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lunes, 21 de noviembre de 2016

Taberna argentaria, dinero y banqueros en la antigua Roma


Pintura casa de Julia Felix, Museo Arqueológico de Napóles, foto de Wolfgang Rieger

En el siglo IV a. C. apareció el grupo financiero profesional más antiguo en el mundo romano: el de los argentarios (argentarii). Los antiguos romanos tuvieron en un principio una actitud de rechazo ante el lujo y el poder que la acumulación de riquezas proporcionaba a muchos hombres, pero con el tiempo se adaptaron a una economía que se basaba en el libre comercio y que utilizaba unas técnicas financieras como el cambio de moneda y el préstamo con interés.

“Te enseñaré cómo puedes llegar a ser rico muy de prisa. ¡Cómo anhelas escucharme con mucha atención! Y no sin razón: te conduciré a las mayores riquezas por el camino más corto. Sin embargo, necesitarás un fiador: para que puedas negociar conviene que obtengas dinero de otra persona, pero no quiero que lo tomes en préstamo por medio de un intermediario, no quiero que los intermediarios arrastren tu nombre. Te proporcionaré un fiador dispuesto, aquel fiador catoniano: tomarás el dinero de ti mismo. Por poco que sea, será bastante; si faltase algo, lo pediríamos a nosotros mismos; pues no hay diferencia, mi (amigo) Lucilio, entre no desear o tener.” (Séneca, CXIX)

La mayoría de sus clientes eran propietarios agrícolas y comerciantes, además de patricios a los que proporcionaban dinero para sus aventuras políticas y nuevos ricos deseosos de hacer dinero rápidamente.
Sus oficinas (tabernae argentariae) se ubicaban en cualquier lugar donde se desarrollase una actividad comercial o de mercado y desde allí concedían préstamos y participaban en subastas. 

Estela funeraria de Viminacium

El Foro de Roma estaba rodeado en tres de sus lados por oficinas argentarias, por lo que era éste el lugar más habitual de encuentro para hacer negocios. Estaban equipadas básicamente con una mesa que servía de mostrador (mensa argentaria), y eran propiedad del Estado, que vendía a ciudadanos particulares únicamente el derecho de uso y a operar. En la transmisión podía cederse el mobiliario e instrumentos de la taberna, así como el activo y el pasivo financiero de la entidad.

“De pronto, me topo con un soldado. Me acerco a él y le saludo. «Salud tengas», me contesta. Me toma de la mano y me pregunta a qué he venido. Yo le respondo: «De paseo». Pegamos la hebra y me pregunta si conozco en Epidauro a un banquero llamado Licón. Le dije que sí. «¿Y a Capadocio el alcahuete?». «Ya lo creo, voy a menudo a su casa». «Y ¿qué asuntos tienes con él?». «Le he comprado una muchacha, por valor de treinta minas, más la ropa y las joyas, que suman diez minas más», me explica. «¿Le ha entregado ya el dinero?», le pregunto. «No, lo tiene en depósito un banquero, aquel Licón que te dije, con la orden de que en cuanto se presente alguien allí con una tablilla con mi sello, entregue el dinero al alcahuete para que, a su vez, entregue la muchacha, las ropas y las joyas.” (Plauto, Curculio, II, 3)

 Ello no excluía la posibilidad de ejercer la profesión en locales alquilados o en propiedades del patrono del negocio. El banquero pompeyano Lucio Cecilio Yocundo tenía su negocio en la planta baja de su casa, en la vía del Vesuvio de Pompeya.

Relieve con escena bancaria, Palazzo Salviati, Roma

El nummularius, por su parte, se encargaba de cambiar monedas de alto valor por monedas de menos valor (en general, cambiaba monedas de oro por monedas de plata o bronce), además de verificar el valor de las monedas, retirar de la circulación las monedas falsas, cambiar lingotes de metales preciosos por monedas de uso corriente. Por todo ello cobraba una comisión. Era un oficial del estado romano conectado con la ceca y estaba supervisado por funcionarios estatales.

El poeta Marcial explica que su negocio se abría a la calle y sobre su mesa se exponían los diferentes tipos de divisas, en pilas ordenadas. La tarifa del cambio la establecía el Estado en la aeraria ratio, que se exponía junto al templo de Cástor, en el Foro. Para llamar la atención de los clientes, los numularios batían las monedas sobre un trozo de mármol que tenían sobre la mesa o las lanzaban contra el suelo para comprobar al oído la calidad de su aleación. Controlaban también la autenticidad del metal y de la aleación con la vista, el tacto e incluso el olfato. Usaban la piedra de parangón para verificar las monedas de oro y las pesaban en una balanza con dos platos.

“De este lado, un cambista golpea su mesa asquerosa, sin otra cosa que hacer, con un montón
de monedas neronianas; del otro lado, un batidor de pepitas de oro de Hispania azota con su brillante bastón el yunque desgastado.” (Marcial, Epig., XII, 57)


Motivo relativo a la acuñación de moneda

Una de las funciones de los argentarios era ofrecer un servicio de depósito a sus clientes. Un particular podía entregar a un banquero una cantidad de metal amonedado, objetos preciosos o documentos valiosos en un paquete sellado (sacculus obsignatus), que constituía un depósito regular. El depositario estaba obligado a custodiar el bien sin hacer uso de él y sin prestarlo a un tercero, y a restituirlo íntegramente en el lugar y momento que determinase el depositante o cuando finalizase el contrato. Con el fondo depositado, el banquero hacía frente a los pagos que correspondieran al cliente: deudas, recibos, periódicos, tributos, etc; es decir, ofrecía un servicio de caja, por el que cobraba una comisión, aunque no sabemos a cuánto ascendía.

“En otra ocasión debía abonar la mitad de la dote a las hijas de Escipión el Mayor, hermanas de su padre adoptivo, [pues quiso cumplir los deberes de un padre.] Y el padre había dispuesto entregar a cada una de sus dos hijas la cantidad de cincuenta talentos. La madre pagó al contado a los yernos la mitad de lo adeudado legalmente y dejó el resto para después de su muerte, por lo que Escipión debía liquidar este saldo a las hijas de su padre. La ley romana establece que la suma debida en concepto de dote se pague a las esposas en un plazo de tres años, entregándose primero el ajuar en un término de diez meses. Pero Escipión ordenó a su banquero hacer entrega en diez meses a cada una de las citadas hermanas de los veinticinco talentos. Tiberio y Nasica Escipión, pues éstos eran los maridos de las mujeres de las que hablamos, cuando hubieron transcurrido los diez meses prescritos, acudieron al banquero y preguntaron si Escipión había dado instrucciones acerca del dinero. El banquero les invitó a retirarlo íntegro y les extendió un recibo por veinticinco talentos. Ambos hombres dijeron que estaba confundido, pues según la ley entonces no debían percibir la cantidad total, sino sólo una tercera parte.
El banquero insistió en que aquéllas eran las órdenes que había recibido de Escipión. Ellos desconfiaron y acudieron al joven, convencidos de que éste no sabía nada. Y lo que sentían no era absurdo, pues en Roma nadie entregaría cincuenta talentos con tres años de antelación: ni tan siquiera uno solo antes del día señalado: tanto es el cuidado que los romanos ponen en cuestiones de dinero y en extraer ganancias por disponer de él un tiempo. Así que Tiberio y Nasica Escipión acudieron a Escipión el Joven y le preguntaron por las instrucciones que había dado al banquero.
Cuando les repuso que eran pagar sin dilaciones la cantidad entera a las hermanas, le replicaron que desconocía los usos romanos, al tiempo que subrayaban su consideración hacia él, pues según las leyes podía lucrarse del montante del superávit durante mucho tiempo. A lo cual, Escipión el Joven contestó que dominaba bien todos estos aspectos, pero que él, la observancia estricta de las leyes la reservaba para los otros; a los parientes y amigos quería tratarlos con la máxima largueza posible. De modo que les invitó a hacerse cargo de los fondos depositados en casa del banquero.
Tiberio y su acompañante, al oírlo, se marcharon mudos de pasmo ante la generosidad de Escipión y reconociendo su propia mezquindad, aunque en alcurnia no cedían ante ningún romano.” (Polibio, XXXI, 27)



La profesión de banquero tenía carácter privado en la antigua Roma; sin embargo, existía cierta vigilancia pública sobre los banqueros ejercitada en Roma desde la época imperial por el praefectus urbi y por los gobernadores en las provincias, vigilancia que se muestra especialmente en la obligación que la ley les imponía de tener ciertos libros y de presentarlos en casos de controversia.

CAPADOCIO.- Los que afirman que el dinero está mal colocado en casa de los banqueros, dicen tonterías. Yo digo que allí no está ni bien ni mal colocado, simplemente no está. Hoy mismo he tenido la experiencia. El mío, Licón, ha tenido que recorrer todos los bancos para darme diez minas. Finalmente, como aquello no acababa nunca, empecé a reclamárselo a voces y hemos acabado en el tribunal. ¡He pasado miedo pensando que no lo liquidaría delante del pretor! Menos mal que le han obligado los amigos para que me pague de su propia caja. Quiero llegar a casa rápidamente, estoy decidido… (Plauto, Curculio, V, 3)

Será el emperador Adriano quien otorgue a la figura del praefectus urbi el poder para actuar en las causas pecuniarias donde fuera parte un banquero.  La competencia de este funcionario público no sustituirá, sin embargo, -por lo menos hasta mitad del siglo III d. C.- a la jurisdicción ordinaria del pretor, concurriendo ambas paralelamente. Le corresponderían también funciones de vigilancia sobre todas las actividades del banquero, velando para que su comportamiento fuera correcto en cualquiera de sus negocios y para que se abstuvieran de los prohibidos.

“Además de esto, deberá cuidar el prefecto de la urbe de que los banqueros se conduzcan con probidad en todos sus negocios, y se abstengan de lo que está prohibido”. (Digesto, Ulpiano, 1, 12, 1)




La Lex Minucia, aprobada en el 216 a. C., creó un nuevo triunvirato senatorial de mensarii. Al contrario que los argentarii, que hacían negocios por cuenta propia, los mensarii eran un comité de banqueros públicos con autorización para prestar dinero público a cambio de "seguridad para el estado", lo que significaba que se adquiría una deuda con la República y, si el deudor no pagaba, Roma se hacía con el control de sus bienes a modo de compensación. La nueva ley era una medida específicamente creada para incrementar los fondos en situaciones de crisis de estado; sobre todo en la segunda guerra púnica, a la que se recurrió mucho para financiar la cada vez más desesperada lucha contra Aníbal. Estos bancos públicos tenían por objeto la recaudación de los impuestos de las provincias para encauzarlos hacia el tesoro imperial, distribuir entre el público las monedas de oro acuñadas en los talleres imperiales, así como asegurar la paridad entre las distintas monedas en circulación.

“Ahora que existía un deseo general de concordia, los nuevos cónsules abordaron la cuestión financiera, que era el único obstáculo para la unión. El Estado asumió la responsabilidad de la liquidación de las deudas y se nombraron cinco comisionados, que quedaron encargados de la administración del dinero y que por ello fueron llamados mensarii. La imparcialidad y diligencia con que estos comisionados cumplieron con sus funciones, les hizo dignos de un lugar de honor en todos los registros históricos. Sus nombres eran Cayo Duilio, Publio Decio Mus, Marco Papirio, Quinto Publilio y Tito Emilio. La tarea que acometieron era difícil de administrar y, aun presentando dificultades para ambas partes, era más desagradable para una de ellas; pero la desempeñaron con gran consideración hacia todos y, aunque implicó un gran desembolso para el Estado, nada se quedó a deber a los acreedores. Sentados en mesas, en el Foro, trataban sobre deudas de larga duración debidas más a la negligencia del deudor que a la falta de medios; adelantaban dinero público con las debidas garantías o tasaban con justicia su propiedad. De esta manera, una inmensa cantidad de deudas fueron amortizadas sin ningún tipo de injusticia ni, incluso, quejas de ambos lados.” (Tito Livio, Ad urbe condita, VII, 21)

Una peculiaridad de la actividad bancaria en el mundo romano fue la aparición de las denominadas sociedades de banqueros (societates argentariae). Estas sociedades se constituían mediante la aportación de bienes por parte de los socios banqueros al patrimonio social que había de responder de las deudas.
Sin embargo, y por el especial interés público de los bancos, en el derecho romano se estableció que los socios habrían de responder de los depósitos con todo su patrimonio.


 La responsabilidad ilimitada y solidaria de los socios fue por tanto un principio general del derecho romano, que se estableció con la finalidad de minorar el efecto de los abusos y fraudes que éstos cometían y de reforzar la capacidad de recobro de los depositantes en caso de comportamientos irregulares.
La responsabilidad ilimitada de los socios de las sociedades argentarias en el derecho romano establece que los banqueros defraudadores responden no sólo con el «dinero depositado que se encontró en los bienes del banquero, sino con todos los bienes del defraudador.

“Siendo socios dos banqueros, uno de ellos había adquirido algo por separado y había logrado una ganancia: se preguntaba si debía ser común ese lucro, y el emperador Severo resolvió en un rescripto dirigido a Flavio Félix con estas palabras: Aunque sí hay en principio una sociedad de banca, no obstante, lo que cada socio adquirió por causa ajena al negocio de la banca es de derecho que no pertenece a la comunidad). Dado que en el concreto supuesto, se estima que la adquisición es exógena a la empresa unitaria de banca, el mismo queda al margen de la solidaridad activa y pasiva de los banqueros.” (Digesto, 17, 2, 52, 5)

La actividad de la societas argentariorum se podía desenvolver en varios lugares distintos, incluso distantes entre sí, lo que parece ser confirmado por la lectura de los pasajes en los que se atestigua que el lugar donde se desempeña la actividad es diferente de aquél en el que se lleva la contabilidad.
Ante la necesidad de aportar enormes sumas de dinero para la gestión de los servicios públicos y la construcción de las grandes obras públicas, se creó la societas publicanorum. Se trataba de una sociedad “capitalista” de ciudadanos privados con la suficiente capacidad económica como para hacer frente a la contratación pública o a las concesiones que el poder público delegaba en estos gestores privados, a cambio de cantidades ingentes de dinero, pero que reportaban, también, pingües beneficios. Sería el caso de las sociedades creadas para arrendar y explotar suelo público o para la construcción en el mismo, para la concesión de aguas públicas o de pesquerías, para la explotación de las minas públicas, para la exacción de impuestos, etc.

Para los argentarii existía la obligación de elaborar de forma detallada y transparente la contabilidad social, y darla a conocer comunicando al cliente regularmente los extractos sobre las operaciones bancarias realizadas, indicando el saldo de la cuenta y los intereses; y el estado de los objetos de valor que les habían sido confiados a su custodia.

La corrección y transparencia en la contabilidad del banquero se basaba en la confianza (fides) y el interés público del servicio que prestaba. El envío de estados de cuenta deliberadamente inexactos acarreaba graves consecuencias para el banquero, que incluía la pérdida de todo su crédito.



Los argentarii documentaban en el codex rationum las transacciones realizadas con sus clientes. Llevaban tres clases de libros contables: el libro de caja, el libro diario y el libro de registros. El libro de caja (codex accepti et expensi) constaba de dos partes, una dedicada a las entradas (acepta) y otra a las salidas (expensa) con mención de las personas interesadas. Los asientos eran por orden cronológico; la fecha puesta en la cabecera de la página se aplicaba a todas las inscripciones de la misma. El libro diario (adversarium) constituía un registro en el que se anotaban todas las operaciones en el momento de realizarse. El libro de registros (kalendarium) contenía la indicación de las fechas en las que los banqueros debían remitir o recibir capitales o ingresos.

Es posible que los depósitos realizados por los clientes se guardasen en unos sacos cerrados y sellados, en los que se colgaba una etiqueta con información de quien recibía el dinero. Existen unas piezas, de madera u otros materiales, llamadas actualmente tesserae nummularia, aunque su antiguo nombre es desconocido, con información del nombre del esclavo y de su propietario y la fecha que podía indicar cuando y quien hizo la operación, pero esta teoría no se ha podido confirmar.


Tesserae nummularia, Museo Británico, Londres

En los procedimientos judiciales que implicaban a un banquero, se obligaba a la exhibición del libro de cuentas (codex rationum) al que se concedía validez de prueba escrita y ello no suponía la cancelación de la cuenta.
Esta misma obligación se extendía al banco que dejaba de ejercer la actividad, y en el caso de sociedad de banqueros la obligación de presentar las cuentas era del socio que las tuviera en su poder.
En caso de quiebra de la banca y consecuente concurso de acreedores, se distinguía entre los depósitos que producían intereses y los improductivos, otorgando más garantías de devolución de sus depósitos a los depositarios ordinarios (que se podían calificar como “simples ahorradores”) y situando en último lugar a los depositarios de depósitos con derecho a devolución de intereses, los llamados especuladores.

“Siempre que los banqueros se declaran en quiebra, se suele tener en cuenta, ante todo, a los depositantes, es decir, a los que tuvieron cantidades entregadas en depósito, y no prestadas con interés a los banqueros, juntamente con ellos o por mediación de ellos; por consiguiente, si se hubieran vendido los bienes, se da preferencia a los depósitos sobre los créditos privilegiados, pero de modo que no se tengan en cuenta los que devengaron intereses, aunque sea, por convenio posterior, pues es como si se hubiera renunciado al depósito. Se pregunta asimismo si se atenderá a la prioridad de los depositantes o si se consideran todos los depósitos a la vez, y consta que han de ser admitidos simultáneamente pues así se expresa en un rescripto imperial.” (Ulpiano, Digesto, 16, 3, 7)

Hucha con representación de Mercurio,
Museo John Hopkins, Baltimore

Ejemplo de cierre de una cuenta ante una mensa nummularia, en el que el banquero, a la vista de la cancelación de la cuenta referida y de los varios contratos en ella referidos, reconoce al cliente un remanente de capital e intereses, fruto de la efectividad de una responsabilidad pecuniaria generada en favor del mismo.

“Lucio Ticio constituyó deudor suyo al banquero Gayo Seyo, con quien tenía una compleja cuenta a causa de lo recibido y dado, y recibió una carta en estos términos: «De la cuenta bancaria que has llevado conmigo, por razón de muchos contratos, hasta el día presente quedaron en mi poder, en mi banco, trescientos ochenta y seis más los intereses que te corresponden; te reembolsará la suma no registrada de monedas de oro que tienes conmigo. Si cualquier documento por ti emitido –es decir, escrito– por cualquier causa y cualquier suma ha quedado en mi poder, será vano y cancelado.”

El capital privado del argentario o los depósitos irregulares de los clientes podían ser entregados en préstamo a terceros a cambio del pago de intereses, cuyo monto podía ser considerable. La ley de las XII Tablas incluía limitaciones en el cobro de intereses, por lo que los banqueros romanos fueron concibiendo distintos procedimientos para la recuperación del capital y los intereses a la vez. En los préstamos mutuum no se podía cobrar intereses, en los faenus el prestatario se comprometía a devolver el capital y los intereses a la vez.

 La necesidad imperiosa de dinero para cerrar negocios y el uso de la moneda metálica hacía que en Roma las tasas de interés fueran muy elevadas, lo que provocaba graves perjuicios económicos. En el siglo IV a. C. se promulgaron dos leyes, la Genucia y la Duilia Menenia, que reducían los tipos de interés, y en 51 a. C. por un decreto del Senado, redactado por Cicerón, se limitaron al 12 %. En la época de Justiniano se rebajaron al 6%.

Quienes exigían intereses superiores a los permitidos eran llamados a juicio por el praefectus urbis y condenados a pagar una multa. Aun así, el elevado precio del dinero se convirtió en un problema difícil de resolver, que primero tuvo un carácter puramente político y social, y, posteriormente, con el cristianismo, se transformó en un problema moral. En el siglo II d.C., la quiebra de la banca de Calixto, futuro Papa, fue duramente criticada por sus contemporáneos, pues supuso la ruina de ciudadanos indefensos, viudas y huérfanos que habían confiado en el banquero por compartir con él la misma religión.

Un ejemplo de actividad bancaria fraudulenta es el de Calisto I, papa y santo (217-222 D.C.) que, en el tiempo en que era esclavo del cristiano Carpóforo, actuó como banquero por cuenta de éste y aceptó depósitos de los cristianos. Acabó en la ruina e intentó escapar, pero fue detenido por su amo, obteniendo el perdón gracias a los ruegos de los mismos cristianos a los que había defraudado. La quiebra del banquero Calisto, se narra con detalle en la Refutatio omnium haeresium atribuida a Hipólito y como las crisis recurrentes habidas en Grecia, se produjo tras un periodo de fuerte expansión inflacionaria, seguida por una grave crisis de confianza, pérdida del poder adquisitivo del dinero y quiebra de múltiples empresas comerciales y financieras, durante el reinado del emperador Cómodo aproximadamente del año 185 al año 190 de nuestra era.

Miniatura con Papa Calixto I


Hipólito cuenta cómo Calixto, siendo esclavo del también cristiano Carpóforo, emprendió por cuenta de éste un negocio de banca, captando los depósitos preferentemente de las viudas y hermanos cristianos que, por entonces, ya empezaban a ser un grupo numeroso e influyente de Roma. Malgastado o invertido de forma negligente ese dinero por Calixto por no calcular los riesgos, algunos clientes informaron a Carpóforo que Calixto había defraudado la confianza entre cliente y banquero: y era devastador para la reputación de un banquero no poder devolver los depósitos de sus clientes ni dar los intereses prometidos por los capitales invertidos. Calixto no pudiendo hacer frente a su inmediata devolución, intentó huir por mar e incluso suicidarse.

“Precisamente porque Calixto era cristiano, su dueño le confió una importante suma de dinero. Por su parte, Calixto le había prometido proporcionarle beneficios dedicándose a negocios bancarios. Efectivamente creó con el dinero una banca en el distrito de la Piscina Publica. Poco tiempo después, gracias al crédito de Carpóforo, recibió numerosos depósitos que le confiaron viudas y hermanos. Habiendo gastado todo, Calixto se vio en dificultades; Carpóforo, al enterarse, declaró que le iba a pedir cuentas. Viendo esto y temiendo un peligro por parte de su dueño, Calixto huyo hacia el mar.”

Después de varias peripecias es flagelado y condenado a trabajos forzados en las minas de Cerdeña, de donde es milagrosamente liberado gracias a la intercesión de la cristiana Marcia, concubina de Cómodo. Treinta años después, ya libre, fue elegido XVII papa en el año 217, siendo martirizado al ser arrojado a un pozo por los paganos en una revuelta popular que tuvo lugar el 14 de octubre del año 222.

Algunos negocios especialmente arriesgados, como el comercio marítimo, ofrecían la posibilidad de enormes ganancias, si la operación tenía éxito, para los prestamistas profesionales, los faeneratores, a causa de los créditos otorgados por ellos que incluían, obviamente, el cobro de intereses. Así le ocurrió a Trimalción, liberto de Gayo Pompeyo y protagonista del Satiricón, quien relata a sus huéspedes cómo consiguió hacer fortuna empeñando las joyas de su mujer por 100 monedas de oro e invirtiendo en una operación comercial ultramarina que le había dado un beneficio de 10 millones de sestercios, y luego se retiró del comercio y se limitó, desde ese momento, a prestar dinero a los libertos sin poner en riesgo sus riquezas.

“Después que me vi yo sólo más rico que todos los propietarios del país juntos, abandoné el comercio y me contenté con prestar dinero a interés a los recientemente manumisos.” (Petronio, Satiricón, LXXVI)

Monedas romanas del tesoro Frome, Museo de Somerset, Inglaterra

Una multitud de usureros, prestamistas y deudores solía reunirse cada día en la parte más espaciosa del pórtico de la basílica Emilia, junto al arco de Jano y el pozo de Libón. De ahí las palabras de Horacio:

“Oh ciudadanos, ciudadanos, lo primero es hacer dinero, la virtud viene después de las monedas. Esto lo enseña Jano, y jóvenes y viejos repiten estos preceptos, con las cajitas y las tablillas colgadas al hombro” (en referencia a las tablillas de cera que servían como libro de cuentas, codex rationum, y a las cajas donde llevaban las monedas). (Epístolas, I, 1)

El poeta Ovidio también se refirió a ese lugar: “El que teme el pozo o el Jano y las calendas que rápidas llegan es porque está atormentado por una suma de dinero tomada en préstamo”. El poeta hacía alusión al día en el que concluía cada uno de los contratos, que era, generalmente, el primero de cada mes, las calendas.

Detalle del Arco de Jano, Roma

Las pagas militares, tanto las cuatrimestrales como los licenciamientos, se hacían en oro y plata, posiblemente en centros urbanos y en cantidades acumuladas durante, en casos, muchos años. Estas cantidades de dinero hubieron de ser colocadas por sus dueños inmediatamente en los bancos, no solo en concepto de depósito que podía ser pecunia obsignata, es decir, sellado, de manera que la cantidad devuelta fuese exactamente la misma depositada, o non obsignata, de forma que el argentarius pudiera emplear ese dinero y devolver a su dueño la misma cantidad y de igual calidad cuando lo requiriese, sino, sobre todo, como préstamo con usura.

“Ordenó igualmente que los soldados que iban a ir a la guerra no llevaran monedas de oro ni de plata en el cinturón, sino que las confiaran a una caja pública, para recuperarlas después de la guerra, asegurándoles que los depositarios a quienes se las habían confiado se las devolverían con toda seguridad a sus hijos y esposas, como legítimos herederos, para que no llegara a manos de los enemigos ningún botín, si por azar la fortuna les era adversa.” (Historia Augusta, Pescenio Niger, 7)


Bolso para monedas, Vindolanda, Museo Ahmolean, Oxford

Este último sistema era el que realmente enriquecía a los depositarios y, a su vez, a los banqueros, pues ellos también daban préstamos con usura a quienes lo requerían.

En tiempos de Catón los coactores eran los encargados de cobrar el dinero debido a los deudores y reintegrarlo a los acreedores, cobrando una comisión que corría a cargo de los primeros. En las subastas se ocupaban de registrar las ventas si no participaba un argentarius, pero no proporcionaban ningún crédito a los compradores, algo que sí harían los argentarii y los coactores argentarii desde finales de la república. Estos últimos tenían como función organizar la venta en subasta, proporcionar el adelanto del pago de la suma del objeto subastado al comprador, o recuperar la suma prestada por el argentarius, abrir cuentas de depósito, redactar los contratos de compraventa concluidos y llevar los registros de la subasta anotando el nombre del adjudicado, el objeto vendido y el precio obtenido, por lo que cobraban una comisión fija.

(Quinientos veinte sestercios por el mulo vendido al liberto M. Pomponio Nicón, y este dinero objeto de la estipulación de L. Cecilio Félix se dice que fue cobrado por M. Cerrinio Éufrates.
Y toda aquella cantidad, que arriba ha quedado escrita, el liberto M. Cerrinio Éufrates dijo haber recibido en efectivo de manos de Filadelfo esclavo de Cecilio Félix. Dado en Pompeya el quinto día precedente a las calendas de junio durante el consulado de Druso César y C. Norbano Flaco, 28 de mayo del 15 d.C.)

Este ejemplo procedente de las tablillas encontradas en la casa de Cecilio Yocundo en Pompeya, considerado coactor argentarius, presenta como partes al banquero (Cecilio Felix, predecesor de Yocundo en el negocio) y al comprador (Pomponio Nicón), y se refiere a la cantidad que éste se obliga a pagar al primero por la compra del animal, en tanto que el vendedor (Cerrinio Eufrates) declara haber recibido el pago. Es decir, el banquero ha pagado al vendedor por el bien subastado, y por esta causa ha hecho prometer al comprador la deuda del monto señalado por stipulatio: el crédito está claramente vinculado con su actividad como coactor argentarius.

Busto de Lucio Cecilio Felix,
foto Boris Doesborg, flickr

La concesión del mutuum se basaba en la stipulatio, que era un contrato verbal al que podían acceder tanto los ciudadanos romanos como los extranjeros, mediante el cual una persona se convertía en acreedor (stipulator) al hacer una pregunta al que asumía el papel del deudor (promisor) sobre si aceptaba tal contrato. Se caracterizaba por ser oral y estar presentes las dos partes en un único acto, con pregunta y respuesta seguidas, que debían ser congruentes. Con el tiempo se permitió que se redactara un documento escrito que sirviese como prueba y en época de Justiniano se podía agregar una condición, si el acreedor la aceptaba. Así fue permitiéndose que se respaldara con un documento escrito que le sirviera como medio probatorio, y con Justiniano, incluso, se permitió que pudiera agregarse una condición si la aceptaba el estipulante.

En la banca romana en Occidente, por tanto, el banquero actúa como intermediario entre el vendedor (dominus auctionis) y el comprador. Tras realizarse la venta, entrega al vendedor la suma correspondiente, en espera de que el adquirente reembolse esta cantidad. El vendedor abona al banquero una comisión a cambio de sus servicios, y el comprador, como se beneficia de un crédito, le paga, por su parte, intereses.

Relieve con escena bancaria, Museo Nacional Romano, Roma

El coactor más antiguo del que se tiene noticia fue Tito Flavio Petro, abuelo de Vespasiano, que ejerció el oficio en Rieti, donde se había retirado tras la batalla de Farsalia (48 a.C.). El hijo éste, Tito Flavio Sabino, padre del emperador, practicó la usura entre los helvecios, tras haber sido recaudador de impuestos en la provincia de Asia.

“Un individuo llamado Tito Flavio Petrón, del municipio de Reata, sirvió bajo Pompeyo como centurión o soldado distinguido, durante la guerra civil. En la batalla de Farsalia huyó, retirándose a su patria, donde, después de obtener el perdón, fue inspector de subastas. Su hijo, denominado Sabino, no sirvió en el ejército, a pesar de que afirman algunos autores que fue centurión primipilario, y otros que, estando aún en posesión de este grado, se le dispensó del servicio militar por su falta de salud. Fue éste recaudador del cuadragésimo en Asia, y por muchos años existieron las estatuas que muchas ciudades de aquella provincia le erigieron con esta inscripción en griego: Al recaudador integro. Se dedicó luego al préstamo con usura en Helvecia, y falleció dejando dos hijos de su mujer Vespasia Pola; el mayor, llamado Sabino, llegó a ser prefecto en Roma, y el segundo, Vespasiano, emperador.” (Suetonio, Vespasiano, I)

En un principio el préstamo se hacía entre parientes o amigos, basándose en una relación de confianza mutua y sin exigir intereses a cambio, es decir un mutuum desinteresado, aunque éste irá desapareciendo hacia el final de la República.

Argiripo. — ¡Muerto soy, si no encuentro las veinte minas! Y desde luego, si no pierdo ese dinero, soy yo el que estoy perdido. Ahora me voy al foro y lo intentaré por todos los medios, de la forma que sea, rogaré y suplicaré a todos los amigos con los que me tope, estoy decidido a abordarlos y a suplicarles a todos lo mismo si viene a cuento que si no viene. Y si no consigo que me las presten, voy y cojo y las tomo a rédito. (Se va en dirección al foro.) (Plauto, Asinaria, I, 3)

Escena bancaria, Museos Vaticanos, foto Bárbara McManus

Estos versos indican que en la época de Plauto, no solo existía la gratuidad del mutuum, sino que ella en particular se desarrollaba entre amigos, en un ámbito de benevolencia, y el último remedio era recurrir al usurero a través del préstamo con usura.
 Es imprescindible destacar, sin embargo, que operaciones como el mutuum y la exigencia de prendas en garantía, no eran patrimonio exclusivo de los profesionales de la banca, sino que también era una actividad comúnmente practicada por miembros de las clases adineradas, de políticos, senadores y caballeros; incluso era practicada por las mujeres, que prestaban su peculio a personas de clases inferiores a fin de aumentar sus dotes por medio del cobro de los intereses.

“Ello es que más adelante contrajeron entre sí cierta amistad, y teniendo en una ocasión César que pasar de pretor a España, como le faltasen fondos y los banqueros le incomodasen, habiendo llegado hasta embargarle las prevenciones de la expedición, Craso no se hizo el desentendido, sino que le sacó del apuro, constituyéndose su fiador por ochocientos y treinta talentos.” (Plutarco, Vidas Paralelas, Craso, VII)

Monedas romanas halladas en Tomares, Sevilla

Según el testimonio de Tito Livio hacia el siglo II a. C. los intereses de los préstamos eran una grave carga para la población abriendo una vía para el fraude al poner los préstamos a nombre de aliados, que no estaban obligados por las leyes restrictivas. Buscando un sistema para controlarlos, se acordó poner como fecha tope la festividad de Feralia y así, los aliados o socii que prestasen dinero a los ciudadanos romanos a partir de entonces, lo declararían y desde ese día los derechos del acreedor estarían sujetos a la normativa sobre préstamos que eligiera el deudor. Y así a propuesta del Tribuno de la plebe Marco Sempronio Tuditano se aprobó que la normativa sobre préstamos aplicable a los ciudadanos romanos fuera extensible a los aliados y latinos. (Lex Sempronia, 193 a. C.)

“Durante este tiempo se levantó una gran tropa de acusadores contra los que prestaban dinero a usura con mayor ganancia de lo que les concedía la ley de César dictador, la cual trataba del modo de prestar dineros y de tener posesiones en Italia; olvidada ya por el mal uso de preferir siempre al útil público el particular. Este abuso de los logros ha sido siempre una continua y antigua peste en Roma, y una funesta ocasión de discordias y sediciones, a cuya causa se procuró siempre reprimir en aquellos tiempos que gozaron de menos estragadas costumbres. Porque primero se ordenó en las leyes de las doce tablas que no se llevase más de uno por ciento al mes, como quiera que antes la usura era al gusto de los ricos. Después, por una ley del tribuno, se redujo a medio por ciento. Finalmente se prohibió del todo, y con participación del pueblo se atajaron también los fraudes, que, vistos y remediados tantas veces, volvían a renacer con artificios dignos de admiración. Mas Graco, entonces pretor, a quien tocó esta causa, oprimido de la muchedumbre de los interesados, la remitió al Senado; el cual, amedrentado también, no hallándose alguno de los senadores sin culpa en este delito, pidió perdón al príncipe, y concediéndosele, se dio a cada uno año y medio de tiempo en que acomodar las cuentas para lo de adelante, conforme a la ordenanza de la ley.” (Tácito, Anales, VI, XVI)

El Estado también intervino con frecuencia en la concesión de créditos y control de préstamos tras graves crisis económicas consiguiendo así financiación para el tesoro público. Ocurrió, por ejemplo, tras la crisis del año 33 d. C., debida a conflictos políticos, como consecuencia de la muerte de Sejano y la mala situación económica, durante el gobierno de Tiberio, que condujo a confiscación de tierras y bienes y a la dificultad en la devolución de los préstamos.


 Muchos senadores habían aprovechado la ocasión y adquirido los bienes confiscados en subasta mediante créditos a un interés superior al fijado por las leyes julias. Se habían puesto a la venta las propiedades de los ajusticiados, gracias a lo cual el emperador había llenado sus propias y las del aerarium (tesoro). Quienes adquirieron estos créditos pensaban que podrían pagarlos sin dificultad, pues la sociedad romana estaba habituada a pagar más interés por los créditos que los fijados en la ley julia.
Tiberio concedió un año y medio para solventar la situación, es decir, que devolviesen los créditos con interés excesivo. Pero el dinero amonedado estaba en manos del emperador o de los creditores. El senado, para proteger a sus miembros, determinó que se invirtiera en la compra de tierras en Italia por un montante equivalente a dos tercios del capital debido. En definitiva, los deudores debían obtener otro crédito, esta vez a un interés legal, para poder pagar sus deudas anteriores. Los prestamistas debían o prestar dinero, esta vez según el interés permitido por la ley julia, o recomprar las tierras de los deudores. Los prestamistas, sin embargo, preferían retener el dinero y esperar que el exceso de oferta les permitiese comprar dichas tierras a un precio inferior. Finalmente, Tiberio ofrece dinero sin interés durante tres años, siempre que el deudor ofreciese una garantía por valor del doble del dinero prestado en estas condiciones. Esto permitió que muchos no tuviesen que poner en venta sus propiedades, al tiempo que obtuvieron un crédito sin interés por un periodo de tiempo del doble del concedido, inicialmente, por el mismo emperador.

“Nació de aquí gran penuria de dinero contante, procurando cobrar cada cual sus créditos, y también porque vendiéndose los bienes de tantos condenados, todo el dinero caía en manos del Fisco o en el Erario. Acudió a esto el Senado, ordenando que los deudores pudiesen pagar a sus acreedores, dándoles, de lo procedido por las usuras, las dos partes en bienes raíces en Italia. Mas ellos lo querían por entero: ni era justo faltar la fe y la palabra a los convenidos. Comenzó con esto a haber grandes voces ante el Tribunal del pretor. Y las cosas que se habían buscado por remedio venían a hacer el efecto contrario, a causa de que los usureros tenían reservado todo el dinero para comprar las posesiones. A la abundancia de los vendedores siguió la vileza de los precios, y cuando cada uno estaba más cargado de deudas, tanto vendía con más dificultad. Muchos quedaban pobres del todo, y la falta de la hacienda iba precipitando también la reputación y la fama, hasta que César lo reparó poniendo en diversos bancos dos millones y quinientos mil ducados (cien millones de sestercios) para ir prestando sin usura a pagar dentro de tres años, con tal que el pueblo quedase asegurado del deudor en el doble de sus bienes raíces. Con esto se mantuvo el crédito, y poco a poco se iban hallando también particulares que prestaban. La compra de los bienes raíces no fue puesta en práctica conforme al decreto del Senado, porque semejantes cosas, aunque al principio se ejecutan con rigor, a la postre entra en lugar del cuidado la negligencia.” (Tácito, Anales, VI, XVII)

El banquero prestamista suele a veces presentarse como un personaje codicioso y mezquino más dispuesto a exigir imperiosamente las deudas a los demás que a devolver el dinero que se le ha confiado, como el Licón de la obra de Plauto, Curculio.

LICÓN.— Dicen que soy hombre rico: he estado ahora mismo echando mis cuentecillas, a ver cuánto es el dinero que tengo y a cuánto ascienden las deudas: resulta que soy rico si no pago lo que debo; si lo pago, es más lo que debo que lo que tengo.  Caray, si bien lo pienso, como me apremien más, voy y me remito al pretor: la mayoría de los banqueros acostumbran a reclamarse unos a otros, pero a no devolver nada a nadie y a solucionar el caso a puñetazos si alguien les exige más a las claras. Si has hecho dinero a su debido tiempo y no te andas con tiento en cuanto a gastos a su debido tiempo, a su debido tiempo te morirás de hambre. Yo estoy deseando comprarme un esclavo, pero tendría que ser prestado porque estoy falto de posibles. (Acto III, 371)


Mercurio de Xilxes con marsupium,
Museo de Burriana



Bibliografía:

Banqueros: los capitalistas de la antigua Roma; Elena Castillo; Revista Historia National Geographic, nº 63
www.jesushuertadesoto.com/wp-content/plugins/google-document.../load.php?...; LA VIOLACIÓN DE LOS PRINCIPIOS JURÍDICOS DEL CONTRATO DE DEPÓSITO IRREGULAR DE DINERO A LO LARGO DE LA HISTORIA
http://revistas.uned.es/index.php/RDUNED/article/viewFile/16258/14005; LA RESPONSABILIDAD DE LOS INVERSORES FINANCIEROS EN ROMA OBLIGADOS ENTRE SÍ POR UN CONTRATO DE SOCIEDAD; María Teresa García Ludeña
http://www.ledonline.it/rivistadirittoromano/allegati/dirittoromano14Murillo-Responsabilidad.pdf; La responsabilidad del banquero por los depósitos de los clientes. Una reflexión desde las fuentes romanas; Alfonso Murillo Villar
http://historico.juridicas.unam.mx/publica/librev/rev/arsiu/cont/43/trj/trj11.pdf; UNA MIRADA AL MUNDO FINANCIERO DE LA ANTIGÜEDAD A TRAVÉS DE LAS FUNCIONES BANCARIAS DE LA ROMA EMPRESARIAL; CARLOS A. SORIANO CIENFUEGOS
http://ceipac.ub.edu/biblio/Data/A/0644.pdf; De Emperador a depredador; José Remesal Rodríguez
www.edictum.com.ar/miWeb4/Ponencias/Profs.%20PSMorayJorge%20Porto.doc; LA USURA EN ROMA EN TIEMPOS DE PLAUTO; Patricia S. Mora y Jorge A. Porto
Vidas paralelas: la banca y el riesgo a través de la historia; Jorge Pérez Ramírez; Google Books
El cristianismo primitivo en la sociedad romana, Ramón Teja, Google Books

martes, 28 de junio de 2016

Medicus romanus, los médicos en la antigua Roma

Visita al Templo de Esculapio, John William Webster

En Grecia el culto a Asclepio, dios de la medicina y la curación, implicó la construcción de un gran número de santuarios que, a su vez, eran hospitales y escuelas de medicina, durante mucho tiempo. Entre los más conocidos están los de Epidauro, Cos, Atenas y Delfos en Grecia, Cirene (Libia), y Pérgamo (Turquía).
Los enfermos eran examinados en la Gran Puerta y, si no tenían posibilidad de curarse, no se les permitía el acceso. Los enfermos graves eran sacados del Asclepion y las mujeres embarazadas no podían dar a luz en el hospital. La idea era que nadie muriera dentro de ese recinto consagrado a la curación del cuerpo y el alma bajo la advocación de Asclepio. Tenemos conocimiento de esta norma asclepiana gracias al gran viajero de la antigüedad, el griego Pausanias.

"El bosque sagrado de Asclepio está rodeado por todas partes de mojones limítrofes, y en este foro no muere o enferman hombres, ni las mujeres dan a luz, ni tampoco en la isla de Delos. Todo lo que sacrifica a los dioses deben ser consumidos en este foro, ya sean Epidaurios o extranjeros, están sujetos a esta ley, y sé que esto también ocurre en Titane." (Descripción de Grecia, II, 27, 1)

 Ahora, las obras, del ilustre senador Antonino (Sextus Iulios Maior Antoninus Pythodorus) han enriquecido recientemente este lugar aquí: en primer lugar, los baños son los llamados baños de Asclepio, en segundo lugar, un templo dedicado a los dioses que nosotros llamamos Epidotas y en tercer lugar, otro templo dedicado a la diosa Higiea (de la Salud), Asclepio y Apolo llamado egipcio… Además, como las personas que viven en el interior del bosque de Asclepio habían sufrido mucho por no poder las mujeres dar a luz, ni ningún paciente a morir a cubierto, Antonino ha subsanado estos inconvenientes mediante la construcción de una casa para la vejez y los demás, de modo que ahora los pacientes tienen la libertad de morir en este lugar, y las mujeres dar a luz. (Descripción de Grecia, II, 27, 6)

Los tratamientos que se administraban en este santuario-hospital incluían dosis de agua de la fuente sagrada, ayuno, abluciones, baños de barro, terapia de interpretación de los sueños, masajes, ungüentos, hierbas, música, danza, plegarias y paseos por los jardines.  Se inducía el sueño para que el dios, Asclepio, indicara al enfermo la causa y el remedio para su enfermedad y como los pacientes no eran capaces de interpretar el sueño acudían a los médicos-sacerdotes para su interpretación, de ahí que el diagnóstico se hiciera a través del análisis de los sueños. Las curas de sueño mediante la sugestión permitían a algunos enfermos tener “visiones nocturnas” en las que el dios Asclepio aparecía y los curaba o les indicaba el remedio para su curación. Esta terapia se denomina la incubatio y constituye la técnica más usual de curación de la medicina griega y romana entre el siglo V a. C. y el siglo II d. C.


Relieve con escena de incubatio 

En las Colecciones medicas de Oribasio de Pérgamo se conserva parte de un tratado del Médico Rufo de Éfeso (siglo II) en el que se relata una curación milagrosa (sanatio) que tiene lugar en el santuario de Asclepio en Pérgamo, ocurrida a un tal Teucro de Cízico, aquejado de epilepsia.

“Merece la pena contar las cosas que le ocurrieron a Teucro de Cízico: habiendo sido sorprendido por la epilepsia, Teucro viajó a Pérgamo para consultar a Asclepio, preguntándole cómo podía librarse de su enfermedad; el dios, apareciéndosele, se digna a decirle que esto no era precisamente lo que deseaba con más ardor, sino que esperaba la palabra, y le pregunta si estaría dispuesto a cambiar sus molestias actuales por otras. Teucro respondió que esto no era precisamente lo que deseaba con más ardor, sino que esperaba ser curado de todos sus males; sin embargo, si no había otra solución, dijo que le gustaría saber si las incomodidades futuras no iban a ser peores que las actuales. El dios le respondió que serían más ligeras, y que finalmente le curarían más eficazmente que cualquier otro remedio. Con estas condiciones, Teucro aceptó la [nueva] enfermedad; le asaltó una fiebre cuartana, y pasado un tiempo quedó curado de la epilepsia.”

El proceso de la sanación consiste en la presentación o identificación del suplicante con su nombre y su lugar de origen o de residencia; después la exposición breve de los síntomas de la enfermedad y la descripción del problema. A continuación viene la presencia del dios y su voz y la intervención de los médicos para conseguir siempre un feliz resultado.
De Epidauro, que seguía activo en el siglo II d.C., nos ha llegado el relato de la curación milagrosa del ciudadano Marco Julio Apellas, de Hidria, que, hace un voto por su curación por indicación del sacerdote Publio Aelio Antíoco.

“Fui enviado por el dios (a Epidauro), mientras iba de mal en peor, sufriendo especialmente de dispepsia. Durante la travesía, en Egina, el dios me ordenó que no me dejase llevar tantas veces por la cólera. Cuando llegué al hierón, me ordenó que llevase la cabeza cubierta con un velo durante dos días, en los cuales quiso que me contentase con pan y queso, perejil, lechuga salvaje, que me bañase solo sin ayuda de un muchacho, que me ejercitara desnudo en la carrera, que luego masticara corteza de limón rayado con agua, que me frotara contra la pared en la sala de baños junto a las fuentes, que diera un paseo por la galería de la terraza, acompañado de movimientos oscilatorios, que me ungiera de barro, que caminase desnudo, que me ungiera de vino todo el cuerpo antes de tomar un baño caliente, que me bañase solo y diera una dracma ática al muchacho del baño, que sacrificara en común a Asclepio, a Epioné, a las dos diosas de Eleusis, que bebiera leche mezclada con miel. El primer día, mientras bebía leche pura, sin miel, me dijo: Pon miel en la leche; el efecto será seguro. Como pidiera al dios que me devolviera rápidamente la libertad, se me apareció en sueños para decirme que me ungiera todo el cuerpo de mostaza y sal; luego, al salir del ábaton, que me dirigiera a las Termas, precedido de un esclavo llevando un incensario humeante; entonces oiría gritar al sacerdote: Estás curado; paga los honorarios.
Hice lo que me ordenaba el sueño, me ungí de sal y de mostaza líquida, lo cual me hizo sufrir, pero después del baño ya no sufrí. Habían pasado nueve días desde que llegué. El dios me tocó la mano derecha y el seno. Al día siguiente, mientras sacrificaba, me saltó una chispa a la mano, que se cubrió de ampollas; sin embargo, poco después quedó sana. Como prolongase mi estancia, el dios me dijo que probase una mezcla de eneldo y de aceite contra la jaqueca; yo no sufría de la cabeza, pero ocurrió que, durante un trabajo literario, la sangre se me subió al cerebro; utilicé entonces esa mezcla y se me quitó la jaqueca. También me recomendó gargarismos de agua fría contra los tumores de garganta pues también le consulté sobre aquel mal y la inflamación de las amígdalas. Me ordenó finalmente que hiciera grabar todas estas prescripciones. Entonces quedé curado y, agradecido, dejé el lugar.

En el proceso el dios Asclepio acude a la sala de curas sólo para imponer la mano y con este acto provocar los cambios sintomáticos que llevan a la curación, pero el ejemplo muestra que el mérito de la curación corresponde más al pronóstico médico y a la terapéutica (de los sacerdotes médicos que trabajaban en el templo) que a la intervención del dios.


Interior de Asclepeion, ilustración de Robert Thom

En el Asclepion de Cos se desarrolla el mimiabo de Herondas “Las mujeres que hacen ofrendas y sacrificios en el templo de Asclepio” donde se describe la ofrenda de un gallo por una curación.

File y Cino, con sus esclavas, llegan al santuario.

CINO.- ¡Salve, soberano Peán (epíteto para Apolo y Asclepio), que reinas en Trica y que tienes tu morada en la dulce Cos y en Epidauro! Salud, también, contigo A Corónide que te dio el ser, y a Apolo, y a aquellas a quien tocas con la mano derecha, Higieía; salud a Panacea, Epio, Yesó, que tienen aquí sus altares venerados; salud a Podalirio y Macaón, que expugnaron la mansión y muros de Laomedonte, sanadores de salvajes enfermedades; salud también a cuantos dioses y diosas habitan tu hogar, padre Peán; venid propicios y aceptad como postre este gallo, mensajero de los muros de la casa, que os inmolo. Porque la fuente de recursos de que disponemos ni es abundante ni la tenemos siempre al alcance de la mano, ya que, si no, ofrendaríamos un buey o una gorrina bien rellena de tocino, y no un gallo, en agradecimiento por la curación de las enfermedades que tú, señor, borraste con una simple imposición de tus suavizadoras manos.

En todos los santuarios-hospitales dedicados a Asclepio la asistencia era gratuita, pero, en señal de agradecimiento por su curación, los enfermos realizaban ofrendas en metálico, según sus posibilidades y los más pudientes, además de las ofrendas en moneda, mandaban realizar exvotos con la representación de la parte curada (orejas, manos, ojos, corazón, extremidades, etc.), que ofrecían también a los dioses como prueba de su agradecimiento.

Los donaria o ex votos anatómicos de eran fabricados en hornos o talleres cercanos o anexos al propio templo. Son de factura tosca y la representación de los órganos es elemental, pues el artesano no es un médico profesional (ni un anatomista). Son dones a la divinidad por una curación que se desea (pro salute) o que ya se ha recibido (post salutem). Según la mentalidad antigua la divinidad da la vida y la quita, da la enfermedad y proporciona la curación. Por lo tanto hay que mantener contentos a los dioses. Desde el punto de vista religioso, se creía que el objeto ofrecido actuaba como receptor de una “transferencia” de la enfermedad al objeto, del que el enfermo se desprende como en una especie de sustitución. Cambia la representación del órgano enfermo (que deja en el santuario) por la parte sanada (con la que la persona vuelve a su casa).


Exvotos ofrecidos al dios Asclepios

Entre las partes del cuerpo más representadas están las extremidades (brazos, piernas), cabezas, enteras o medias, y órganos sexuales.
 Unas veces se depositaba una reproducción del miembro curado, o algo más sofisticado, como una tablilla de madera pintada (pinax), o se encargaba un relieve en piedra con la escena de la curación, representando al dios y al paciente en el momento preciso de la incubatio, el nombre del dedicante y la fórmula de consagración.
Si la curación había sido especialmente prodigiosa o espectacular, los propios sacerdotes-médicos realizaban una inscripción en las “columnas de milagros”, situadas dentro del recinto del templo, que cualquier visitante recién llegado podía leer, contribuyendo así a la fama del dios y a al aumento de la fe en sus poderes.


Mosaico con la llegada de Asclepio a Cos, Museo Arqueológico de Cos, Grecia

En el año 293 a.C. una terrible plaga asoló Roma y los ancianos, alarmados por su gravedad y no sabiendo qué hacer, consultaron los libros sibilinos. La respuesta fue que buscaran la ayuda del dios griego Asclepios, en Epidauro. La leyenda dice que se envió un navío especial, que el dios aceptó la solicitud y viajó a Roma en forma de serpiente, que cuando llegó se instaló en la isla Tiberina, y que la plaga terminó. Los romanos agradecidos le construyeron un templo al dios que pasó a conocerse con el nombre de Esculapio. 
Allí se conserva una estela, con el relato de cuatro sanationes de Esculapio, redactadas en griego, de época imperial. En una de ellas, de época de Caracalla, (inicios del siglo III d.C.) se relata una curación prodigiosa similar a las de Asclepio en Epidauro.

“En aquellos días (el dios) a un tal Gayo, ciego, le ordenó mediante un oráculo que se acercara hasta el sagrado podio y le rindiera homenaje, y que, tras moverse de derecha a izquierda, pusiera los cinco dedos sobre el podio, que levantase la mano y la pusiera sobre sus ojos. Y logró ver bien. Las personas que estaba presentes lo festejaron con él, porque se habían manifestado vivas las fuerzas divinas, en tiempos de nuestro Augusto Antonino”.


Esculapio, Museo de Ampurias

En la mitología griega, Higia, hija de Asclepio, fue la diosa de la salud, limpieza e higiene. Se le asoció con la prevención de la enfermedad y la continuación de la buena salud. Su nombre dio origen a la palabra “higiene” y se asimiló a la religión romana con el nombre de Salus, diosa del bienestar público de los romanos. Panacea, también hija de Asclepio, fue la personificación de la curación; después su sentido se transformó para ser el medicamento capaz de curar todas las enfermedades y la solución de todos los problemas.
Los dioses nativos de la medicina romana o los transferidos por los griegos se multiplicaron en la colina del Dios Jano de Roma. Además de Asclepio (Esculapio en latín) otros dioses tenían allí su lugar habitual de culto, como Febris, diosa de la Malaria de los pantanos de Roma, Scabies, diosa de la Sarna, Angura de los dolores de garganta, Mefitis, diosa de la fetidez, Mena, diosa de la menstruación, Partula, ligada al cordón umbilical, Uterina, que cuidaba de la ginecología, Lucina, encargada de los partos, Fessonia, señora de la debilidad y de la astenia y  Salus diosa general de la salud y muchos otros dioses que fueron progresivamente olvidados por influencias de la razón de los médicos griegos, que desde 219 años a.C. llegan a Roma.


Diosa Hygeia, Museo del Hermitage

El primer médico griego que llegó a Roma en el año 219 a.C. se llamaba Archagathus y al principio tuvo mucho éxito, pero como tendía a abusar del bisturí y de la cauterización, su popularidad decreció. Casi un siglo más tarde otro médico griego, Asclepíades de Prusa conquistó a la sociedad romana con una terapéutica mucho menos agresiva que la de los otros médicos griegos, naturalista pero activa (alimentación vegetariana, equitación e hidroterapia) frente a la de Hipócrates, también naturalista pero excesivamente pasiva y confiada en la acción curativa de la naturaleza. Las dietas aconsejadas siempre coincidían con los gustos de los pacientes, evitaba purgantes y eméticos, recomendaba reposo y masajes, recetaba vino y música para la fiebre. 

“Sin embargo, la fama más grande la tiene Asclepiades de Prusa por la fundación de una nueva escuela, después de rechazar a los embajadores y las ofertas del rey Mitridates, por haber descubierto un método con el que el vino cura a los enfermos, por haber devuelto a un hombre de la muerte y haberlo mantenido vivo, pero especialmente, por haber apostado con la fortuna que no se le creyera médico si él mismo alguna vez hubiera estado enfermo de alguna manera. Y ganó, perdiendo la vida muy avanzada su vejez, al caerse por unas escaleras.”      (Plinio, Historia Natural, VII, 67)


Detalle de aríbalo griego con escena de curación, Museo del Louvre

Los romanos anteriores a nuestra era fueron contrarios a los médicos científicos, pues se practicaba una “medicina doméstica”, por la que estaba encomendada la salud de la casa y de la familia al “pater familias”, aunque no podía ejercer la medicina fuera de su casa, debido a que las familias romanas distinguidas sentían cierto rechazo al ejercicio de la medicina por parte de un hombre ilustrado. El servus medicus era el encargado de aplicar los remedios, normalmente caseros, basando su conocimiento en la medicina de origen oriental y etrusca que empleaba el conocimiento de las hierbas, el uso del vino como medio terapéutico y practicaban fórmulas y exorcismos, empleaban amuletos, usaban de las predicciones por augurios, y se ponían en mano de los dioses.

“También a esta gente la pone Crisipo en la casta feraz de Menenio: ‘Júpiter, tú que das y quitas los grandes dolores —dice la madre del niño que lleva ya cinco meses en cama—,  si al niño se le va la fría cuartana, en la mañana del día en que tú prescribes ayunos se pondrá desnudo en el Tiber. Pongamos
que el azar o el médico salvan al enfermo del peligro de muerte: su delirante madre lo matará plantándolo en la gélida  orilla y hará que le vuelva la fiebre. ¿De qué mal está aquejado su espíritu? Del miedo a los dioses.” ( Horacio, Sátiras, II, 3)

En un epigrama de la Antología Latina se recomendaba el uso de la medicina siguiendo distintas teorías de la ciencia griega, al mismo tiempo que se aplican fórmulas de curación basadas en la herboristería y la magia. Por lo que se puede entender que durante mucho tiempo convivieron las técnicas tradicionales con los métodos más modernos que utilizaban algunos médicos.

Para un libro de medicina
Lo que al hijo enseñó Febo, lo que Quirón a Aquiles,
lo que aprendieron en tiempos Podalirio y Macaón
de su padre (que convertido en serpiente antaño
se introdujo en los templos elevados de la Roma palatina), lo que enseñó la vieja Cos y lo que aconsejó Abdera, lo que proclama el logos o el método o el sencillo empirismo: eso encierra este libro, tomado de doctrinas diferentes.
Y es que sus páginas exponen por orden remedios saludables.
Aquí hallarás medicinas distribuidas según sus nombres y especies, y los pesos correspondientes a cada dosis, qué tú, prudente, utilizarás con medida segura.
Procura no equivocarte y que un tratamiento médico torpe no convierta en dañoso lo que se inventó para la salud.
Escoge, pues, médicos preparados con mucho estudio según el momento, la tarea y la edad que alcancen, ya prefieras prestar al enfermo remedio mediante hierbas o mejor con ensalmos: porque es cosa segura para la salud un ensalmo que con palabras secretas hace maravillas. (Antología Latina, 719)

Los romanos tradicionalistas, Catón el viejo, por ejemplo, mantenían una actitud conservadora y anti-griega con todo, y también con los terapeutas griegos, que se desplazaban a la capital del Imperio. La desconfianza ante éstos venía por la utilización de la terminología griega para designar las enfermedades y los tratamientos, que la mayoría no entendía y por la continua itinerancia de los médicos que se desplazaban continuamente en busca de nuevos pacientes y conocimientos. 


Curando a Eneas, Casa del Citarista, Pompeya, Museo Arqueológico, Nápoles

Plinio en el siglo I todavía acusa a los médicos de ser unos charlatanes, farsantes e ineptos, porque a veces había que buscar segundas opiniones y les recrimina basar su prestigio en el uso de una jerga incomprensible para el vulgo y de petulancia profesional que proviene del orgullo de clase de los médicos. Plinio presenta como costumbre funeraria la de hacer constar en la lápida sepulcral haber sido víctima de los cuidados de múltiples médicos.  Las críticas más severas de Plinio recaen sobre la irresponsabilidad penal del médico considerando la ineptitud y la ignorancia, la negligencia, el mal uso de la medicación y la interrupción del tratamiento como motivo de culpa.
Un ejemplo de la desconfianza hacia los médicos se puede encontrar en la obra de Plauto, Los dos Menecmos, en la que una escena muestra la palabrería e ignorancia de un médico al tratar a uno de los protagonistas.

Padre.— Traigo los riñones molidos de tanto estar sentado, los ojos me duelen a fuerza de tanto mirar esperando al médico a que vuelva de su visita. Al fin ha venido el muy cargante a trancas y barrancas de su visita a los enfermos. Pues no dice que le ha entablillado una pierna a Esculapio, que se le había partido, y a Apolo un brazo; o sea que me pregunto yo sí puedo decir que he llamado a un médico o a un restaurador. Pero mira, ahí viene. ¡A ver si aligeramos un poco esos pasitos de hormiga! (Los dos Menecmos, Act IV, III)

Médico.— ¿Qué es lo que decías que tenía? A ver, cuéntame, ¿está poseso o embrujado?; infórmame, ¿padece de letargos o de hidropesía?
Pa.— Pues precisamente para eso te he llamado, para que me lo digas tú y le cures.
Méd.— Nada más fácil, quedará curado, te doy palabra de ello.
 Pa.— Quiero que se le cure con toda clase de cuidados.
Méd.— ¿Qué? ¡Mil suspiros voy a dar al día a fuerza de los cuidados con los que te lo voy a curar!
Pa.— (Viendo venir a Menecmo I.) Ah, mira, ahí está el enfermo; vamos a observar qué es lo que hace. (Act IV, IV)

Méd.— Se te saluda, Menecmo. Oye ¿por qué llevas el brazo ahí al aire?, ¿es que no sabes que eso es muy malo para tu enfermedad?
Menecmo.— ¿Por qué no vas  y te cuelgas ?
Pa.— (Al médico.) ¿Te das cuenta?
Méd.— ¿Cómo no voy a darme cuenta? Esta enfermedad no se hice uno con ella ni con una tonelada de eléboro. ¡A ver, Menecmo! '
Men.— ¿Qué hay?
 Méd.— Contéstame a lo que te pregunto, ¿bebes vino blanco o tinto?
Men.— Vete al cuerno.
Méd.— Huy, ya le va viniendo el ataque.
Men.— ¿Por qué no me preguntas si como pan colorado o morado o amarillo, o si como aves con escamas o pescados con plumas?
 Pa.— ¡Cielos! ¿No oyes los desvaríos que habla? ¿A qué esperas para darle alguna pócima antes de que se apodere de él la locura?
Méd.— Espera un momento, que le voy a hacer todavía otras preguntas.
Men.— Me matas con tu parlanchinería.
Méd.— Contéstame: ¿no tienes a veces la impresión como si se te endurecieran los ojos?
Men.— ¿Cómo, imbécil, más que imbécil, es que te crees que soy una langosta?
 Méd.— Dime, ¿no notas así a veces que te suenan los intestinos?
Men.— Cuando estoy harto, no me suenan; si tengo hambre, sí que lo hacen.
Méd.— Caray, esta contestación no es, desde luego, la de una persona loca. ¿Duermes de un tirón toda la noche hasta la mañana? ¿Coges pronto el sueño cuando te acuestas?
 Men.— Duermo de un tirón si he pagado mis deudas.  ¡Júpiter y los dioses todos te confundan, preguntón! (Act IV, V)

 En caso de que tanto el médico como el enfermo fueran libres, podía hacerse una reclamación por daños y perjuicios. La responsabilidad penal del médico que intervenía en un envenenamiento la fijaban la Lex Cornelia de sicariis et ueneficiis y la Lex Pompeia de parricidiis.
Al envenenamiento se asimilaban la administración equivocada o masiva de un medicamento, o la de un abortivo o una pócima de amor. La pena a que se exponía el médico en la mayoría de los casos era la muerte. Igualmente estaba prevista una actio iniuriarum contra el médico causante de la locura de un paciente por un tratamiento medicamentoso equivocado.
Plinio denunciaba que cuando muere alguien a causa de un tratamiento, los médicos responsabilizaban a sus víctimas por no haber seguido el tratamiento, ya que resultaba muy difícil averiguar la responsabilidad penal del médico, a causa de su superioridad de conocimientos técnicos, lo que le proporcionaba contundentes argumentos para defenderse.


Códice con médicos griegos, Biblioteca Nacional Austriaca, Graz

 Aunque durante los primeros tiempos de la historia de Roma el médico fue un personaje poco respetado, se le colmó de honores y privilegios en los últimos años de la república y durante en Imperio. 

Por ejemplo, Julio César "concedió el derecho de ciudadanía a cuantos practicaban la medicina en Roma o cultivaban las artes liberales, con la intención de fijarlos de este modo en la ciudad y atraer los que estaban fuera.” (Suetonio, Julio César, 42)

 Aun tuvo la profesión médica mayores beneficios bajo el emperador Augusto, quien se vio obligado a expulsar a muchos habitantes extranjeros de Roma, exceptuando a los médicos y profesores.

“Una extraordinaria escasez le obligó, en cierta época, a echar de roma a todos los esclavos en venta, a todos los gladiadores, a todos los extranjeros, excepto a los médicos y los profesores, y hasta una parte de los esclavos en servicio.” (Suetonio, Augusto, 42)

El agradecimiento a los médicos que lograban una curación solía ser gratificado, sobre todo, si el paciente era rico e importante. Augusto sufría de una tormentosa dolencia y cuando todo parecía dispuesto para su fin, el griego Antonio Musa, médico de Tarraco, modificó su tratamiento dando lugar a una recuperación casi milagrosa. Musa lo curó con hidroterapia alternando baños de agua caliente con compresas frías aplicadas en las zonas doloridas. Augusto le recompensó con una gran suma de dinero y el Senado concedió a Musa una nueva suma de dinero, el derecho a llevar un anillo de oro y erigió una estatua suya junto a la de Esculapio, el dios de la curación. Las muestras de agradecimiento se completaron con la decisión senatorial de dejar exentos del pago de impuestos a todos los médicos.
 El prestigio de Musa, y el agradecimiento imperial, permitió la promoción social a los médicos por la alta consideración de la medicina como una de las artes, además de resaltar la importancia de la curación a partir del uso de las aguas.
El reconocimiento a los médicos que hacían sanar a sus pacientes se siguió produciendo durante todo el Imperio. En las cartas de Plinio, éste le pide a Trajano que conceda a sus médicos la ciudadanía romana.

“Mi señor, no puedo expresar suficientemente con palabras que feliz me ha hecho la carta en la que dices que también has otorgado la ciudadanía alejandrina a mi fisioterapeuta Harpócrates, a pesar de que te has fijado como norma no conceder a la ligera este privilegio...”  (Plinio, Epístolas, X, 10)


Pintura de George Schmitdz

“Mi señor, mi reciente enfermedad me ha llevado a estar en deuda con el médico Postumio Marino. Puedo corresponderle como se merece con un beneficio que depende de ti, si, tal y como acostumbras a hacer en tu infinita bondad, tienes a bien atender mis súplicas. Así pues, te suplico que concedas el derecho de ciudadanía a varios de sus parientes.” (Plinio, Epístolas, X, 11)

El médico debía ser alguien que practicaba el arte de preservar o restablecer la salud y por tanto debía ser una persona compasiva. Al médico le debía mover el amor a los demás, pero la mayoría iba tras el dinero, el honor o la gloria. El dominio de la profesión, no la motivación individual para la práctica, era lo que determinaba si uno era o no médico, ya que éste estaba para ayudar o, al menos, no causar daño. Un médico que utilizara su relación con el paciente para matarlo —por razones políticas, económicas o por otros motivos interesados o malvados— habría sido considerado responsable de mala práctica profesional y culpable de homicidio.

“Pero el joven sintió tanto dolor e indignación por el fin trágico de su hermana, que no pudo soportarlo: se apoderó de él una profunda pena, se inflamó su bilis y cayó en un profundo delirio seguido de ardiente calentura, de modo que necesitó los cuidados de un enfermo de gravedad. Su mujer, que había ya perdido su título de esposa, como antes perdió su fidelidad, fue en busca de un médico de notoria perfidia, famoso ya por sus maldades y los nobles trofeos de sus asesinas manos. Le prometió ella cincuenta mil sestercios si le procuraba un sutil veneno con que dar muerte a su marido. Cerrado el trato, fingieron tener necesidad, para refrescar las entrañas del enfermo y purgar su bilis, de esta pócima por excelencia que los profesionales llaman poción sagrada. Pero en vez de ella prepararon otra que sólo es sagrada para mayor honra y gloria de Proserpina. En presencia de la familia y de algunos amigos, el médico presentó al enfermo el brebaje honradamente preparado por la misma mano.
[26] Pero la audaz mujer, queriendo desembarazarse a la vez del cómplice de su crimen y rescatar la suma prometida, tomó la copa delante de todo el mundo y dijo: «No, ilustre médico; no quiero que deis a beber esta pócima a mi querido esposo, sin que antes la probéis vos mismo. ¿Qué seguridad tengo yo de que no contiene algún fatal veneno? Y además esta precaución no puede ofender a un personaje tan prudente y sabio como vos ¿No es natural que una amante esposa se interese por la salud de su marido, rodeándolo de todos los cuidados posibles?» La extraña y desesperada proposición de la mujer puso al médico fuera de sí. Perdió su sangre fría y sin el tiempo necesario para reflexionar, en tan apurada ocasión, antes que la turbación o la inquietud de la abominable mujer diese origen a sospechas de su culpabilidad, bebió una porción del brebaje. El enfermo, con esta seguridad, bebió el restante.
Consumado en esta forma el atentado intentó el médico regresar rápidamente a su casa para neutralizar con un antídoto los temibles efectos del veneno que se había administrado, pero fiel al malvado plan que empezaba a desarrollarse, no permitió la horrible mujer que se separase de ella un solo paso. «Esperemos, decía, a que el brebaje se haya esparcido por todo el cuerpo y permita reconocer con evidencia los saludables resultados de esta medicina.» Tras de grandes esfuerzos y fatigada por fin de las reiteradas súplicas del médico, le permitió irse. Pero el veneno había ya obrado sordamente en las entrañas del infeliz y había atacado ya sus principios vitales. Gravemente enfermo y sumido en mortal sopor se arrastró hasta su casa con penosa dificultad. Apenas llegó a tiempo para explicar lo ocurrido a su mujer y recomendarle que, por lo menos, reclamase la recompensa prometida; en seguida, herido por la violencia del mal, exhaló su último suspiro el virtuoso discípulo de Esculapio.
[27] El enfermo no le sobrevivió y, en medio de las hipócritas lágrimas de su mujer, sucumbió trágicamente.


Relieve de doctor y paciente, foto British.org

El médico brindaba sus servicios según su criterio a aquéllos que lo solicitaban y que pagaban por recibir un tratamiento. Luciano subrayaba que el médico debía sentirse completamente libre de tratar o negarse a hacerlo. En uno de sus tratados aparece la afirmación de un médico que dice:

“En el caso de la profesión médica, cuanto más distinguida sea y más servicio proporcione al mundo, tanto más libre de restricciones debe estar para aquéllos que la practican. Tan solo se trata de que... no deben plantearse obligaciones ni exigencias a una llamada sagrada, revelada por los dioses y ejercida por hombres instruidos; y no se la debe someter a la esclavitud permanente de la ley... El médico debiera ser persuadido, no recibir órdenes; debiera estar dispuesto, no temeroso; no debiera ser llamado a la cabecera del enfermo, sino resultarle placentero acudir espontáneamente”.

Si el médico basaba la decisión de aceptar o no un caso en el hecho de que el tratamiento que pudiera proporcionar, solo alargaría la vida de un paciente sin existir esperanza de su recuperación, era entonces completamente libre de negarse. Ninguna coacción legal o incluso ética, podría obligarlo a emprender el tratamiento.  Solo dependería de su decisión; y según su decisión, recibiría la aprobación de algunos colegas y personas ajenas a la profesión, y la condena de otras.
Ganarse una buena reputación y conservarla no era una empresa fácil. Los charlatanes eran criticados por evitar los casos difíciles y por exagerar la gravedad de las dolencias que cedían fácilmente al tratamiento. Por tanto, aunque el médico sensato podía rehusar los casos perdidos, en la literatura médica se le incitaba a aceptar los casos difíciles o inciertos.

“El médico igualmente pretende la cura del enfermo, pero si no logra el fin, o porque prevaleció la enfermedad, o por culpa del enfermo, o por otro accidente, como él no haya omitido cuanto prescribe el arte, ya cumplió con el fin de la medicina. (Quintiliano, Institución Oratoria, L III, 17)


Ilustración de Robert Thom

Si el médico decidía hacerse cargo de un caso comprometido, antes de comenzar el tratamiento podía declarar que veía pocas perspectivas de curación, y así evitaba la responsabilidad por un resultado desfavorable.  Algunos aconsejaban al médico retirarse de un caso, si no iba a resultar de gran ayuda, o si la continuación del tratamiento podía acelerar la muerte del paciente.
Sin embargo, se admitía la necesidad de atender a los enfermos incurables con el fin de aprender cómo evitar que los que podían curarse se convirtiesen en incurables. Una atención médica de este tipo, quizá, estaba más encaminada al avance del conocimiento médico que a buscar el bien de un paciente en concreto.
 La que parece haber sido la corriente principal del pensamiento médico sobre el tratamiento de casos arriesgados, viene recogida en la siguiente cita de Celso:

“Porque forma parte de un hombre prudente, en primer lugar, no tener contacto con un caso que no puede salvar, y no arriesgarse a que parezca que ha matado a alguien cuyo destino no era otro que morir; además, cuando exista un importante temor, aunque no desesperación absoluta, hay que apuntar a los familiares del paciente que la esperanza está rodeada de dificultades, porque si el arte es superado por la enfermedad, el médico no puede aparecer como ignorante o equivocado”.


Ilustración de Robert Thom

Algunos médicos no tenían objeciones en proporcionar sustancias venenosas a los pacientes que deseaban suicidarse y tener una muerte tranquila. El hecho de suicidarse o no era un asunto que incumbía al individuo; mientras que el de ayudar o no en el acto suicida, si se requerían sus servicios, atañía al médico. La literatura contiene referencias sobre médicos que seccionaban las venas de pacientes, sanos o enfermos, porque así se lo solicitaban. El empleo de veneno era incluso más habitual, y varios venenos fueron desarrollados por médicos orgullosos de utilizar su conocimiento toxicológico en la producción de fármacos que provocaban una muerte placentera e indolora. La ayuda al suicidio fue una práctica relativamente corriente para los médicos grecorromanos.
Los médicos inexpertos y mal documentados, no tuvieron más remedio que rebajar sus tarifas con respecto a los médicos reconocidos, y servirse, a menudo, de métodos ilícitos. Los médicos más modestos debían asistir principalmente a personas necesitadas y, por tanto, ellos mismos siguieron siendo pobres. No pocos médicos se vieron obligados a dedicarse a otra profesión mejor remunerada, como gladiador o sepulturero.

“Ahora eres gladiador, antes habías sido oculista. Hiciste de médico lo que estás haciendo de gladiador.” (Marcial, Epigramas, VIII, 74)


A pesar de los consejos médicos, algunos pacientes no hacían caso de ellos y terminaban en peores condiciones que antes de acudir al profesional.

"Bebedor notorio, Frige era, Aulo, tuerto de un ojo y legañoso del otro. A éste el médico Heras le tenía dicho: “Cuidado con beber; como bebas vino, no verás nada”. Entre risas, dijo Frige a su ojo: 
“¡Cuídate!”. Y sin pérdida de tiempo se hace preparar unos cuartillos, pero bien seguidos. ¿Preguntas por el resultado? Frige bebió vino; el ojo, veneno." (Marcial, Epigramas, VI, 78)

Marcial se burla, de forma inmisericorde, del falso enfermo que, debido a los medios que emplea para fingir que padece gota, al final acaba sufriendo realmente la enfermedad.

«Celio, que fingía tener gota.
Al decir que ya no aguantaba y soportaba
los diversos recorridos, el paseo de la mañana, [...]
Elio empezó a fingir que tenía gota.
 Al querer hacerla demasiado verdadera,
untándose y vendándose sus pies sanos
y caminando con paso trabajoso,
—¡cuánto puede la solicitud y el arte del dolor!—
Celio dejó de fingir que tenía gota». (Epigramas, VII, 40)




Ante la falta de establecimientos hospitalarios, los enfermos debían recibir cuidados en las casas particulares, siendo los familiares o esclavos los encargados de atenderles y proporcionar los medicamentos recetados de forma adecuada.

"Pues yo tengo que aguantar a un marido todo arrugado y jorobado por efectos de reuma articular; la consecuencia de su enfermedad es que muy rara vez se fija en mis encantos. Paso casi todo mi tiempo en dar masajes a sus dedos deformados y duros como piedras; me quemo mis preciosas manos a fuerza de aplicarle compresas malolientes, paños sucios y repugnantes cataplasmas; hago el penoso papel de una enfermera más bien que el de una hacendosa ama de casa." (Apuleyo, El asno de oro, 10.2).

Los avances médicos en la sociedad romana se basaron en la construcción de hospitales militares, en la mejora de la canalización del agua y en la regulación de la profesión médica.
Los valetudinaria (hospitales de campaña) de los campamentos militares aparecen por primera vez en tiempos de Augusto, como respuesta a una necesidad impuesta por el crecimiento progresivo de la República y del Imperio. Anteriormente, cuando las batallas se libraban en las cercanías de Roma, los enfermos y heridos se transportaban a las ciudades amigas y ahí eran atendidos en las casas particulares. Cuando los campos de batalla empezaron a alejarse, sobre todo cuando la expansión territorial llevó a las legiones romanas fuera de Italia, el problema de la atención a los heridos se resolvió creando un espacio dedicado a ellos dentro del campo militar.  La gran importancia que, desde Augusto, se concedía a la recuperación de enfermos y heridos queda patente en la monumentalidad y eficiencia de sus valetudinaria situados siempre dentro de los grandes campamentos, que defendían el Imperio del enemigo.

 “Durante todo el tiempo de la guerra germánica y panónica no hubo entre los de nuestro rango, al igual que los superiores y de los inferiores nadie que sufriera enfermedad, cuya salud y estado físico no fuera objeto de cuidado por parte de César, como si exento del enorme peso de tantas obligaciones dedicara toda su atención sólo a esto. Para los que lo precisaban había siempre un transporte previsto, sus literas eran de uso público y como yo, otros las aprovecharon. Ni los médicos ni el cuidado en la alimentación, ni el material de baño que se llevaba para eso solo, faltaron a ninguno en la enfermedad.” (Veleyo Paterculo, Historia de Roma, II, 144)


Ilustración de Angus McBride

La ausencia de hospitales civiles es uno de los rasgos más característicos de la medicina de la Antigüedad clásica. La griega y la romana son sociedades en las que el sufrimiento ajeno no suele despertar la compasión. Hacia el final de la Antigüedad, con la expansión del cristianismo, comenzarán a crearse instituciones hospitalarias, aunque sus objetivos no fueran tanto médicos como caritativos. Con seguridad existieron valetudinaria en las explotaciones agrícolas, según refiere Columela, y para púgiles y gladiadores en las palestras.

El saneamiento ambiental se desarrolló muy pronto en Roma, gracias a las obras de la Cloaca Máxima, un sistema de drenaje que se vaciaba en el río Tíber y que data del siglo VI a.C. En la Ley de las Doce Tablas (450 a.C.) se prohíben los entierros dentro de los límites de la ciudad, se recuerda a los ediles su responsabilidad en la limpieza de las calles y en la distribución del agua. El aporte de agua se hacía por medio de 14 grandes acueductos que proporcionaban más de 1 000 millones de litros de agua al día, y la distribución a fuentes, cisternas y a casas particulares era excelente, pero en los barrios menos opulentos no tan buena. El agua se usaba para beber, y para llenar los baños de las termas. También se recogía agua de lluvia, que se usaba para preparar medicinas. En general, las condiciones de higiene ambiental en Roma eran tan buenas como podía esperarse de un pueblo que desconocía por completo la existencia de los microbios.

“Aquí yo, a causa del agua, que era pésima, declaro a mi estómago la guerra, mientras espero de mala gana a mis compañeros que cenaban.” (Horacio, Sátiras, I, 5)

En la antigua Roma se podía ejercer la medicina bien de modo libre, o integrándose en el ejército, o prestando un servicio a cuenta del Estado o los municipios. Roma no sólo organizó su propio servicio médico oficial, a imitación de los de las ciudades griegas, sino que fue el ejemplo tomado por muchas urbes del Imperio, para establecer un sistema similar.
La palabra archiatrus, que comenzó a introducirse en las colonias romanas respecto a los médicos de mayor consideración, parece que designa a un proto-médico, cirujano mayor o primer médico. Este título no proporcionaba entonces al que lo obtenía nada más que una distinción honrosa entre sus colegas; pero el ser el primero en su profesión incluía la idea de superioridad y mando, o tener alguna influencia sobre el ejercicio general de la profesión, y cierta preferencia y autoridad en las discusiones habidas entre los facultativos.

Había diferencias entre los arquiatros, pero los más principales eran los arquiatros populares y los arquiatros palatinos. Los primeros parecen haberse establecido poco tiempo después del advenimiento de Andrómaco, médico de Nerón, conocido por sus escritos sobre remedios medicinales, a esta dignidad.  El gobierno romano se convenció de las ventajas que vendrían de tener una inspección superior que vigilase sobre tantos médicos, y de que no era suficiente un solo arquiatro para todo el imperio, por lo que dio una ley Antonio Pio, hacia la mitad del siglo II, en que se señala el número de ellos que debía haber en la capital, y en todas las demás ciudades y pueblos.


Relieve con escena de curación

Las villas pequeñas podían tener hasta cinco, las grandes siete, las mayores diez, y en Roma, sin contar los de los barrios (regiones), había catorce, cinco para las vestales, y uno para asistir y curar las heridas de los gimnasios, llamados todos arquiatros populares.
Respecto al sistema de elección de los médicos públicos municipales, había que seguir ciertas normas. Una constitución de Valente y Valentiniano, promulgada en el 370 d. C., nos da a conocer el modo de elección de los archiatri, tal como se hacía en Roma.
Los elegían los ciudadanos que tenían derecho de votar, y debían someterse al examen de sus colegas y recibir un mínimo de siete votos. Si conseguía superar la prueba era el último, como recién llegado, en un escalafón no sólo de dignidades, sino también de salarios, distribuidos por el prefecto de la ciudad, que debía comunicar al emperador el nombre del nuevo médico.
Se concedió a los arquiatros unos privilegios mucho más extensos y útiles que los anteriores, y fue la exención de impuestos y de las cargas públicas; pero tenían sus restricciones para que no fuesen muy gravosas al estado, pues necesitaban la confirmación de los emperadores que llegaban al trono. Así fue que Vespasiano y Adriano tuvieron que confirmar las concesiones, mayormente en lo que concernía á eximirlos de alojamiento de tropas, de todo servicio oneroso, y en particular de servir en la guerra contra su voluntad. Antonio Pio aseguró para lo sucesivo a los arquiatros las más extensas prerrogativas, habiendo sido las leyes romanas desde aquel tiempo muy liberales con toda especie de médicos y botánicos, no habiéndoles jamás obligado en lo sucesivo a prestar oficios considerados viles. Antonio y Lucio Vero extendieron los privilegios de los arquiatros a todos los demás médicos que ejercían en el imperio. En una ley promulgada por el emperador Antonino Pío no se califica de archiatri a los médicos municipales, pero como tal denominación aparece con frecuencia en las inscripciones, se supone que el término pasaría con el tiempo de un uso práctico a legal.
Parece que todos los médicos tenían muchas prerrogativas y particularmente la de evitar la jurisdicción extraordinaria, que se extendía a las comadronas, dentistas y especialistas del oído; pero exceptuaba a los charlatanes y exorcistas. Había penas contra los que ofendían a las personas de los arquiatros, y estos no podían ser encarcelados ni obligados a comparecer ante la justicia.

Sus viudas e hijos gozaban de la exención de alojamientos de tropas; y sus bienes no sufrían impuesto alguno mientras permanecían en su poder. Podían negarse a servir los cargos municipales; no pagaban gastos ni derechos cuando eran ascendidos a dignidades superiores. Sus hijos estaban exentos del servicio militar; y, en una palabra, las leyes romanas concedían a todos los médicos, y en especial a los arquiatros, todas las exenciones de las clases más privilegiadas.

 Una vez que cesaban en el cargo, conservaban el título de modo honorífico (ex archiatrus) con los privilegios inherentes a aquel, que incluían la exención de varias cargas públicas, como el servicio en el ejército, y determinados impuestos.
Como contrapartida a estos privilegios, estos médicos debían asistir gratis a los pobres, y enseñar la medicina a la juventud; les estaban prohibidas las transacciones con los enfermos durante la enfermedad, y no podían heredarlos. Solo había en todo el imperio romano una escuela de medicina, la de Alejandría en Egipto, y los que no podían ir a estudiar a África, se instruían con los arquiatros como discípulos. Según la Lex de decretis ab ordini faciendi, no se permitía el ejercicio de la medicina al que no hubiera sido aprobado por el colegio de los arquiatros, y la ley 6 del mismo título condenaba a una multa de 2,000 dracmas a los que faltaban a esta ley.
Existían los arquiatros palatinos, que habitaban en la corte en donde formaban un colegio y estaban al servicio del emperador, con la expectativa de ciertos títulos honoríficos, de los que gozaban igualmente después de retirados. Participaban también de ellos, sus hijos y nietos. Entre los siete médicos de cámara (archiatri palatini), sólo uno, el verdadero médico de cabecera, recibía un estipendio en metálico; a los demás se les pagaba en cereales y aceite.


Pintura de Alexander-Charles Guillemont

La saturación del estamento médico como consecuencia de las ventajas ofrecidas con tanta generosidad y el descontento del ciudadano medio, sobre cuyas espaldas recaía la carga de los médicos exonerados provocó una serie de medidas imperiales a través de los gobernadores provinciales, adecuando el número de médicos oficiales urbanos a la categoría municipal. El decreto fundamental es el ya citado de Antonino Pío, que dice lo siguiente:

"Las ciudades menores pueden tener cinco médicos que gocen de inmunidad, tres sofistas y los mismos gramáticos; las ciudades más importantes pueden tener siete médicos y cuatro profesores de una y otra ciencia; en fin, las más grandes ciudades pueden tener diez médicos, cinco retores y otros tantos gramáticos. Por encima de este número, incluso las grandes ciudades no pueden conferir la inmunidad. Conviene colocar en la primera clase las capitales de provincia, en la segunda las ciudades que tienen tribunal, el resto en la tercera."

Para impedir la excesiva emigración de médicos a las grandes urbes se decretó que perdieran la inmunidad tan pronto como abandonaran su residencia habitual. Pero los médicos afamados conservarían su inmunidad, aunque se establecieran en localidades.
Del mismo modo, y como también había ocurrido antes en Grecia, la curia local dotaba a los médicos públicos municipales de un local, generalmente de grandes dimensiones, puesto que solía albergar no sólo la vivienda del médico, sino también un laboratorio farmacéutico, salas de operaciones, de consulta, de recepción e incluso hospitalización. Se les proporcionaba también instrumentos para que atendieran de forma gratuita a cualquier persona que solicitara su ayuda. Desde luego no podía exigir honorarios a los pobres ni aceptar obsequios de ellos. Sin embargo, se le permitía mantener su “consultorio privado”. El gobierno los animaba a tomar estudiantes, por lo que podían recibir ingresos adicionales.

“Estaba flojo y tú, Símaco, has venido a visitarme acompañado de cien discípulos. Me han palpado cien manos heladas por el cierzo: no tenía fiebre, Símaco, pero ahora tengo.” (Marcial, Epigramas, V, 9)

Bajo el reinado del emperador Alejandro Severo (siglo III) se reguló la preparación del médico. Hasta entonces la enseñanza había sido exclusivamente un asunto privado. Fue Alejandro Severo quien ordeno construir las primeras aulas oficiales, asignar sueldo a los profesores de medicina y proteger a los estudiantes pobres.

“Durante su gobierno, uno sólo de los médicos de palacio recibió salario, mientras que los restantes, que llegaron a ser seis, recibían dos o tres raciones de alimentos, pero lograron que una de ellas fuera de alimentos de primera calidad y las otras de otra clase.” (Historia Augusta, Alejandro Severo, 42)

La práctica de la Medicina en la Antigüedad clásica era un derecho, no un privilegio, y no existía ningún sistema de licenciatura médica y cualquiera que lo desease podía establecerse como práctico en el arte de curar.

“Y no te das cuenta de que también los médicos peor preparados hacen lo mismo que tú cuando se hacen fabricar varitas de marfil, cortafríos de plata y cuchillas con estampados de oro. Y, cuando tienen que usarlos ellos, no tienen ni idea de por dónde meterles mano. En cambio, si alguno de los médicos bien preparados irrumpe en medio con un bisturí bien afilado, por muy lleno de herrumbre que esté, libera al enfermo del dolor.”  (Luciano, Contra un ignorante).


Instrumentos médicos de Filípolis, Museo Arqueológico de Plovdiv, Bulgaria

No existían estándares profesionales que tuvieran que ser cumplidos por ley o por ser miembro de las organizaciones médicas. Si bien algunas de éstas establecían patrones de conducta para sus integrantes, en ningún momento se exigió juramento ni aceptación de un código de ética formal o informal por parte del que quisiera considerarse a sí mismo como médico y tratar pacientes.
En uno de los papiros de Oxirrinco se describe el caso de un médico local, Psasnis, en el año 142 d.C. que se presentó en Alejandría ante el gobernador de Egipto, Valerio Eudaemon. Para denunciar que sus convecinos le habían obligado, en contra de su voluntad, a realizar tareas de las que estaba exento por su profesión. Valerio le respondió que quizás ellos no estaban contentos con su trabajo, pero que igualmente debería él presentarse ante el magistrado local para declarar que era un médico de verdad y así confirmar su inmunidad. Es decir, era suficiente proclamarse uno mismo como médico para conseguir la inmunidad fiscal, a pesar de que podía haber quejas de los pacientes y de que la localidad y el estado perdían contribuyentes al pago de impuestos.
No existía tampoco la especialización de los médicos, aunque es posible que alguno tuviera mayor crédito en la aplicación de ciertos tratamientos terapéuticos o quirúrgicos y fuera reconocido por ello. Marcial describe lo que mejor se les da a hacer a ciertos médicos de su tiempo, pero no consigue encontrar al que remedia el cansancio.

"Me ordenas, Galo, que esté a tu servicio los días enteros y que me cruce tres o cuatro veces tu Aventino. Saca o repara Cascelio un diente enfermo; quemas, Higino, los orzuelos dañinos para los ojos; no saja, pero quita Fanio un divieso que supura; los estigmas vergonzosos de los esclavos los borra Eros; el Podalirio de las hernias cuentan que es Hermes. Para curar a los derrengados, dime, Galo, ¿quién hay?" (Epigramas, X, 56)

El declive de la cultura romana y el miedo a la muerte causada por las epidemias, contra las que no había tratamiento efectivo alguno, produjeron una desmoralización generalizada. En tales condiciones creció la desconfianza en los médicos y la gente se volcó con devoción a ritos mágicos y creencias sobrenaturales, recurriendo a una medicina natural, sin base científica en la mayoría de los casos.
Muchos autores tras la época de Galeno escribieron obras en las que se animaba a rechazar la opinión de los médicos, a los que muchos acusaban de charlatanes e ineficaces, con la idea de que para curarse era suficiente echar mano a las hierbas y plantas recogidas en el jardín de casa. Teodoro Prisciano, que vivió alrededor del año 400 d. C. escribió en su obra Euporiston que la Naturaleza proporciona remedios maravillosos para la vida y la salud de todas las criaturas.

"Me gustaría saber, de hecho, cómo es posible que puesto que un remedio dado es el adecuado o no lo es y es bueno para la salud o no lo es, los muchos profesores de este arte siempre discutan (y finalmente mantengan su opinión individual). El paciente es arrojado a la tormenta de la enfermedad, y cuando el rebaño de nuestros colegas llega, no es la piedad por los moribundos lo que nos inspira, ni la condición humana que compartimos, sino que, como en una competición olímpica, uno se complace en la elocuencia, uno discute, el otro aporta nuevos puntos, éste los destruye, todos buscan una gloria insustancial. Entretanto, mientras ellos se pelean y el paciente sufre, que pena, no crees que la propia Naturaleza dice: “Desagradecidos mortales, no es que los pacientes mueran, son asesinados, y a mí se me acusa de su fragilidad. Las enfermedades son malas, pero yo he hecho que los remedios estén disponibles. Algunas plantas, es verdad, contienen venenos, pero la mayoría contienen medicinas. Parad estas discusiones confusas y este amor por la palabrería. No produje esto para la salud de los mortales, sino las grandes virtudes de los cereales, frutas, hierbas y todo lo que es bueno para el hombre.”

Frente a la miseria y a las catástrofes, la religión cristiana se presentaba como una oportunidad de salvación para los humildes y los más desesperados, ya que Cristo aparecía como médico de cuerpos y almas. La Biblia contiene numerosos relatos de curaciones milagrosas realizadas por Jesús y algunos santos. El cristianismo incluye los conceptos de caridad y amor al prójimo, por lo que espera de todos los fieles los mayores esfuerzos para aliviar el sufrimiento de otros. Esto se hizo aparente en las epidemias que asolaron al Imperio en esos tiempos, porque los cristianos atendían y cuidaban a los enfermos a pesar del grave peligro que había de contagio. Además, la religión cristiana combatía las otras formas de medicina que se ejercían entonces, porque se basaban en prácticas paganas. De esa manera surgió la medicina religiosa cristiana, en la que el rezo, la unción con aceite sagrado y la curación por el toque de la mano de un santo eran los principales recursos terapéuticos.


El decreto de Constantino de 335 d.C. acabó con el culto a Esculapio y estimuló la construcción de hospitales cristianos, que, durante los siglos IV y V alcanzaron el punto más alto de su desarrollo. Muchos fueron erigidos por las normas del período o por romanos ricos convertidos al cristianismo. Por ejemplo, Fabiola, en el siglo IV, convertida al cristianismo a los veinte años de edad fue una de las quince seguidoras de San Jerónimo que practicaban la medicina con los pobres. Tanto ella como Santa Nicerata son representantes de las mujeres que en los primeros siglos del cristianismo practicaron la medicina con fines caritativos. Fabiola creó un hospital para tratar a aquellos que eran abandonados por sufrir enfermedades que provocaban fuerte rechazo social. San Jerónimo nos brinda los nombres de otras quince mujeres de su época que habían estudiado medicina y se dedicaban al cuidado de los enfermos sin recibir remuneración alguna. Entre los grandes hospitales del siglo IV debemos citar el fundado en Cesarea por San Basilio de Capadocia y su hermana Macrina, quienes habían estudiado medicina en Atenas. Alrededor del año 500, la mayoría de las grandes ciudades en el imperio Romano tenían levantados tales edificios.


Contrarios a los supuestos intereses mercenarios de Esculapio, los cristianos, cuyo culto reemplazó al de las divinidades paganas curadoras, llamaron a sus médicos o sanadores anargyroi, no cobradores, ya que no ejercían la práctica médica a cambio de dinero.


San Cosme y San Damián, pintura de Anton Favray, foto Wellcome Images

El culto de los santos formó parte importante de la medicina religiosa cristiana. Entre los primeros médicos cristianos que fueron beatificados se encuentran los hermanos gemelos Cosme y Damián, originarios de Siria, que curaban por medio de la fe y que fueron perseguidos y decapitados por Diocleciano, con lo que se transformaron en patrones de los médicos.

“Los dos hermanos gemelos Cosme y Damián, médicos de profesión, después que se hicieron cristianos, espantaban las enfermedades por el solo mérito de sus virtudes y la intervención de sus oraciones […]. Coronados tras diversos martirios, se juntaron en el cielo y hacen a favor de sus compatriotas numerosos milagros. Porque, si algún enfermo acude lleno de fe a orar sobre su tumba, al momento obtiene curación. Muchos refieren también que estos Santos se aparecen en sueños a los enfermos indicándoles lo que deben hacer, y luego que lo ejecutan, se encuentran curados.” (San Gregorio de Tours, De gloria martyrium)

El hecho de atribuir la categoría profesional de médicos a los aliptes, quiromasajistas, es que la curación se practique por medio físico, y no por la palabra o por encantamientos, pues no son éstas formas propias de la medicina. El aliptes conoce bien la estructura de la musculatura humana, y sabe aliviar su fatiga, o sus daños, de ahí que la alipteia pueda ser una "medicina del masaje", una especie de terapéutica. Se supone que el masajista debía tener, no sólo pericia en la aplicación de las manos sobre el cuerpo, sino, además, tener conocimientos de anatomía y medicina.

La relación de los aliptes -es decir, los que dan masajes con ungüentos, con la técnica médica queda confirmada por un importante texto epigráfico fechado en el año 74, en el reinado de Vespasiano. Se trata de una constitución mediante la cual el emperador otorga privilegios a los médicos y médicos-masajistas de Pérgamo, para que ejerzan su profesión libremente sin ser molestados.

[- - - - de los médicos y de los médicos-masajistas; ya que el cuidado de nuestros cuerpos ha sido [confiado a los Asclepíadas] exclusivamente [porque] fueron proclamados santos y similares a los dioses, para que [ellos] no sufran presión de nadie ni se les grave con tributos extraordinarios. Que nadie [en todo el] territorio del Imperio [tenga la audacia] de maltratar, de coartar la libertad, de detener [o encarcelar a cualquier] médico, instructor, o médico- masajista, y quien los ofenda debe pagar (como multa) a Júpiter Capitalino 10,000 denarios. Quien no tenga esta suma, venderá sus bienes para satisfacer la multa que, sea quien sea el prefecto designado, [podrá fijar para estas cuestiones], y tendrá que ser [entregada] al [dios] inmediatamente. Igualmente, si ellos [son apresados] deben ser conducidos ante el tribunal que ellos elijan sin [ser obstaculizados] por nadie.

Aunque las mujeres no tenían la misma consideración social que los hombres, sí que hubo algunas dedicadas a la medicina, siguiendo el ejemplo de Grecia, donde se encuentran médicas ejerciendo ciertas labores relativas a los embarazos y partos o relacionadas con las enfermedades típicas femeninas.


Estela funeraria de una médica galorromana,
Museo de Cour d´Or, Metz, Francia

En Roma las medicae y las obstetrices fueron mujeres dedicadas principalmente a atender las enfermedades típicas de las mujeres y los embarazos y partos. Las primeras ocupan un espacio social más elevado que el de las segundas, y no demasiado diferente del que ocupaban los médicos varones. Las médicas no solo se dedicaron a las dolencias femeninas, sino que también trataron afecciones oculares y de otro tipo.
La gran mayoría de las obstetrices eran esclavas o libertas y estaban al servicio de alguna familia, y muy pocas veces ejercían su profesión como mujeres libres.
 La proporción de esclavas es menor entre las medicae que entre las obstetrices, y no sólo existieron mujeres libres que ejercieron como medicae, sino que incluso existen testimonios de la existencia de algunas que, al igual que ciertos médicos, hicieron fortuna precisamente gracias a esa dedicación. Es el caso de la médica Metilia Donata, cuyo rico monumento funerario se conserva en el museo arqueológico de Lyon.  Aunque algunos suponen que solo se trataba de una mujer de alto rango con interés por la medicina en su tiempo de ocio. Sin embargo, no puede descartarse la posibilidad de que una médica de corte pudiera enriquecerse tratando a las mujeres de la casa imperial.

Epitafio de Metila Donata, Museo Galorromano de Lyon

Algunas mujeres, aún sin ejercer de forma profesional, dedicaban su tiempo a la curación. Si estas mujeres pertenecían a la clase alta aportarían sus conocimientos asimilados en sus estudios y la experiencia adquirida en el uso de remedios caseros y tradicionales, basados en las hierbas y plantas medicinales.

“Y tú, tía materna en la línea de parentesco, pero digna de ser recordada en el lugar de una madre por el piadoso cariño de un hijo, Emilia, recibiste ya en la cuna el apellido de Hilaria, pues alegre y dulce te mostrabas en tu rostro infantil; sin embargo, te volvías como un muchacho bien a las claras, al practicar las artes de la medicina siguiendo la costumbre de los hombres.” (Ausonio, Parentalia, 6)


A finales de la Antigüedad, el Codex de Justiniano equipara implícitamente a las medicae con los médicos varones.

Del siglo I d. C. existe una lápida dedicada por Restituta a su patrón y maestro, Tiberio Claudio Alcimo.

“Para Tiberio Claudio Alcimo. Doctor del César. Hecha por Restituta, para su patrón y profesor, bueno y digno, que vivió 82 años.”

Ello prueba que había mujeres a las que se educaba en los estudios médicos por parte de renombrados médicos que traspasaban a sus pupilos, ya fueran hombres o mujeres, su saber.

En muchos casos estas mujeres tenían una relación de parentesco con los médicos que les prestaban enseñanzas. Por ejemplo, Antioquis de Tlos, hija de Diodoto, es reconocida por su ciudad por su experiencia en la curación.

El hecho de que algunas mujeres ejercieran la medicina implicaba cierto prestigio social y un logro importante por parte de la mujer, al tiempo que un orgullo para los conciudadanos, que con placer aceptaron que se erigiera una estatua en su honor, en cuya base una inscripción decía

“Antioquis, hija de Diadoto, de Tlos, reconocida por el consejo y por el pueblo por su experiencia en el arte médico, erigió una estatua de ella misma”.

En la estela que recuerda a Panthia, su esposo Glicón honra sus virtudes y reconoce su fama junto a la de él en el arte de curar. La mención de que su capacidad como médicos son iguales a pesar de que Panthia sea mujer indica que no era habitual que una mujer destacara en el arte de la medicina.

“Adiós, Panthia, de tu esposo. Tras tu muerte, me queda la pena por tu cruel muerte. Hera, la diosa del matrimonio, nunca conoció una esposa igual: tu belleza, tu sabiduría, tu castidad. Tú me diste hijos completamente iguales a mí; tú cuidaste de tu esposo y de tus hijos; tú guiaste recto el timón de nuestro hogar y elevaste nuestra fama común en la curación – aunque eras mujer no ibas detrás de mí en habilidad. En reconocimiento tu esposo Glicón erigió esta tumba para ti. También enterré aquí el cuerpo de [mi padre] el inmortal Filadelfo, y yo mismo yaceré aquí cuando muera, dado que solo contigo compartí mi lecho cuando estaba vivo, así pueda yo cubrirme en la tierra que compartimos.”


Estela funeraria del médico  Claudio Agathomero y su esposa,
Museo Ahmolean, Oxford, foto Carole Raddato

Muchos médicos debieron sentirse orgullosos de la profesión que desempeñaron, a la vista que a la hora de su muerte dejaron en sus tumbas un epitafio en el que queda patente su profesión, aunque, por supuesto, llegado el momento de la muerte, no pudieron evitar esta, a pesar de su ciencia.

"Compadécete al pasar, viajero, de la suerte de los hombres y mira de mi vida y destino ante ti qué es lo que queda. He aquí que la tierra me ofrece casa y morada el sepulcro, y el gusano minúsculo devora mi cuerpo perecedero.
Cuando el creador todopoderoso mandó que en el paraíso hubiera un colono, la culpa maldita ocasionó este revés.
De nombre Félix me llamaron en tiempos mis padres,
dediqué mí vida aquí, mi profesión fue la medicina.
Pude aliviar las dolorosas enfermedades de mucha gente,  pero no pude con la profesión vencer mi dolencia." (Antología Latina, 662)


Estela funeraria de un médico oculista

Bibliografía



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