón pide a su amigo Ático que le envíe unos copistas para ayudar en la catalogación de su biblioteca y luego en otra carta le agradece el trabajo realizado por esos esclavos y le expresa su satisfacción por el resultado de su labor.

“Encontrarás un prodigioso catálogo de mis libros, obra de Tiranión; lo que queda de ellos es mucho mejor de lo que había creído. Mándame, por favor, un par de tus copistas, que Tiranión pueda utilizar como encuadernadores y auxiliares para el resto, y ordénales que tomen un poco de pergamino con que hacer los títulos, a los que vosotros, los griegos, según creo, les llamáis sittúbas.” (Cicerón, Cartas a Ático, IV, 4a)

“Por cierto, después de haberme organizado los libros Tiranión, parece que a mi casa se le ha añadido inteligencia. En esta tarea sin duda ha sido maravillosa la contribución de tu Dionisio y tu Menófilo. No hay cosa más atractiva que aquellos estantes tuyos después de que dieron lustre a mis libros con sus títulos.” (Cicerón, Cartas a Ático, IV, 8)


Los correctores (anagnostae) hacían marcas en los manuscritos para certificar que habían sido copiados y comprobados en base a una copia de confianza. Si el corrector era un experto la copia se consideraba de gran valor y se vendía a un alto precio en las librerías.

Como los libreros atendían especialmente a la rapidez en las copias, la habilidad de los correctores añadía prestigio al editor. Aulo Gelio recoge una anécdota de cómo una copia de una obra en venta en una librería se anunciaba como hecha sin un solo error, pero un gramático encuentra uno solo.

“El poeta Julio Paulo, hombre que recordamos como muy sabio, y yo nos hallábamos sentados casualmente en una librería en el barrio de los Sigillaria. Estaban allí expuestos los Anales de Fabio, libros de auténtica y probada antigüedad, de los que el vendedor aseguraba que carecían de erratas. Sin embargo, uno de los gramáticos más conocidos, contratado por el comprador para examinar los libros, decía haber encontrado una errata en un libro; por su parte, el librero apostaba lo que quisiera a que no había error ni en una sola letra. El gramático mostraba que en el libro IV aparecía escrito lo siguiente17: “Por eso entonces por vez primera uno de los cónsules fue elegido de entre la plebe el año vigésimo segundo [duovicesimus] después de que los galos tomaron Roma”18. “No debió -dice el gramático- escribir duovicesimus, sino duo et vicesimus.” (Aulo Gelio, Noches Áticas, V, 4, 1-5)



Las quejas sobre la mala ejecución de los copistas (librarii) a la hora de trasladar el escrito original a las copias que debían ser distribuidas para su venta, eran frecuentes, y los errores graves enojaban a los autores originales.

“Si algo te parece en estas páginas, lector, o muy oscuro o poco latino, el error no es mío; lo ha tergiversado el copista con las prisas por cargar versos a tu cuenta. Pero si crees que no es él, sino yo, quien ha caído en falta, entonces yo creeré que tú no tienes ni pizca de inteligencia.
—“Pero esos versos son malos”. —¡Como si yo negara lo evidente! Estos son malos, pero tú no los haces mejores.”
(Marcial, Epigramas, II, 8)

Si un autor no deseaba confiar a un editor la publicación de su obra por considerar que no le iba a prestar la atención necesaria, podía recurrir a una revisión y edición hecha por él mismo, que podía ocasionalmente ir acompañada de un sello con el nombre del autor y ciertos datos autobiográficos. Estas copias se vendían a muy alto precio debido a su alta fiabilidad por lo que algunos editores animarían a los autores a hacer sus propias copias con las cuales obtendrían mayores beneficios.

“Biblioteca de una finca deliciosa, desde donde el lector ve próxima la ciudad, si entre tus más sacrosantos poemas hubiera algún sitio para mi juguetona Talía, puedes colocar, aunque sea en el estante más bajo estos siete libros que te he enviado corregidos por la pluma de su propio autor. Estas tachaduras aumentan su precio. Pero tú, delicada, que por mi pequeño regalo serás celebrada, famosa en el mundo entero, guarda esta prenda de mi corazón, ¡oh biblioteca de Julio Marcial!” (Marcial, Epigramas, VII, 17)



Incluso las ediciones revisadas por eruditos o gramáticos (a quienes editores concienzudos empleaban para hacer copias de autores ya fallecidos) servían al público como garantía de calidad y fidelidad textual por las cuales los lectores pagaban grandes sumas.

“¿Con qué palabras podría expresar yo mi alegría por haberme enviado ese discurso mío copiado por tu puño y letra?... ¿Qué cosa parecida le aconteció a Marco Porcio, a Quinto Enio, a Gayo Graco, a Ticio el poeta, a Escipión, a Numidico, a Marco Tulio? Sus obras se consideran más valiosas y consiguen la máxima gloria si las copias de las mismas han sido escritas por mano de Lampadio o Estaberio, de Plaucio o de Décimo Aurelio, de Autricón o de Elio, o si son corregidas por Tirón, o copiadas por Domicio Balbo, o por Ático, o Nepote.” (Frontón, Epístolas, I, 7, 3-4)

Los lectores de obras literarias provenían principalmente de las cultas clases altas y de las ciudades, cuyos miembros tenían a esclavos que leían a invitados o a sus propios señores. Plinio el joven describe uno de los actos cotidianos de su tío Plinio el viejo.

“A menudo, después de tomar algún alimento, que durante el día era ligero y simple según una antigua costumbre, en verano, si tenía algún tiempo libre, se tumbaba al sol y se hacía leer un libro, mientras tomaba notas y copiaba algún pasaje." (Plinio, Epístolas, III, 5, 10)

Pintura de Alma-Tadema

Cuando un autor consideraba terminada su obra literaria, solía darla a conocer en una lectura pública, recitatio, de tal forma que los escritores con cierta posición disponían en su casa de una estancia en su casa habilitada para ello, el auditorium. En esta sala se instalaba una tarima para que el autor, el dueño de la casa o un invitado, con un cuidado aspecto, intentara desde allí convencer con su actuación y prestancia al público asistente.

“Al igual que en la vida, en la literatura creo que lo más hermoso y más adecuado a la condición humana es mezclar la severidad y la amabilidad, para que la primera no se convierta en antipatía, y la segunda en ligereza. Inducido por este principio, intercalo en las obras más serias juegos y pasatiempos. Para dar a conocer estos elegí el momento y el lugar más oportunos, y para que se acostumbrasen ya desde ahora a ser oídos también por personas desocupadas y en los comedores, coloqué a mis amigos en el mes de julio, en el que suelen ser más infrecuentes los litigios judiciales, en sillas situadas delante de los lechos.” (Plinio, Epístolas, VIII, 21)

Pintura de Alma-Tadema

En la época de Plinio el joven las lecturas privadas destinadas a una limitada audiencia se hacían casi a diario.

El método de lectura pública servía al escritor para corregir sus propios escritos y tener en cuenta la valoración que sus oyentes hacían de ellos con el fin de asegurarse que serían del gusto general antes de publicarlos.

“Yo no busco los elogios por mi discurso cuando lo leo públicamente, sino cuando soy leído, y consecuentemente empleo todos los métodos posibles de corrección. En primer lugar, examino a fondo conmigo mismo lo escrito; luego, se lo leo a dos o tres amigos; después, se lo envío a otros para que hagan los comentarios que crean convenientes, y sus comentarios, sí tengo dudas sobre ellos, los sopeso de nuevo con uno o dos amigos, y, por último, hago una lectura ante más gente, y este es el momento, créeme, en el que hago las correcciones más profundas; pues mi diligencia aumenta en razón directa de mis angustias.” (Plinio, Epístolas, VII, 17)

Catulo recitando. Foto Science source

Cuando la lectura se llevaba a cabo antes de la edición y venta de ejemplares, los comentarios de los asistentes sí eran decisivos a la hora de animar a los editores a invertir o no en la publicación, por lo que el que no podía permitirse alquilar un lugar donde desarrollar su recitatio, buscaba cualquier lugar, en el que hubiera gente reunida, como el foro, las termas o bajo los pórticos. La mayoría de escritores debían recurrir a mecenas que les cedían su auditorium para la lectura:

"Ofrece su propia casa a los que desean celebrar lecturas de sus obras, pero, además, como hombre extraordinariamente afable que es, frecuenta las salas públicas de recitaciones, pues no sólo gusta de asistir a éstas en su casa." (Plinio, Epístolas, VIII, 12)

Virgilio y Vario en casa de Mecenas, Pintura de Charles Francois Jalabert

Las mujeres asistían a estas lecturas, sobre todo, si se hacían en sus residencias.

"Y Augusto —pues casualmente estaba lejos de Roma por la campaña de Cantabria—, le pidió en cartas suplicantes y también, en broma, amenazadoras que "de la 'Eneida' le fuera enviado", según sus palabras, "o el primer esbozo del poema, o la parte que quisiera". Sin embargo, mucho después, cuando finalmente había preparado la materia, Virgilio le recitó únicamente tres libros, el segundo, el cuarto y el sexto, pero éste con gran impresión en Octavia, de la que se cuenta que, estando presente en la recitación, desfalleció ante aquellos versos acerca de su hijo: "tú serás Marcelo", y fue reconfortada con dificultad. También recitó a muchos otros, pero no frecuentemente y casi sólo esas cosas acerca de las cuales dudaba, para conocer más la opinión de los hombres." (Suetonio, Vida de Virgilio, 31-33)

Virgilio leyendo la Eneida, pintura de Vncenzo Camuccini

Era costumbre entre los escritores romanos gestionar la copia privada de unos cuantos ejemplares de su libro recientemente terminado. Para distribuir entre amistades y patronos y obtener su opinión, no siendo raro que los autores cambiaran sus textos tras haberlos entregado a un editor.

“No tengo la menor duda de que deseas, dado tu habitual afecto por mi persona, leer este libro lo antes posible, todavía fresco. Lo leerás, pero después de la revisión, que fue precisamente la causa de su lectura pública. Sin embargo, ya conoces algunos pasajes de él. Tendrás conocimiento de estos pasajes, corregidos después, lo que suele ocurrir por una demora larga, empeorados como si se tratase de partes nuevas o rehechas. Pues, cuando se cambian muchas partes de una obra, parece que también se han cambiado las partes que se han conservado.” (Plinio, Epístolas, VIII, 21)
Pintura de Alma-Tadema

Debido a lo extendida que estaba esa costumbre algunas amistades se quejarían por no haber recibido el último ejemplar de manos del propio autor, como recuerda Símaco en una epístola destinada a Ausonio.

“Y no es extraño que se haya debilitado la vena de mi elocuencia, pues hace tiempo que no la alientas con la lectura de algún poema o libro en prosa tuyo. En consecuencia, ¿con qué fundamento me reclamas con una usura enorme mis escritos cuando no me has prestado nada de tu capital literario? Tu Mosela, que has inmortalizado con versos divinos, anda volando por las manos y los pliegues de la toga de muchos, pero ha pasado sólo rozando mi boca. Dime por favor por qué has querido privarme de esa obrita.” (Símaco, Epístolas, I, 14)

Como norma general, en la antigua Roma el editor de una obra necesitaba el permiso del autor para publicarla, aunque no era estrictamente necesario, pero se enfrentaba a consecuencias económicas, si el autor, que era el encargado de darle su forma final, decidía no ponerla en circulación.

Con respecto a la escena teatral una copia de la obra quedaba en manos de los ediles que eran los encargados de que la obra se representase públicamente.

Pintura de Camillo Miola

Cuando el autor y el editor tenían relaciones de amistad, el primero enviaba al segundo una versión provisional de su obra, no para su inmediata publicación, sino para hacerse con una crítica constructiva de un respetado lector. Por una carta de Cicerón a Ático sabemos que a Cicerón no le gustó que su editor y amigo publicara una obra suya sin su aprobación. Ático permitió que Balbo copiara el quinto tomo de la obra De Finibus de Cicerón, antes de que este indicara que ya estaba listo. Cicerón le echa en cara que la obra llegara a manos de Balbo, antes que a las de Bruto, a quien estaba dedicada. Además, Cicerón entretanto había alterado, y, quizás, mejorado, el trabajo, y, por tanto, el texto que había obtenido Balbo no estaba completo.

“Dime, en primer lugar, ¿te parece bien publicar sin orden mía? Ni siquiera lo hacía Hermodoro, aquel que solía difundir los libros de Platón, de donde

'Hermodoro con los diálogos...'.

Pues, ¿qué?, ¿consideras correcto darlo a cualquiera antes que a Bruto, a quien 'se lo dedico' a instancias tuyas? Pues Balbo me ha escrito que había hecho copiar el quinto libro de un De Finibus procedente de ti; en el cual no he cambiado ciertamente muchas cosas, pero sí algunas. Tú obrarías adecuadamente si guardas los demás para que Balbo no tenga un texto 'sin corregir' y Bruto 'anticuado'."
(Cicerón, Epístolas, XIII, 21)


Sin embargo, a pesar de la crítica, Cicerón no menciona que se haya quebrantado ninguna ley, solo la confianza, y además no hay beneficio económico, porque solo se había cedido el manuscrito para hacer una copia, no para su edición final.

Virgilio murió sin terminar su obra La Eneida, por lo que anteriormente había pedido a sus amigos Vario y Tucca que el manuscrito no fuese publicado tras su muerte. Ello puede mostrar que existía conciencia social de que el autor poseía derechos sobre su obra incluso tras su muerte. Aunque en un principio, sus amigos respetaron sus deseos, Augusto mandó que lo publicaran, anteponiendo la divulgación de la obra al deseo del propio autor. Vario y Tucca tuvieron que ceder, pero se negaron a revisar o completar el manuscrito como reconocimiento a la autoría de virgilio.

“El Divino Augusto prohibió que quemaran los poemas de Virgilio en contra de la modestia del testamento de éste; así le cupo al poeta una prueba de reconocimiento mayor que si él mismo hubiera aprobado su propia obra.” (Plinio, Historia Natural, VII, 114)

Virgilio con las musas Clío y Melpómene, Museo del Bardo, Túnez

Entre autor y editor existiría una relación contractual para la publicación del manuscrito y su distribución, aunque eso no suponía que el autor no pudiera decidir sustituir al editor por otro que le conviniese más. Proporcionar una edición cuidada ayudaría a conservar a los autores que buscaban la buena fama de sus obras.

“Tú, que deseas que mis libritos estén contigo en todas partes, y buscas tenerlos como compañeros de un largo viaje, compra los que en pequeñas páginas oprime el pergamino. Reserva las estanterías para las grandes obras; yo quepo en una sola mano. Pero para que no ignores dónde estoy a la venta y no vayas errando sin rumbo por toda la ciudad, siendo yo tu guía no tendrás duda. Pregunta por Segundo, el liberto del docto Lucense, detrás del templo de la Paz y del Foro de Palas.” (Marcial, Epigramas, I, 2)

Escriba con tablilla de cera y stilus, Museo Arqueológico de Trier, Alemania

Como normal general los escritores estaban muy mal pagados y eran habituales sus quejas ante los beneficios obtenidos por los editores de sus obras y el poco dinero que ellos mismos recibían por su trabajo.

“Todo el tropel de Xenias en este delgado librito te costará al comprarlo cuatro sestercios. ¿Qué cuatro es demasiado? Podría costarte dos, y aún haría negocio el librero Trifón. Estos dísticos puedes enviárselos a tus huéspedes en vez de un regalo, si tan escasos son para ti las perras como para mí. Mediante unos títulos tendrás los nombres añadidos a los contenidos.” (Marcial, Epigramas, XIII, 3)

Las dedicatorias a personajes notables podían sustituir a salarios a veces inexistentes pues los individuos a los que se dedicaba el libro se ocupaban de que las ediciones de los libros fueran cuidadas y costosas lo que elevaba su notoriedad.

“Librito mío, ¿a quién quieres obsequiar? Búscate en seguida un protector, no sea que, llevado al punto a la cocina ahumada, tu papel aún húmedo se destine a envolver atunes frescos o sirvas de cucurucho del incienso y la pimienta. ¿Te marchas al seno de Faustino? Sabes lo que haces. Ahora puedes echarte a andar ungido con aceite de cedro y, hermoseado por la doble ornamentación de tu frente, regodearte en tus dos cilindros pintados, y que la púrpura delicada te cubra y que el título se enorgullezca con el rojo de la grana. Si él te protege, no temas ni a Probo.” (Marcial, Epigramas, III, 2)

Fresco de Pompeya

En el caso de que los textos no estuvieran ya en posesión de su autor, como sucede con las cartas, no hay evidencia de que el remitente mantuviera derecho sobre su publicación, pero sí que podía existir un código ético de respeto por la amistad y por el honor personal.

"A menudo me has animado a reunir y a publicar aquellas cartas mías que hubiese escrito con mayor esmero. Las he reunido sin conservar un orden cronológico, ya que no escribía una historia, sino según iban llegando a mis manos. Ahora solo falta que tú no te arrepientas de tu consejo, ni yo de haberte hecho caso. Pues entonces ocurrirá que me pondré a buscar todas las que hasta ese momento yazgan olvidadas, y no suprimiré ninguna que haya podido escribir con posterioridad. Adiós.” (Plinio, Epístolas, I, 1)



Si un amigo del autor consideraba digna de divulgación alguna de sus obras la exponía al público para dar a conocer el buen hacer del escritor, aunque esto no agradara del todo al autor por haberse hecho sin su permiso. Se consideraba que una vez compuesta no se debía retener.

“Me pareces demasiado pudoroso al acusarme de haber divulgado tu opúsculo, pues es más fácil mantener en la boca unos rescoldos ardientes que guardar el secreto de una obra brillante. En cuanto tu poema partió de tu lado, perdiste todo derecho. Un discurso hecho público es un bien común… sé indulgente con tu estilo, para que te des a conocer a menudo. Dedícanos por lo menos algún poema didáctico o exhortatorio. Pon a prueba mi silencio, que por más que deseo atestiguártelo, no me atrevo sin embargo a garantizar. Yo conozco el prurito de comentar una obra que se ha examinado, pues de algún modo alcanza una participación en el encomio el primero que divulga una obra ajena bien escrita.”
(Símaco, Epístolas, I, 31)

Algunos autores tenían que enfrentarse a que otros con menos talento intentasen apropiarse de su producción y la hiciesen pasar como si fuera propia. Había casos de citas y préstamos sin indicar su procedencia o de trabajos que sin alterar o parcialmente alterados se atribuían a otros.

Profeta leyendo un papiro, Sinagoga de Dura Europos.
Gillman slide collection

Así en los Epigramas de Marcial se encuentran varias acusaciones contra individuos que plagian sus obras.

“Corre el rumor de que tú, Fidentino, lees mis versos al público como si fueran tuyos. Si quieres que se diga que son míos, te enviaré gratis los poemas; si quieres que se diga que son tuyos, compra esto: que no son míos.” (Marcial, Epigramas, I, 29)

Ante la posibilidad de ver sus obras robadas, algunos autores podían sellar sus escritos con un sello que indicaba la atribución de la obra a su verdadero autor.

“Cirno, para mí que soy un artista instruido un sello quede
impuesto sobre estos versos: si son robados, nunca pasarán
inadvertidos, y nadie estropeará lo que de bueno hay en ellos.
Todo el mundo dirá así: "Son versos de Teognis de Mégara":
célebre entre todos los hombres.”
(Teognis de Mégara, vv 19-23)


Sello de biblioteca en terracota

Los romanos eran conscientes de que la lectura de obras de otros autores podía influir en la propia. Ovidio, exiliado en Tomi, se quejaba amargamente de que sin sus libros le faltaba inspiración y el material necesario para producir sus propios escritos.

“Justo será con mis poemas cuando conozca que han sido escritos en tiempo de destierro y en un lugar de barbarie, y se admirará de que en medio de tantas adversidades haya podido componer poema alguno con mi triste mano. Las desgracias han sofocado mi ingenio, cuya fuente ya antes era infecunda y su vena pequeña. Pero la que había se retiró por falta de ejercicio y, desecada por el largo abandono, ha desaparecido. No hay aquí abundancia de libros que me estimule y alimente: en lugar de libros, resuenan los arcos y las armas.” (Ovidio, Tristes, III, 14, 30)

Ovidio en el exilio. Ion Theodorescu Sion

Los poetas podían emplear motivos ya utilizados por otros poetas de forma que se viera como un cumplido hacia su obra. Además, una excesiva originalidad temática no estaba bien vista en una sociedad tan conservadora con respecto a la literatura como la romana. Macrobio elogió a Virgilio por haber mantenido vivo para la posteridad el espíritu de los poetas antiguos en sus propias obras.

“Si a todos los poetas y escritores se les permitió practicar entre sí tal asociación y comunidad de bienes, ¿quién podría achacar a Virgilio un delito, si para perfeccionarse tomó algo prestado de los autores antiguos? Además, hay que darle las gracias por ello, porque al transferir algunas cosas de las obras de aquéllos a la suya propia, que está destinada a perdurar eternamente, impidió que se perdiera del todo la memoria de los antiguos.” (Macrobio, Saturnales, VI, 1, 5)

Mosaico del Museo Arqueológico de Trier, Alemania, foto Carole Raddato

El deseo de fama inmortal y reconocimiento por sus obras guiaba a la mayoría de los autores de la antigüedad, por lo que muchos de ellos indicaban en alguna parte de los textos que escribían una mención a su nombre, origen, ancestros, inspiración y logros, con los que aspiraban al reconocimiento social por su creación. También era una defensa de la autoría de la obra que trataba de evitar que otros se atribuyeran el mérito.

En los versos siguientes Horacio reivindica ser el primero en la composición de metros líricos eolios en latín. Además, brinda su gloria a la musa que lo ha inspirado y reclamar el premio que cree merecer.

“He dado cima a un monumento más perenne que el bronce
y más alto que el regio sepulcro de las Pirámides; tal que ni
la lluvia voraz ni el aquilón desatado podrán derribarlo; ni la
incontable sucesión de los años, ni el veloz correr de los tiempos.
No moriré yo del todo y gran parte de mí escapará a Libitina.
Sin cesar creceré renovado por la celebridad que me espera,
mientras al Capitolio suba el pontífice con la callada virgen
De mí se dirá —allá por donde violento el Áufido retumba
y Dauno, escaso de agua, reinó sobre pueblos montaraces—
que, poderoso a pesar de mi origen humilde, fui el
primero en llevar el canto eolio a las cadencias itálicas.
Acepta este orgullo debido a tus méritos, y con el laurel
de Delfos, Melpómene, cíñeme de buen grado los cabellos.”
(Horacio, Odas, 3, 30)

Musa Melpómene, Museo Arqueológico de Trier

Los libros eran regalos disponibles para intercambiar en las Saturnales, y de su calidad en la presentación dependía su precio y el agradecimiento del obsequiado.

“Eso de enviarme, Gripo, un libro a cambio de otro libro, ha sido, sin duda, por gastarme una broma. Y podría parecer gracioso, si después me mandases otro obsequio; porque si continúas con tales bromas, ya no lo serán más. Pero bueno hagamos cuentas, el mío, en estuche de púrpura, con su papiro nuevo, adornado con dos cilindros, me costó, además de mi esfuerzo, una moneda de diez ases. El tuyo, comido por la polilla y desmoronándose como los que están empapados de aceitunas Líbicas, o los que envuelven incienso o pimienta del Nilo, o cultivan el atún de Bizancio; …. lo compraste en el puesto de un pobre librero, más o menos por un as de Calígula, tal es tu regalo.” (Estacio, Silvas, IV, 9)

Sin embargo, los autores con cierto prestigio se vanagloriaban de ver que sus obras tenían buena acogida en el mercado editorial y eran vendidas y apreciadas por distintas partes del imperio romano.

“No creía que en Lugdunum (Lyon) hubiera librerías, y he recibido tanto más placer al saber por tu carta que mis opúsculos se venden en ellas. Estoy encantado de que ellos conserven fuera de Roma la popularidad que han ganado en ella. Empiezo, pues, a pensar que son bastante perfectas unas obras, sobre las que coinciden las opiniones públicas en regiones tan separadas las una de las otras.” (Plinio, Epístolas, IX, 11, 2)



Para hacer más atractivos los manuscritos en ocasiones se decoraban con ilustraciones relativas al contenido del texto. Los escritos de los últimos siglos del Imperio con temática religiosa parece que incluyeron dibujos que ayudarían a entender mejor el mensaje destinado a las comunidades cristianas. Aunque es más difícil encontrarlos en papiro por su fragilidad, los códices de pergamino si empezaron a constituir un soporte adecuado que se siguió empleando a lo largo de la Edad Media.

Papiro Goleniscev, Museo Pushkin, Moscú

En Roma, la mujer aristócrata llegó a tener un cierto status de privilegio y un poco de educación que le permitía aprender y conocer la tradición literaria, y también desenvolverse socialmente.

Hacia finales de la República e inicios del Imperio el hábito de la lectura se convirtió en una ocupación más cotidiana incluso para las mujeres, que siempre habían aparecido en la literatura como modelos de virtud cuya principal dedicación eran la casa y los hijos.

Los poetas elegíacos romanos muestran su admiración por la docta puella, una mujer liberada y culta, que atraen a sus admiradores por su belleza y su capacidad intelectual, en vez de por su linaje o virtudes tradicionales.

Catulo leyendo sus poemas. Pintura de Alma-Tadema

Propercio describe que fue lo que le atrajo de su amada Cintia:

"No me ha cautivado tanto su rostro, aunque es espléndido
(los lirios no son más blancos que mi dueña:
es como la nieve meótica si rivalizara con el bermellón íbero,
y como los pétalos de la rosa nadan en pura leche),
ni su cabello, que cae ordenadamente por su cuello suave,
ni sus ojos, dos antorchas que son mis estrellas, ni es como
cuando una joven luce con un vestido de seda de Arabia
(no soy yo un amante que se enamora por nada):
me ha cautivado su elegancia en el baile, servido ya el vino,
como cuando Ariadna dirigía las danzas de las Ménades;
y me ha cautivado cuando tantea versos en ritmo eolio,
tan experta en tañer la lira como Aganipe,
y cuando compara sus escritos con la antigua Corina,
cuyos versos piensa q u e ninguna otra puede igualar a los suyos."
(Propercio, Elegía, II, 3)

Pintura de Alma-Tadema, Museo Nacional de Gales

Se conocen muy pocas escritoras y de algunas de ellas solo se conservan sus nombres y en otros casos, fragmentos de su creación literaria. La ausencia de textos escritos por mujeres, probablemente se debió al temor de que la mujer dejara el ámbito privado para introducirse en el ámbito masculino y público, y obtuviese el poder de equipararse al hombre, pues dar a conocer los escritos convertía al autor en un ser público, conocido por la sociedad a la que pertenecía, considerado por siglos el derecho social propio del varón.

Ovidio alaba el talento creativo de su hijastra Perila, joven educada y de buenas costumbres, animada a componer poesía por el propio escritor, quien se lamenta de que ahora, quizás debido al destierro que él sufre, haya abandonado la creación literaria.

“Y dime, ¿acaso tú también te aplicas a nuestros estudios
comunes y compones doctos poemas en un metro no
patrio? Pues la naturaleza, de acuerdo con el destino,
te ha dotado de púdicas costumbres, de cualidades excepcionales
y de talento. Ese talento tuyo fui el primero en
conducirlo a las ondas de Pegaso, a fin de que no se
agotase de mala manera tu vena de agua fecunda. Fui el
primero que lo descubrió en tus tiernos años de jovencita
y, como un padre para su hija, fui tu guía y compañero.
Así pues, si permanece aún ese mismo fuego en tu pecho,
únicamente la poetisa de Lesbos superará tu obra.
Pero me temo que mi fortuna en este momento te esté
deteniendo y que tras mi desgracia tu pecho haya quedado
sin inspiración. Mientras pudo ser, con frecuencia tú me
leías tus poemas y yo te leía los míos; unas veces era tu
juez, otras tu maestro: unas veces prestaba oídos a tus
versos recién compuestos, otras, cuando interrumpías tu
labor, yo era el motivo de tu rubor. Tal vez, debido a
mi ejemplo, por el hecho de que mis libritos me perjudica-
ron, has seguido también tú el destino de mi castigo. Depon,
Perila, tu miedo; cuida sólo de que ni hembra alguna
ni varón aprenda a amar empujado por tus escritos.”
(Ovidio, Tristes, III, 7)

La edición de lujo, Pintura de John William Godward

Las únicas escritoras que podían participar de los círculos literarios reconocidos eran las que pertenecían al mismo ámbito social, generalmente de clase aristocrática y debían rodearse de patrones influyentes, al igual que hacían los escritores varones de la época.

Tal es el caso de la conocida poetisa Sulpicia que escribió poemas amorosos y tenía como protector a su tío Marcus Valerius Messala Corvinus, político, gran orador y patrón de la literatura de su época, conocido mecenas de los poetas del círculo de Tibulo y de Ovidio; y tutor, además, de su sobrina.

“Se presenta un odioso cumpleaños que habrá de transcurrir triste en el tedioso campo y sin Cerinto. ¿Qué hay más agradable que la ciudad? ¿Pueden ser adecuados a una joven una casa
de campo y un río helado en la llanura aretina?
Ya, Mésala, en exceso preocupado por mí, tranquilízate;
tus viajes con frecuencia son inoportunos, pariente mío. Apartada
aquí dejo mi alma y mis sentidos, en tanto que no [permites]
que esté a mi gusto.”
(Ciclo de Sulpicia, III, 14)

Fresco de Pompeya. Museo Arqueológico de Nápoles

Sulpicia es una joven de buena estirpe que desafía las habladurías de los de su clase y las preocupaciones de su familia por su virtud. Con sus poemas, logra el amor de Cerinto de igual forma que los poetas elegiacos cautivaban a la persona amada con sus versos.

“Por fin llegó el amor, el que se me reprocha haber ocultado
a mi pudor tanto como no habérselo desvelado a nadie.
Convencida por mis Camenas, Citerea me trajo a aquél
y lo dejó caer en mi pecho: Venus cumplió sus promesas:
que narre mis goces si alguien dice no haber tenido los
suyos. No quisiera yo enviar nada en tablillas selladas para
que nadie lo lea antes que el mío, pero me agrada haber
pecado, me molesta fingir un rostro de cara a la galería: que
de mí se diga que he sido digna de un digno.”
(Ciclo de Sulpicia, III, 13)

Horacio y Lidia, Pintura de John Collier

Plinio el joven equipara a su esposa Calpurnia a una docta puella que lee sus obras, canta sus versos y asiste a sus recitaciones, aunque conservando la virtud de la castidad, de la cual carecían las famosas Lesbia de Catulo o Delia de Tibulo.

"Es extraordinariamente inteligente y frugal; me ama, lo que indica su virtud. Añade a esto el interés por los estudios literarios, que le ha inspirado el amor que siente por mí. Guarda copias de mis obras, que lee una y otra vez, e incluso las aprende de memoria… Ella misma, cuando hago una lectura pública, se sienta en un lugar próximo, oculta por una cortina, y escucha atentamente los elogios que recibo. Ella incluso ha puesto música a mis poemas y los canta con su cítara, que no le ha enseñado a tocar ningún artista, sino el amor que es el mejor de los maestros.” (Plinio, Epístolas, IV, 19)

Pintura de Stepan Bakalovich

Ya a finales del Imperio una mujer perteneciente a una clase social elevada, Egeria, escribió en prosa un diario sobre los viajes que realizó en peregrinación a Tierra Santa describiendo además la comunidad cristiana que allí vivía. Su status social queda patente en el hecho de que es recibida por las autoridades religiosas locales, que le proporcionan guías y escoltas y su riqueza en que tiene capacidad para cubrir los gastos de su itinerario por sí misma. Su independencia demuestra que no estaba casada al menos durante la época descrita. Es un trabajo personal, sin intención de ser publicado, destinado a ser leído por sus compañeros de religión, pero que instruye sobre la educación y erudición que algunas mujeres privilegiadas tenían en ese momento histórico.

“Luego, siguiendo la marcha, llegamos a un lugar dónde aquellos montes entre los cuales íbamos se abrían, formando un valle amplísimo, muy llano y muy hermoso, y al fondo de él se veía el santo monte de Dios, el Sinaí…” (Itinerario de Egeria, 1, 2)

Museo Metropolitan, Nueva York

En los últimos siglos del Imperio el sistema de edición y publicación de obras literarias no cambió demasiado. Los escritores seguían escribiendo sus obras que eran copiadas por copistas y enviadas a los lectores que las solicitaban.

“¡Con qué interés solicitó mis propias obras, hasta el punto de enviar seis copistas —pues en esta tierra hay penuria de escribanos que conozcan la lengua latina— con el encargo de copiar para él todo lo que he dictado desde mi juventud hasta el día de hoy!” (Jerónimo, Epístolas, 75, 4)

Foto Granger

Estos mismos enviaban sus propios copistas a cualquier parte del Imperio movidos por su interés en hacerse con los escritos de autores reconocidos. El miedo de estos seguía siendo que las copias tuvieran errores que dificultaran la lectura o comprensión de los textos.

“Respecto de mis obras, que, no por su propio valor sino por tu benevolencia, deseas tener, según me dices, ya se las di a tus hombres para que las trasladaran, y las he visto ya copiadas en los códices de pergamino; no me he cansado de advertirles que las cotejaran con todo cuidado y las corrigieran. Yo no he podido releer personalmente tantos volúmenes, dada la aglomeración de pasajeros y muchedumbre de peregrinos. Además, como ellos pudieron comprobar con sus propios ojos, he estado impedido por una larga indisposición y justo por los días de cuaresma, cuando ellos partían, he empezado a respirar. Así pues, si encuentras erratas o se ha omitido algo que impida al lector la inteligencia, no deberás achacármelo a mí, sino a los tuyos y a la ignorancia, que copian no lo que tienen delante, sino lo que entienden, y mientras pretenden corregir errores ajenos, ponen de manifiesto los propios.” (Jerónimo, Epístolas, 71, 5)



Tras la terminación de sus composiciones los autores las divulgaban en las recitaciones que seguían como una fiel tradición. Libanio felicita a un tal Marcelino por el éxito de sus audiciones en Roma que ha llegado hasta sus oídos en Antioquía.

"Habría sido algo grande que pasaras tu estancia en Roma en silencio escuchando las recitaciones de los demás; muchos son los oradores a quienes Roma nutre y que siguen los pasos de sus padres. Pero el hecho es que uno escucha a aquellos que vienen de Roma que tú ya has dado algunas lecturas públicas y darás más, ya que tu obra se ha dividido en muchas partes y cada una, habiendo sido alabada, da lugar a otra más. Oigo que Roma te ha coronado por tu labor artística y ha proclamado que has superado a algunos y que los otros no te han superado a ti.” (Libanio, Cartas, 1063)

Prosa, Pintura de Alma-Tadema


Bibliografía

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https://papers.ssrn.com/sol3/papers.cfm?abstract_id=966192; 
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https://www.jstor.org/stable/4302429; The Book Trade at the Time of the Roman Empire; Felix Reichmann
https://www.jstor.org/stable/639358; The Circulation of Literary Texts in the Roman World; Raymond J. Starr
https://revistas.um.es/myrtia/article/view/159381; Libros, libreros y librerías en la Roma antigua; José Luis Vidal
https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=3761481; El libro en Roma; Ibor Blázquez Robledo1
https://www.academia.edu/37894454/The_Audience_of_Ammianus_Marcellinus_and_the_Circulation_of_Books_in_the_Late_Roman_World; The Audience of Ammianus Marcellinus and the Circulation of Books in the Late Roman World; Darío N. Sánchez Vendramini
https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=1393861; MATRONA AUT DOCTA PUELLAt ¿DOS UNIVERSOS IRRECONCILIABLES; Cristina DE LA ROSA CUBO
https://www.redalyc.org/pdf/442/44249252004.pdf; UNA APROXIMACIÓN A LOS IDEALES EDUCATIVOS FEMENINOS EN ROMA: MATRONA DOCTA/PUELLA DOCTA, Nazira Álvarez Espinoza
https://archive.org/details/publiclibraries00boydgoog/page/n9; PUBLIC LIBRARIES AND LITERARY CULTURE IN ANCIENT ROME; CLARENCE EUGENE BOYD
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